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De vuelta a la realidad, de vuelta al shunk

Palestina en la ONU

Fuentes: CounterPunch

Traducido para Rebelión por LB

«¿Será el día más feliz de su vida?», me preguntó un entrevistador local refiriéndose al inminente reconocimiento del Estado de Palestina por parte de la ONU.

La pregunta me pilló por sorpresa. «¿Por qué habría de serlo?», le pregunté.

«Bueno, durante 62 años usted ha abogado por el establecimiento de un Estado palestino al lado de Israel, ¡y aquí viene!»

«Si yo fuera palestino probablemente estaría feliz», le dije: «Pero como israelí me siento mas bien triste».

Permítanme explicarlo.

Salí de la guerra de 1948 con cuatro sólidas convicciones:

(1) Existe un pueblo palestino, aunque el nombre de Palestina fue borrado del mapa.

(2) Es con ese pueblo palestino con el que tenemos que hacer la paz.

(3) La paz será imposible a menos que a los palestinos se les permita establecer su Estado al lado de Israel.

(4) Sin paz Israel no será el Estado modélico con el que soñábamos en las trincheras, sino algo muy diferente.

Cuando convalecía de mis heridas y vestía aún el uniforme me reuní con varios jóvenes, árabes y judíos para trazar nuestro curso. Nos sentíamos muy optimistas. Entonces todo parecía posible.

En lo que estábamos pensando era en un gran acto de confraternización. Judíos y árabes habían luchado entre sí con valor, cada parte combatiendo por lo que consideraba sus derechos nacionales. Ahora había llegado el momento de alcanzar la paz.

La idea de la paz entre dos gallardos luchadores después de la batalla es tan antigua como la cultura semita. En la epopeya escrita hace más de 3.000 años, Gilgamesh, rey de Uruk (en el Irak actual) lucha contra el salvaje Enkidu, su igual en fuerza y ​​valor, y tras el épico combate los dos se convierten en hermanos de sangre. Nosotros habíamos luchado duro y habíamos vencido. Los palestinos habían perdido todo. La parte de Palestina que la ONU había asignado como territorio para su Estado había sido engullida por Israel, Jordania y Egipto, sin dejar nada para ellos. La mitad de la población palestina había sido expulsada ​​de sus hogares y se habían convertido en refugiados.

Aquel era el momento adecuado -pensábamos- para que el vencedor dejara estupefacto al mundo con un acto de magnanimidad y sabiduría, ofreciéndose a ayudar a los palestinos a establecer su Estado a cambio de la paz. Así podríamos forjar una amistad que duraría generaciones.

Dieciocho años más tarde volví a evocar esta visión en circunstancias similares. Habíamos ganado una gran victoria contra los ejércitos árabes en la guerra de los Seis Días, el Medio Oriente estaba en estado de shock. Una oferta de Israel a los palestinos para que establecieran su Estado habría electrizado la región.

Estoy contando esta historia (otra vez) para dejar claro lo siguiente: cuando la «solución de los dos Estados» fue concebida por primera vez después de 1948, esa idea tenía un sentido de reconciliación, confraternización y respeto mutuo.

Imaginábamos dos Estados viviendo en estrecha colaboración y con fronteras abiertas que permitirían la libre circulación de personas y bienes. Jerusalén, capital conjunta, símbolizaría el espíritu del histórico cambio. Palestina se convertiría en el puente entre el nuevo Israel y el mundo árabe, unidos por el bien común. Hablábamos de una «Unión semita» mucho antes de que naciera la Unión Europea.

Cuando la solución de los dos Estados realizó el extraordinario trayecto que la llevó de ser la visión de un puñado de extranjeros (o locos) a convertirse en un consenso planetario, ese era el contexto en el esa idea era percibida. No se trataba de un complot contra Israel, sino de la única base viable para una paz real.

Esta visión fue rechazada duramente por David Ben-Gurion, a la sazón el líder indiscutible de Israel. Ben-Gurion estaba ocupado distribuyendo a los nuevos inmigrantes judíos por los vastos territorios expropiadas a los árabes y, de cualquier modo, no creía en la paz con los árabes. Ben Gurion trazó la ruta que los sucesivos gobiernos israelíes, incluido el actual, han seguido desde entonces.

En el lado árabe siempre se apoyó esta visión. Ya en la Conferencia de Lausana de 1949 una delegación no oficial palestina hizo acto de presencia y ofreció en secreto iniciar negociaciones directas, pero la oferta fue bruscamente rechazada por el delegado israelí, Eliyahu Sasson, siguiendo órdenes directas de Ben-Gurion (como le oí decir a él mismo tiempo después).

Yasser Arafat me dijo varias veces -desde 1982 hasta su muerte en 2004- que apoyaría una solución «Benelux» (según el modelo de la unión entre Bélgica, Holanda y Luxemburgo) que incluyera a Israel, Palestina y Jordania («Y quizás también el Líbano. ¿Por qué no?»)

La gente habla de todas las oportunidades de paz perdidas por Israel a lo largo de los años. Eso es un disparate: se pueden perder oportunidades en el camino hacia una meta que se desea obtener, pero no en la ruta hacia algo que se aborrece. Para Ben-Gurion un Estado palestino independiente significaba un peligro mortal para Israel. De modo que hizo un pacto secreto con el rey Abdullah I para dividirse entre los dos el territorio asignado por el plan de partición de la ONU al Estado árabe palestino. Todos los sucesores de Ben-Gurion han heredado el mismo dogma: un Estado palestino representa un terrible peligro. Por lo tanto, optaron por la llamada «opción jordana», manteniendo lo que queda de Palestina bajo la bota del monarca jordano, que no es palestino (y ni siquiera jordano, ya que su familia es oriunda de La Meca).

Esta semana el actual gobernante de Jordania, Abdullah II, montó en cólera cuando le dijeron que otro ex general israelí, Uzi Dayan, había propuesto una vez más convertir Jordania en Palestina, con Cisjordania y la Franja de Gaza como «provincias» del reino Hachemita. Este Dayan, a diferencia de su difunto primo, Moshe, es un cretino con ínfulas, pero incluso un discurso procedente de un personaje semejante indigna el rey, a quien le provoca un miedo cerval la posibilidad de que se instalen en Jordania los palestinos expulsados ​​de Cisjordania.

Hace tres días Benjamín Netanyahu dijo a Cathy Ashton, la patética «ministra de Exteriores» de la Unión Europea, que estaría dispuesto a aceptar cualquier cosa salvo un Estado palestino. Eso puede sonar extraño, teniendo en cuenta el «histórico» discurso que pronunció hace menos de dos años y en el que expresó su apoyo a la solución de los dos Estados (tal vez estaba pensando en el Estado de Israel y el Estado de los colonos).

En las pocas semanas que quedan antes de la votación de la ONU, nuestro gobierno, con el apoyo de todo el poder de EEUU, va a luchar con uñas y dientes contra la proclamación del Estado palestino. Esta semana Hillary Clinton rebasó incluso su propio historial retórico al anunciar que EEUU apoya la solución de los dos Estados y que, por consiguiente, se opone a cualquier votación en la ONU favorable al reconocimiento del Estado palestino.

Aparte de las graves amenazas por lo que sucederá si la ONU vota a favor de la creación de un Estado palestino, los líderes israelíes y estadounidenses nos aseguran que ese voto no significará ninguna diferencia.

Si es así, ¿por qué se oponen a él?

Por supuesto que va a marcar una diferencia. La ocupación continuará, pero será la ocupación de un Estado por otro. En historia los símbolos cuentan. El hecho de que la gran mayoría de los países del mundo reconozcan al Estado de Palestina será un paso más para conseguir la libertad para Palestina.

¿Qué pasará el día después? Nuestro ejército ya ha anunciado que ha concluido preparativos para confrontar grandes manifestaciones palestinas que atacarán los asentamientos. Los colonos serán llamados a movilizar a sus «equipos de reacción rápida» para hacer frente a los manifestantes, cumpliendo así los augurios de un «baño de sangre». Después de eso el ejército entrará en escena, retirando muchos batallones de tropas regulares de otras tareas y llamando a filas a unidades de reserva. Hace unas semanas indiqué algunas señales ominosas que apuntaban a que [los israelíes] utilizarán a francotiradores para convertir las manifestaciones pacíficas en algo muy diferente, como ocurrió durante la segunda Intifada. Esta semana ese extremo ha sido confirmado oficialmente: los israelíes emplearán francotiradores para defender los asentamientos.

Todo esto equivale a un plan de guerra por los asentamientos. En pocas palabras: una guerra para decidir si Cisjordania pertenece a los palestinos o a los colonos. En un giro de los acontecimientos casi cómico, el ejército israelí también está proporcionando material antidisturbios a las fuerzas de seguridad palestinas entrenadas por los estadounidenses. Las autoridades de ocupación esperan que esas fuerzas palestinas protejan los asentamientos contra sus propios compatriotas. Habida cuenta de que son las fuerzas armadas del futuro Estado palestino, al cual se opone Israel, todo esto suena un poco desconcertante.

Según el ejército israelí, a los palestinos se les van a proporcionar balas de goma y gases lacrimógenos, pero no el skunk.

El skunk es un dispositivo que produce un hedor insoportable que se adhiere a los manifestantes pacíficos y no los suelta durante mucho tiempo. Me temo que para cuando este capítulo concluya el hedor se habrá adherido a nuestro bando y no nos desharemos de él en mucho, mucho tiempo.

Demos rienda suelta a nuestra imaginación durante sólo un minuto. Imaginemos que en el debate que se avecina en la ONU algo increíble sucede: el delegado de Israel declara que tras considerar detenidamente el asunto Israel ha decidido votar a favor del reconocimiento del Estado de Palestina.

La Asamblea se quedaría con la boca abierta de pura incredulidad. Tras un momento de silencio estallarían los aplausos. El mundo estaría galvanizado. Durante días los medios de comunicación de todo el mundo no hablarían de otra cosa.

El minuto de imaginación ha pasado. Volvamos a la realidad. Volvamos al skunk.

Fuente: http://www.counterpunch.org/2011/09/16/palestine-at-the-un/