Si hay algo que ha llamado la atención sobre la presente campaña electoral en Estados Unidos, sobre todo la reñida contienda por la candidatura presidencial por el Partido Demócrata, es el entusiasmo por el tema del cambio y la ruptura con el status quo que mantiene en Washington los poderes establecidos. Es un entusiasmo un […]
Si hay algo que ha llamado la atención sobre la presente campaña electoral en Estados Unidos, sobre todo la reñida contienda por la candidatura presidencial por el Partido Demócrata, es el entusiasmo por el tema del cambio y la ruptura con el status quo que mantiene en Washington los poderes establecidos. Es un entusiasmo un tanto angustiado ante el monumental desastre que ha resultado los pasados siete años y medio de la administración de George W. Bush. A partir de las políticas fallidas de ésta en los político, lo militar y lo económico, ha hundido a Estados Unidos en el guerrerismo, la corrupción y una recesión dictada por el apetito insaciable del gran capital. De ahí que el grito por el cambio que se ha escuchado con una fuerza inesperada entre el electorado estadounidense constituye una búsqueda desesperada por una apertura hacia un nuevo rumbo nacional e internacional para el país.
La figura que más ha logrado canalizar esa esperanza ha sido el candidato Barack Obama. Incluso, contra todos los pronósticos iniciales, el senador afronorteamericano por el estado de Illinois, logró desplazar como favorito a la senadora por el estado de Nueva York, Hillary Clinton. Ante ello, ésta, ni corta ni perezosa, entendió que no era la continuidad lo que más deseaba el electorado de su partido -lo que ella, como ex primera dama de su esposo el presidente William J. Clinton, representaba- sino que el cambio. De ahí que ella también empezara a prometer cambios a diestra y siniestra, sobre todo en beneficio de los más desfavorecidos.
Sin embargo, el imperio es una telaraña. Su estado es un entramado organizacional complejo de relaciones sociales que va jalonando a sus participantes hacia lo que el sociólogo irlandés John Holloway llama «una reconciliación con la realidad del capitalismo». Advierte el catedrático de la Universidad de Puebla que si pretendemos canalizar nuestras luchas por el cambio a través de ese estado, que tiene sus particulares prácticas diseñadas en función de los intereses del capital, éstas se van a ver presionadas a encausarse en cierta dirección afín a dichos intereses. El estado capitalista no existe como instrumento de autodeterminación del pueblo, sino como mecanismo cooptador de la voluntad popular y reproductor de la hegemonía del bloque dominante de poder. La lógica del sistema lleva, pues, hacia la reconciliación permanente con sus intereses dominantes, es decir, a la traición efectiva, si se quiere, de toda esperanza de cambio real.
Un buen ejemplo de lo anterior es la candidatura de Barack Obama. Mientras más se acerca a la designación como candidato presidencial del Partido Demócrata, más compelido se siente a «traicionar» la multiplicidad de expectativas de cambio real que pretende representar y a reconciliarse con los fuertes parámetros fijados por la realidad absorbente del imperio.
Así ocurrió en días pasados con motivo de su almuerzo con la derechista Fundación Cubano Americana, una desprestigiada organización, la más antigua del exilio cubano, promotora activa de actos de terrorismo contra el pueblo de Cuba y de las políticas fallidas de Washington en torno a dicho país antillano. Asegurando que bajo un gobierno suyo Estados Unidos podrá «recuperar el liderazgo del hemisferio», Obama acudió sin embargo a los anticastristas, los principales oponentes al cambio de la política exterior de ese país sobre Cuba y la América Latina toda. Para colmo, queriendo congraciarse con éstos en busca de su voto, les aseguró que de llegar a la presidencia mantendrá el criminal embargo económico contra Cuba, «porque nos da peso político con el actual régimen. Si se dan pasos significativos hacia la democracia, comenzando por liberar a todos los prisioneros políticos, empezaremos a normalizar las relaciones. Eso impulsará un cambio real en Cuba, mediante una diplomacia fuerte, inteligente y con principios».
Ahora bien: Obama fue más allá en su reconciliación con las lógicas imperiales: enmarcó como un problema de «seguridad» la actual situación de la América nuestra.
En un mensaje en el que pretendió delinear los contornos generales de su llamada nueva política hacia la América nuestra, Obama señaló: «Para demasiada gente en el hemisferio la seguridad es una carencia en sus vidas… Nunca habrá verdadera seguridad a menos que concentremos nuestros esfuerzos en todas las fuentes de temor para América Latina, y eso es lo que haré como presidente de Estados Unidos.» Abundó que para lograr eso «ordenaré a mi procurador general y a mi secretario de Seguridad Interna reunirse con sus homólogos latinoamericanos durante el primer año de mi gestión. Lucharemos por un esfuerzo unido. Proveeremos los recursos y pediremos a cada nación hacer lo mismo. Colaboraremos en la lucha contra el narcotráfico, la corrupción y el crimen organizado».
Incapaz de comprender en su justa medida el proceso de cambios que caracteriza hoy a la región, Obama sucumbió a la lógica imperial reduccionista que, al igual que el actual mandatario George W. Bush, parece criminalizar todas las expresiones de lucha y los conflictos que se escenifican actualmente en ésta. Llegó incluso a endosar las intervenciones ilegales del gobierno del presidente Álvaro Uribe en Colombia en los territorios vecinos de Ecuador y Venezuela.
De ahí un paso a su sorpresivo endoso a la notoria Doctrina Monroe: «Durante 200 años -expresó Obama- Estados Unidos ha dejado en claro que no vamos a soportar la intervención en nuestro hemisferio, sin embargo debemos ver que hay una intervención importante, el hambre, la enfermedad, la desesperación. Desde Haití hasta Perú podemos hacer algo mejor las cosas y debemos hacerlo, no podemos aceptar la globalización de los estómagos vacíos».
Sin embargo, «estómagos vacíos» es su amenaza para Cuba si no se doblega a la voluntad imperial de Washington. Así lo denunció el líder cubano Fidel Castro Ruz en su más reciente reflexión: «El discurso del candidato Obama se puede traducir en una fórmula de hambre para la nación».
«Los Estados Unidos de hoy no tienen nada que ver con la declaración de principios de Filadelfia formulada por las 13 colonias que se rebelaron contra el colonialismo inglés. Hoy constituyen un gigantesco imperio, que no pasaba en aquel momento por la mente de sus fundadores», apuntó el ex presidente cubano. Invitó a Obama a conocer mejor a Cuba antes de criticarla, y familiarizarse con las circunstancias que condujeron a la revolución, sobre todo el intervensionismo estadounidense y el coloniaje económico resultante.
«La Revolución fue producto del dominio imperial. No se nos puede acusar de haberla impuesto… Ningún otro país pequeño y bloqueado como el nuestro habría sido capaz de resistir tanto tiempo, a base de ambición, vanidad, engaño o abusos de autoridad, un poder como el de su vecino. Afirmarlo constituye un insulto a la inteligencia de nuestro heroico pueblo», advirtió el líder cubano.
La candidata demócrata Hillary Clinton se ha inscrito dentro de la misma lógica imperial hacia Cuba y la América Latina. Según el corresponsal en Estados Unidos de La Jornada de México, John D. Cockcroft: «Obama y Clinton aceptan las doctrinas de la guerra contra el terrorismo. Ambos han votado en el Congreso en favor de la agenda Bush/Cheney en términos de los presupuestos por ‘la defensa’ y las guerras. También han votado la línea Bush/Cheney en cuanto a la tortura, el espionaje interno y otras violaciones de derechos civiles. Sus consejeros tienen fuertes vínculos con los oficiales militares más guerreros e incluyen halcones como Zbigniew Brzezinski y Anthony Lake por Obama y Madeleine Albright, Sandy Berger y Richard Holbrooke por Clinton». Y añade: «Aunque Obama a diferencia de McCain y Clinton está dispuesto a encontrarse con líderes cubanos, la política de los tres acerca de América Latina es casi igual. Dicen que los gobiernos de Cuba y Venezuela no son democracias sino dictaduras, y habrá que cambiarlos».
En fin, ambos, Obama y Clinton, en su infinita ignorancia de las circunstancias históricas particulares de nuestras naciones, se han reconciliado con la antigua y desgastada lógica imperial del destino manifiesto de su país para mandar sobre la totalidad de las Américas. De ahí que Nuestra América sólo puede esperar aquellos cambios que conquiste y construya, a partir de sus propias luchas, desde las entrañas de sus propias sociedades y en contra de los continuados designios imperiales del vecino del Norte. Y ese es nuestro destino manifiesto.
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