Hace escasamente un mes, la nueva candidata a la presidencia de Estados Unidos por el Partido Demócrata, Kamala Harris, recibía sonriente a Netanyahu, después de que fuera ovacionado en el Congreso norteamericano. En un siniestro espectáculo que quedará por siempre en la ya dañada memoria histórica universal, el líder sionista recibió el aplauso del ala republicana y de parte importante del propio partido demócrata. La performance no fue sino la materialización simbólica del apoyo incondicional que la estructura política, militar y económica de EE.UU. sigue proporcionando al Estado sionista tras 76 años de colonización, masacres, ocupación ilegal, genocidio y apartheid. La particularidad del hecho estriba en que se ha producido en momentos en los que la empresa neocolonial israelí alcanza su clímax histórico con la guerra genocida que, en estos precisos instantes, libra contra la totalidad del pueblo palestino del gueto de Gaza.
En sus declaraciones posteriores, Kamala Harris abría el telón para la segunda escena de la obra. Tras un amigable apretón de manos con Benjamin Netanyahu, rememoró ante las cámaras su pasado como joven estudiante que recaudaba fondos para plantar árboles en Israel. Habló del compromiso que sigue definiendo su relación con el proyecto sionista, responsabilizó a Hamas de “desencadenar esta guerra” y repitió, a pesar de que la misma ONU reconoce que no existen evidencias para hacerlo, el relato sobre la violencia sexual atribuida por Israel a la resistencia palestina durante el 7 de octubre. Con todo ello, Harris recogía con fidelidad el legado de su antecesor y patrón, Joe Biden, quien no ha dudado en regurgitar durante todos estos meses bulos israelíes ampliamente desacreditados como los fabricados sobre los falsos bebés decapitados. De esta forma, EE.UU. sigue otorgando autoridad moral al ejército sionista en su devastación de Gaza y en las violentas ocupaciones, encarcelamientos y asesinatos intensificados durante los últimos meses en toda Palestina.
Tras diez meses de bombardeos masivos contra la población civil, de hospitales y ambulancias convertidos en objetivos militares, de universidades, escuelas, vecindarios, campos de refugiados y mezquitas dinamitadas; tras casi un año de artistas, periodistas y líderes políticos deliberadamente ejecutados y de pruebas verificables sobre torturas, hambrunas programadas y violaciones en prime line a presos palestinos, Kamala Harris volvió a mencionar el “derecho de Israel a defenderse”. Sin embargo, he aquí que, antes de que la comparecencia finalizara, la mandataria expresó su preocupación por lo que denominó “la magnitud del sufrimiento humano en Gaza”. De la misma forma, la propia Harris, aupada de forma mesiánica por los Obama, por Biden o por Alexandria Ocasio-Cortez, repitió el sainete en la reciente Convención Nacional del Partido Demócrata, en la que se vetó deliberadamente a cualquier voz palestina.
A tenor de las palabras de los demócratas, un misterioso drama humano sin responsables directos está produciéndose en Gaza. Olviden Cisjordania, Jerusalén, el sur de Líbano o los Altos del Golán. Los palestinos de Gaza, manufacturados como terroristas o víctimas, son los únicos protagonistas de su propia tragedia. Como sucede con el relato empleado por los mass media y los líderes del llamado “mundo libre” sobre el resto del Tercer Mundo, los pueblos de estas latitudes sufren hambrunas, guerras, genocidios, porque es lo natural. Como un vendaval, la subida de las mareas o un terremoto. En estas narrativas, nunca existen causas históricas, políticas y económicas, así como actores que las activen, que expliquen las razones que mantienen a dichos pueblos en posiciones de subalternidad después de siglos de colonización e imperialismo.
La persistente agenda neocolonial del Norte Global –en el que también existen periferias, explotación, despojo y opresión–, nunca aparece reflejada en este tipo de análisis, que son lamentablemente los hegemónicos. Así, los derechos por la autodeterminación y la justicia de los pueblos del Sur Global –en el que también existen sectores privilegiados, explotación, despojo y opresión– deben ser para la mirada occidental, como mucho, asuntos fundamentalmente “humanitarios”. Esa es la verdad tácita tras las acrobacias de Kamala Harris y del resto del Partido Demócrata para distorsionar el contexto de lo que verdaderamente ocurre en Palestina. Palestina tiene derecho a sufrir, por supuesto. Pero no tiene derecho a defenderse de quienes le infligen este sufrimiento. Porque si hay algo que atemorice a las élites del Norte Global mucho más que un genocidio es ver a los pueblos que lo sufren levantarse para combatirlo.
El imperio que sonríe
La izquierda que se deja seducir por el imperio que sonríe, ya sea en los labios de Kamala Harris o de cualquier otro, es una izquierda que ya ha claudicado, sometida a la política del mal menor. Por una parte, urge recordar que la izquierda occidental siempre ha sufrido contradicciones sintomáticas en su relación con el colonialismo y el imperialismo, así como con el patriarcado. El fenómeno del ‘rojipardismo’ no es más que una manifestación contemporánea de este hecho histórico que actualmente se materializa en derivas racistas, ltgbfóbicas y antimusulmanas. La reivindicación europea de determinadas versiones grotescas del marxismo, articuladas desde los mismos parámetros civilizatorios que la extrema derecha, se abre paso en la actualidad, en parte, gracias a la negación enfermiza de estas herencias.
Por otra parte, el liberalismo progresista para el que la crítica y la oposición a la política del imperio, del capital y del neocolonialismo es algo del pasado o, mucho peor, algo que caricaturizar, es cómplice del giro reaccionario internacional y de la cultura política del mal menor que, en gran medida, lo explica. “Kamala Harris es menos mala que Trump, por lo que, aunque no es ideal, hay que apoyarla”. La falacia, a pesar de su simplismo, está servida. Por supuesto que no faltan los relatos tramposos sobre la identidad e historia de Harris como mujer no blanca, hija de una madre india y un padre jamaicano vinculados a las luchas radicales de los 60-70. Curiosamente, se ignora que es el propio movimiento negro de los EE. UU. –mucho más valiente que los intelectuales de la izquierda europea– el que ha señalado, reiteradamente, a Kamala Harris, aliada del lobby sionista AIPAC, como parte del statu quo de la supremacía blanca norteamericana.
Quien se aferra desesperadamente a la propuesta política de Harris contribuye a invisibilizar las alternativas
Quien se aferra desesperadamente a la propuesta política de Harris, que es la misma propuesta de Biden, usando el fantasma monstruoso de Donald Trump, contribuye a invisibilizar las alternativas con potencial al propio trumpismo y al régimen de desigualdad, explotación y guerra que solidifica, dentro y fuera, el propio gobierno demócrata norteamericano. También en la disputa por el Estado, más allá del Partido Republicano del psicópata fascista Trump y del Partido Demócrata de la amable genocida Harris, hay alternativas políticas decentes en los EE.UU. que merecen apoyo y atención. El Green Party, con las candidaturas de una mujer judía antisionista como Jill Stein y un hombre negro musulmán antimperialista como Rudolph Butch Ware, o el Party for Socialism and Liberation, con la afrodominicana anticapitalista Claudia de la Cruz y la chicana socialista feminista Karina García son algunos ejemplos.
La ideología liberal contribuye a crear la falsa idea de que la diversidad se construye por arriba, de forma elitista, sin cuestionar las estructuras de poder del capital. Esta premisa es instrumentalizada por la extrema derecha y por los rojipardos. Sin embargo, la laureada diversidad es una realidad de las clases trabajadoras y se materializa, desde abajo, cuando se plantea desde la posibilidad de construir otros mundos más allá del capital, del imperio y del patriarcado. No hay nada más deshonesto que chantajear a la izquierda para que, en función de un supuesto orden democrático esclerótico, defienda a figuras como Kamala Harris. La democracia de Harris es la democracia de los mercados y del liberalismo que tiende la mano a Netanyahu, y no de manera figurada. Precisamente por eso es importante recordar que el sionismo no es un producto de la extrema derecha, sino un proyecto colonial que encuentra su sentido en la larga historia imperial de Occidente y que se complementa a la perfección con el orden liberal. La propuesta del Partido Demócrata, en el seno del cual también existe un liberalismo de corte progresista, no viene en la actualidad a alterar esta realidad, sino a apuntalarla.
La complicidad liberal con el genocidio
Lo cierto es que las declaraciones sobre la necesidad del cese de los bombardeos israelíes en Gaza se suceden, una y otra vez, a lo largo del arco liberal internacional desde poltronas que, al mismo tiempo, financian a las fuerzas armadas israelíes y protegen a su gobierno. Las llamadas a “la paz”, se producen desde gobiernos que hacen negocios con Israel y lo apoyan, también desde el Estado español y desde octubre de 2023. Ninguna de esas voces pone en cuestión la naturaleza colonial del proyecto israelí ni reconoce el derecho de los palestinos a defenderse, a pesar de que la propia ONU lo hace. Ninguno de esos líderes plantea la necesidad de un embargo de armas y de un bloqueo económico, político y diplomático a la entidad sionista. La mínima decencia, en aras de un supuesto sentido de la estrategia política, es caricaturizada por el liberalismo en su articulación de izquierdas como idealista e inconsciente. Por lo tanto, exigir el desmantelamiento del régimen israelí y la descolonización de la Palestina histórica es demasiado.
Y esa es la trampa. El orden imperial y neocolonial nunca fue abolido. Genocidios invisibilizados como el que se está produciendo en el Congo, gracias a la injerencia neocolonial y a los intereses de mercado occidentales, lo demuestran. Genocidios ante los que los líderes occidentales de los Derechos Humanos callan, a causa de sus tratos de favor con entidades aliadas del sionismo y de los EE. UU. como los Emiratos Árabes Unidos, en el caso de Sudán, o con Arabia Saudí, en el caso de Yemen, lo certifican ampliamente. El violento clima político manufacturado en Haití es responsabilidad directa de los liderazgos políticos de Francia y de los propios EE. UU. en el mismo, así como la violenta política neocolonial que trata de destruir los procesos de autodeterminación producidos en los últimos años en regiones como Kanaky, o en países africanos como Senegal, Malí, Níger, Burkina Faso, etc. La lista es larga y todos sus apéndices están conectados con la liberación de Palestina.
Y sí, durante las últimas décadas, se han producido cambios geopolíticos importantes que nos obligan a complejizar con prudencia nuestra mirada internacional. Sin embargo, es revelador cómo la agenda liberal se activa para proteger a las élites del Norte Global ninguneando la posibilidad de una ética internacionalista, anticolonial y antimperialista que sigue y seguirá siendo imprescindible. En momentos en los que se ha dicho todo sobre el genocidio, la ocupación y colonización sionista de Palestina, pero poco digno se ha hecho desde el ámbito del liderazgo político, es necesario apostar por alternativas reales al imperio, a la supremacía blanca y al gran capital. Si esas alternativas tienen o no posibilidades, depende también de nosotras.