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Podemos y la estilización del pragmatismo

Fuentes: Rebelión

Estamos en el último tramo de un ciclo electoral que, iniciado en las europeas de 2014, ha ido cubriendo objetivos y ha ido modificando, más que correlaciones, visibilidad de fuerzas en presencia. El último matiz me parece muy importante, porque una de las características del ciclo entero, exasperado hasta la turbación democrática en los compases […]


Estamos en el último tramo de un ciclo electoral que, iniciado en las europeas de 2014, ha ido cubriendo objetivos y ha ido modificando, más que correlaciones, visibilidad de fuerzas en presencia. El último matiz me parece muy importante, porque una de las características del ciclo entero, exasperado hasta la turbación democrática en los compases finales en que nos hallamos, permite hablar de ocultación deliberada de una parte de la izquierda -la que representa el proyecto de IU- y de exhibición no menos voluntariosa de otra parte -la que se expresa en el proyecto de Podemos- por todos los medios de comunicación. Y por uno de ellos con especial virulencia. No creo que haya habido una situación comparable a esta desde que se consolidó el esquema institucional generado por la Transición. Desde luego, no la ha habido en muchos aspectos -como el irrenunciable análisis de la recomposición de la derecha, en su horizonte nacionalista español y en su vertiente nacionalista catalana-, pero quisiera destacar ahora uno de ellos.

Nuestros conflictos de estrategia, nuestras divergencias ideológicas o las perspectivas elegidas para ordenar el paisaje de nuestras esperanzas, necesidades y carácter, nunca habían mantenido una relación tan estrecha con el modo muy distinto en que se ha podido asistir, en el espacio público, en el debate de ideas, a lo que, lamentablemente, ha sido antagonismo radical en el seno de la izquierda socialista -en el sentido más amplio del término- española. No hay análisis honesto de esta situación que pueda dejar de lado la muy diversa posibilidad de expresión que han tenido unos y otros. Y no hay análisis inteligente que pueda prescindir de la naturaleza orgánica de esta capacidad de llegar a la población, de la calidad sistémica que tiene también esta manera de fabricar una jerarquización de las propuestas políticas que atienda a lo más elemental. Y lo más elemental es que estemos hablando de propuestas políticas en sentido estricto, y no mera elucubración de grupo o discurso a los leales seguidores, por la más simple de las razones: que sean escuchadas por todos aquellos a quienes se dirigen, no solo a quienes ya han elegido qué mensaje están dispuestos a aceptar. No hay análisis que pueda prescindir de algo tan obvio: si orgánica es la crisis, orgánica es la forma en que el sistema puede canalizar las limitaciones de la resistencia y la unidad de la alternativa al actual capitalismo.

Sin la atención y juicio de estas mayorías sociales, las propuesta carece de sentido político, por mucho que les sobre consistencia moral y coraje cívico. Semejante selección, que ha impedido el contraste de experiencias, la comparación de proyectos, la oposición de maneras de entender el proceso constituyente de una izquierda a la altura de esta crisis, debería provocar la tristeza de todos los asistentes y no solo de los perjudicados por esta torticera obturación del campo visual de las clases populares. Esto no solo crea un inmenso ángulo ciego donde se oculta a quienes sufren hoy esta circunstancia, sino que indica los primeros síntomas de una lesión inducida, que ampliará la deformación de lo que ven y reducirá la calidad de lo que aprecian los trabajadores, afectando quizás mañana a los mismos que hoy se alegran de ser exclusivos triunfadores en un escenario tan frágil y de tan elocuente servidumbre.

Supongo que nadie podrá poner objeciones rigurosas a lo que se ha afirmado, aunque siempre pueda señalarse que tal cuestión es menor, al hacerla encajar en presuntas caducidades inexorables de viejos aparatos y no menos irrevocables emergencias de un nuevo sujeto. Como no creo que pueda hablarse de «aparatos» en un lado y de «sujetos» en el otro, sino que deberíamos estar hablando ahora del modo en que se organiza la unidad de la izquierda, se me permitirá indicar que creo que este mismo lenguaje forma ya parte de la manera en que ha venido trivializándose una discusión que se ha decidido esquivar. Lo cual es algo muy diferente a superar, incluso en nuestras entrañables metáforas militares de la guerra de movimientos y la guerra de posiciones. En efecto, haber evitado esta discusión abierta no solo ha conducido a una división electoral que, en las actuales condiciones, afecta al corazón mismo del sistema, en la medida en que asistimos a una crisis de legitimación del orden institucional, entre cuyas exigencias se encontraba el diálogo provechoso entre todos aquellos que desean constituir ese nuevo sujeto que esté, como mínimo, a la altura de la refundación política de la derecha que se está produciendo. Lo que se ha producido no es el enmudecimiento de uno de los proyectos en conflicto, sino la imposibilidad de llegar a una verdadera convergencia de todas las fuerzas con las que debería contarse, por una mínima prudencia estratégica y una escueta cautela de intendencia.

Creer que puede avanzarse sin lo que representa hoy Izquierda Unida es una insensatez que habrá de pagarse muy caro en lo más inmediato -y, nada casualmente, lo más importante ahora-: las elecciones a Cortes. Puede pagarse de entrada, con la victoria de un capitalismo que, a muy diversos niveles -y no solo el que se refiere al conflicto entre el PP y Ciudadanos- está reorganizando sus esquemas de representación social. La campaña de insonorización que ha sufrido Izquierda Unida no ha enriquecido a quienes han podido ser escuchados, sencillamente porque no ha proporcionado una adecuada reflexión conjunta a quienes han escuchado. El más paradójico de los resultados puede ser que no todos los que han dejado de oír a IU den su apoyo a Podemos o a las candidaturas de confluencia establecidas en algunas nacionalidades. Algún día habremos de referirnos a la experiencia ya acumulada en elecciones autonómicas o las plebiscitarias de Catalunya, para considerar el alto precio pagado por la exclusión, que permitió la entrega del poder a la derecha en Madrid, la pérdida de presencia institucional de Izquierda Unida en el País Valenciano o la oscura canalización de un voto contra la corrupción sistémica en Catalunya, que la candidatura encabezada por Lluis Rabell no pudo recoger por falta de claridad en ciertos temas que los trabajadores parecen tener mucho más claro que algunos de sus dirigentes: la República Federal, sin ir más lejos, como opción de principio y no como oferta negociable, como si debiera esperarse a una «opinión pública» que se identifica, como parte de ese proceso de abdicación conceptual ante el lenguaje de los medios, con la «voluntad popular». El «estado de ánimo» en que se encuentra una sociedad en un momento determinado debería distinguirse de lo que es la progresiva madurez de una conciencia y la fabricación de un conocimiento social. En mi opinión, la campaña realizada en Catalunya en las presuntas plebiscitarias del 27 de septiembre es un ejemplo más de lo que considero renuncia a construir una hegemonía de la izquierda socialista en un proceso de profunda crisis de legitimación del sistema. Tal hegemonía ha de basarse en la proyección de valores propios de la izquierda, en la capacidad de expresar y comunicar análisis, y en la defensa de algunas cuestiones -la República federal, por ejemplo- que deberían alcanzar la verdadera categoría de un mito movilizador, en la medida en que su invocación pasara a expresar, mucho mejor que cualquiera de los otros mitos movilizadores en presencia -los que esgrime el nacionalismo, por ejemplo-, el anhelo de democracia. Quizás uno de los desacuerdos más severos con que nos encontramos ahora es, precisamente, el que distingue dos formas muy distintas de entender la relación entre el liderazgo político y la movilización provocada por la crisis, en el proceso constituyente de un sujeto de cambio. Y, puestos ante esa diferencia de relación, solo podremos resolverla en nuestros debates planteando cuáles son nuestras divergencias acerca de lo que entendemos por liderazgo, por dirección política, por lugar de síntesis de experiencias y análisis globales, y lo que consideramos movilización social, trabajo continuado en la base, sedimentación organizativa. La experiencia catalana, y el modo en que se ha tomado el «derecho a decidir» como una consigna que verdaderamente define -aunque de manera adaptada a un mínimo común denominador de «estado de la opinión pública»- lo que es la lucha por la realización de la democracia, expresa algo más que una desafortunada concesión propagandística en favor de obtener un acuerdo de masas. Ese «derecho a decidir», es el producto de otra hegemonía que sí ha sabido elaborarse y que ha tenido verdadera voluntad de elevarse al rango de «conciencia de un pueblo». Precisamente por ello, quienes hegemonizan este proceso hablan de haber superado ya esta fase, considerando que su liderazgo en toda la crisis les permite, con total impunidad, la identificación política del «derecho a decidir» con la independencia. La ausencia del republicanismo federal como propuesta propia no es el fruto de una derrota, sino de la ausencia de una batalla ideológica y política, en la que pudiera oponerse nuestra tradición en este asunto a la que han desplegado quienes han estado gobernando el Estado en Catalunya, con absoluto desprecio por la rotundidad democrática de una república federal. Es esa forma de hacer las cosas lo que manifiesta un aspecto crucial de nuestra discrepancia, al haberse preferido ocupar un espacio de visibilidad en un proceso hegemonizado por otros a disputar esa hegemonía mediante nuestras propuestas.

Pero creer que puede avanzarse en contra de lo que representa hoy Izquierda Unida es algo más que una insensatez. Es un error que no solo impide la indudable necesidad de adaptación de esta tradición concreta a un proceso constituyente -que va a constituirlo todo, no solo el orden institucional, sino también el edificio entero de la izquierda-, sino que daña los flancos ideológicos y sociales de quien podría creerse ganador en este absurdo pugilato. Limita la fuerza de su discurso y diezma su arraigo popular. Evita que se planteen algunos temas indispensables -como la cuestión del proyecto socialista, la perspectiva de clase y la relación entre la tradición comunista y la formación de un movimiento de unidad popular-, y deja fuera de esta convocatoria a quienes, por muchos motivos que tienen que ver con las distintas experiencias de cada sector en presencia, verán esta presunción como el ultraje propinado por un adversario, no como el ejemplo del aliado potencial que ha sabido hacer mejor las cosas.

Nada me gustaría más que toda esa energía social, todo ese impulso joven y regenerador que sin duda está alentando en Podemos contuviera la voluntad constructiva que poco tiene que ver con el desarrollo de esta campaña y los desdichados episodios del ciclo completo que la preceden, incluyendo los numerosos errores y las tercas insuficiencias de Izquierda Unida. En quienes se han puesto al frente de este proyecto que, sin duda alguna, puede crear graves heridas al sistema, debería prender la atención a la irritación profunda que todo lo que está sucediendo en estos días produce a una parte nada desdeñable de la izquierda. Una parte sin la que lo que se construya será mucho más débil, favorecido por los nuevos escenarios, pero afectado por la carencia de continuidad y por fracturas generacionales que han sido propiciadas por el sistema, aun cuando sus efectos secundarios puedan dar la impresión de poner al régimen contra las cuerdas. Si en algunas cosas es así, sin duda, en otros temas será bien distinto, porque la fuerza de lo inédito, en pequeñas dosis, puede llegar a tener la eficacia de una cura homeopática para la derecha. Además, tal irritación tiene que verse por quienes se han hecho cargo de la estrategia de Podemos, como algo más que una mera pataleta de burócratas en riesgo de desempleo o los plañidos de quienes velan a una organización agonizante. Es una protesta democrática. Es una sana indignación contra la manipulación del poder mediático y contra la feroz falta de profesionalidad de quienes alardean de su neutralidad informativa. Es una reedición de la vieja lucha por acabar con la asfixia verbal de quienes solo disponen de sus análisis y de sus experiencias para tratar de enfrentarse a la oligarquía del sistema. Es una legítima oposición a una forma de comprender el debate social que nada tiene que ver con la exhibición de las diferencias y de la riqueza conceptual y vital que pueden mostrar aún distinciones en el campo de la izquierda, del mismo modo que debería servir para promover la porosidad y la mutua ejemplaridad de quienes luchan en el mismo bando.

En cierto modo -y espero que la analogía no se tome más que como lo que es, es decir, nada relacionado con burla o desdén, sino con la angustia de este momento-, me parece que Podemos está haciendo con la izquierda lo que don Ramón de Campoamor hizo con la poesía. Campoamor proporcionó algo más que prosaísmo a la lírica española. La apartó de las evocaciones simplonas del neorromanticismo y de la bobería sentimental de las veladas burguesas de mesa-camilla. Introdujo la realidad hosca del lenguaje sin atributos poéticos convencionales para introducir cotidianeidad y verosimilitud en lo que había sido espacio de evasión épica o de coqueta cursilería. Inculcó una amargura irónica a la complaciente sentimentalidad de la Restauración y se burló de las ensoñaciones trascendentales que la compensaban, propinando a la hipócrita rigidez moral burguesa el severo correctivo de las moralejas de un inteligente observador.

A la izquierda española se le podía propinar un papirotazo que la sacara de sus flaquezas, entre las que no dudo en hablar de la peor de todas ellas: haber creído que todo estaba ya fijado en unas condiciones de inferioridad permanente, de espacio subalterno, de resignación a ser voz de minoría. Pero que nadie le reproche a esa izquierda lo que contenía de potencia expresiva. Que no se le reproche a Izquierda Unida lo que tuvo de acierto, tratando de identificarla exclusivamente con sus limitaciones y errores, hasta convertirla en pura inercia retórica, mero espacio de resistencia emocional o pura defensa de un lenguaje superado. Que no se le reste a Izquierda Unida lo que tuvo de esfuerzo meritorio por abrir una nueva estrategia que la enfrentaba con poderes reforzados por el nuevo escenario de finales de siglo. Que no se le regatee lo que fue el hallazgo de un nuevo repertorio de perspectivas, que atendían a la transformación del sistema productivo, a las condiciones de la globalización, a la debilidad del sindicalismo y a la crisis de representación política de los trabajadores. Que nadie olvide cómo se enfrentó a solas contra episodios bélicos y contra la construcción europea supeditada al euro. Que nadie la convierta en cursilón romanticismo lírico de clausura, a corregir mediante un irónico toque de realismo prosaicamente abierto a las necesidades actuales de las clases populares.

A los dirigentes de Podemos habrá que solicitarles que no empañen más lo que podría haber sido un camino de superación con el viejo sendero del sectarismo, aunque su aspecto adquiera ahora un aire de risueña popularidad. Habrá que advertirles que su realismo, en lugar de ofrecernos la oportunidad de un lenguaje ético común, pegado a las demandas concretas de la gente, puede convertirse en el sarcasmo lapidario de una moraleja. Sobre todo, habrá que rogarles que no acaben en una triste confusión entre acción y estilo, entre política y gesto, entre conducta y postura, entre argumento y consigna. Según Maeztu -un intelectual desdeñado, pero que analizó muy bien cuál había de ser el proyecto contrarrevolucionario en nuestro país-, el exceso de estilo de Valle Inclán acabó con la imaginación y la sabiduría del realismo español. Maeztu se refería a la obra novelística de Valle, no a su genial dramaturgia. Y Podemos, además de estar en peligro de hacer con la izquierda lo que Campoamor hizo con la poesía, está en riesgo de hacer con la unidad popular lo que Valle Inclán hizo con la narrativa. Lo que desea todo lo que se ha movido contra esta crisis tan significativa, tan eficaz al hablarnos de la intimidad del sistema; lo que desean las clases trabajadoras para cobrar forma política no es exhibición, sino representación. No es sublimación simbólica, sino realismo vinculado a la construcción de lo que está políticamente en ciernes, pero socialmente ya movilizado.

Cuidado con esa desmesurada confianza en los medios, en las redes, en la comunicación inmediata, en el mensaje corto, en la frase brillante y la sentencia ingeniosa. Cuidado con esa cosificación que convierte en materia de verbo fácil la experiencia social, pero que no emprende la tarea de construir el movimiento de clase en la vida cotidiana de la gente, en los lugares de trabajo, en las luchas vecinales, en la resistencia contra las tremendas reformas de la sanidad o de la educación. Cuidado con esa alienación que lleva a confundir la experiencia social con el modo de presentarla y la facilidad de que la acepten quienes aceptan comunicarla. Porque quizás se acabará por convertir un gran proyecto de cambio social en un mero estilismo rebelde, al que puede traducirse si no se apoya en movilización, organización e ideología que lo identifique. ¿Será mucho pedir que, a la luz de lo que estamos sufriendo, esta campaña sea aprendizaje de los errores de todos, desprecio del inmovilismo, cura contra la vanidad y deseo de construir un polo alternativo? ¿Será pedir demasiado que la novedad no sea interrupción y que la ambición de ganar envergadura no sea otra forma de adelgazamiento? ¿Será soñar en vano que el resultado de todo esto llegue a ser el primer paso de la unidad popular y no una derrota más en la necesaria vía de su construcción?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.