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¿Podrá Obama?

Fuentes: Rebelión

El enigma Obama se está desentrañando, al menos en política doméstica. Su presupuesto para 2009 lo presenta como un progresista dispuesto a echar por tierra el ciclo iniciado en tiempos de Reagan. La redistribución de ingresos desde los sectores más pudientes hacia los estratos medios y bajos de la sociedad. Su determinación en reformar la […]


El enigma Obama se está desentrañando, al menos en política doméstica. Su presupuesto para 2009 lo presenta como un progresista dispuesto a echar por tierra el ciclo iniciado en tiempos de Reagan. La redistribución de ingresos desde los sectores más pudientes hacia los estratos medios y bajos de la sociedad. Su determinación en reformar la sanidad pública haciéndola asequible a todos. Su énfasis en ampliar y mejorar sustancialmente la educación pública. Su claro propósito en enfrentar el cambio climático. En síntesis, un Presidente dispuesto a poner en marcha un nuevo ciclo de signo progresista.

Tan importante como el fondo es la forma. Y allí, Obama utiliza la crisis económica como oportunidad perfecta para arremeter con ventaja contra los inmensamente poderosos intereses creados que se oponen al cambio. Contando con el ariete de un gigantesco presupuesto de combate, necesario para superar la crisis, el inquilino de la Casa Blanca se dispone a derribar las murallas construidas por los grupos de presión. A su favor se encontrarían no sólo el dinero en grandes cantidades, sino la cohesión de su partido (con mayoría en el Congreso) y la disposición de la opinión pública a apoyarlo en esta empresa.

Una agenda de cambio que en cualquier otra circunstancia hubiese resultado utópica, luce al fin posible. Sin embargo, para entender contra que se enfrenta y visualizar la magnitud de las tendencias inmovilistas que lo resisten, es necesario hacer un recorrido detallado por las entrañas del sistema político norteamericano. Un sistema que ha llegado a transformarse en una descomunal receptoría de intereses creados.

¿Quién controla a la burocracia en los Estados Unidos?:

Comencemos por la burocracia. Esta se caracteriza por las rivalidades y resistencias presentes en su interior: rivalidad entre los diversos organismos burocráticos y común resistencia de éstos frente a la instancia jerárquica superior. En otras palabras, las múltiples «voces» del «coro» se enfrenta entre sí pero, simultáneamente, se enfrentan a quien las dirige. La esencia de este proceso dual tiene su origen en el paralelismo que tienden a establecer los organismos de la Administración Pública entre la propia identidad organizacional y el «interés público», es decir, por la convicción que tiende a desarrollar toda organización burocrática de que sus fines, o más exactamente la percepción que tiene de éstos, se corresponden a los intereses superiores del Estado. Cada organización procesa así la información que le es pertinente y ejecuta una gama de acciones en condiciones de cuasi independencia dentro de las amplias directrices de la política nacional. Este fraccionamiento de la actividad administrativa conduce inevitablemente al parroquialismo organizacional, pues cada organismo tiende a vivir al ritmo de sus propias rutinas y a observar el mundo a partir de un prisma extremadamente limitado.

Bajo el marco anterior, las rivalidades interinstitucionales y la resistencia a las interferencias políticas, aún cuando éstas provengan de la máxima instancia gubernamental, vienen a convertirse en algo inevitable. En la medida que cada segmento de la Administración Pública perciba sus fines como consustanciados con los del Estado mismo, resultará poco proclive a transar la realización de éstos. La competitividad frente a otros organismos de la propia Administración Pública responderá así a la doble necesidad de defenderse frente a la penetración de la «verdad» ajena al tiempo que se proyecta «la verdad» propia. En la medida que una organización logre «maximizar» su influencia sobre los acontecimientos ajenos y minimizar, al mismo tiempo, la influencia ajena sobre los propios, estará afirmando su propia identidad burocrática. Por otro lado, la resistencia a la instancia jerárquica superior se enmarca dentro de la antítesis funcional representada por el burócrata y el político. El primero viene a ser expresión del conocimiento especializado y, como tal, depositario de las herramientas que hacen funcionar a la Administración Pública. El segundo, en cambio, encarna la legitimidad del mando público emanada del voto popular. Sin embargo, para el burócrata el político encarnará los intereses subalternos del partidismo que deben ser siempre mantenidos a raya para preservar los intereses superiores del Estado.

Encontramos así los marcos paralelos, rivalidad interinstitucional y resistencia a la instancia política superior. Dentro del contexto de la realidad norteamericana actual ambos marcos asumen características bien definidas. En relación al primero, encontramos que los diversos organismos de la Administración Pública resultan poco proclives a colaborar entre sí. Cada uno de ellos, por el contrario, buscará incrementar sus ganancias individuales a expensas de los demás. Los procesos de toma de decisiones se ven sometidos a confrontaciones interinstitucionales caracterizadas por los elementos siguientes:

  1. Organismos que pugnan por expandir sus respectivos espacios territoriales.

  2. Preeminencia de los problemas burocráticos sobre los problemas sustantivos.

  3. Tendencia a la microvisión en el tratamiento de los problemas sustantivos.

Lo anterior significa, pura y simplemente, que estamos en presencia de un juego cuyo premio está constituido por la expansión de los propios espacios territoriales, cuya naturaleza es eminentemente intraburocrática y cuyas bazas están conformadas por los problemas sustantivos (que inevitablemente se constituyen en factores secundarios dentro del proceso).

Ahora bien, si las rivalidades burocráticas conllevan a la mediatización permanente de las políticas públicas, cabría preguntarse en qué medida el Presidente de los Estados Unidos puede combatir esta anomalía. Esto nos lleva al segundo de los problemas planteados anteriormente: la resistencia burocrática frente a la instancia político-gubernamental.

El Presidente dispone de la capacidad de designar a las cabezas de las organizaciones burocráticas. No obstante, una vez colocados a la cabeza de las respectivas baronías, los «hombres del Presidente» habrán de sufrir el embate, siempre tan soterrado como persistente, de las organizaciones burocráticas cuya titularidad ejercen. Como resultado de las técnicas usuales de «bloqueo» administrativo, estos altos funcionarios pueden ver diluir sus parcelas formales de poder hasta el límite mismo de la impotencia. Como seres humanos al fin y al cabo estos «barones» estarán tentados a buscar alguna fórmula de compromiso con sus propios «siervos», a objeto de alcanzar una base efectiva de poder. La fórmula más corriente en este sentido es la de forjar una alianza con sus vasallos, por intermedio de la cual el «barón» pasa a acatar la subcultura organizacional imperante y a hacerse portavoz de las exigencias y planteamientos de la propia organización. En retribución a esta subordinación a las pautas y valores del «feudo», el «barón» obtendrá un mandato real proveniente de la única fuente efectiva de poder: la propia organización. En el argot político de Washington este proceso es conocido bajo el calificativo de «indianización». Quien se pliega a su propia organización se estaría haciendo, de acuerdo a ese mismo argot, un «nativo». Tal como señala Hugo Heclo: «La burocracia es capaz de generar su propio poder a través de su habilidad para prestar o resistirse a prestar obediencia, asesoría e información. Sus circuitos están firmemente basados en lealtades dirigidas hacia su interior… y no hacia los líderes del día. La esencia del poder burocrático reside precisamente en esta capacidad de determinar si se ofrece servicio o resistencia a los líderes políticos».i La prestación de «servicio» a los «líderes del día» asume sin embargo, como ya vimos, un precio muy concreto: la «indianización». No en balde los Secretarios y los Directores de las Agencias Federales defienden con tanto ahínco los puntos de vista sustentados por los organismos a su cargo.

La atomización del Congreso:

Sin embargo, junto a la atomización burocrática, encontramos a la atomización congresional. Los años setenta del siglo pasado trajeron consigo una marcada transformación de las reglas de juego y de los procesos de toma de decisión prevalecientes en el Congreso. El grado de centralización política existente en dicha institución, hasta ese momento, permitía forjar amplios consensos funcionales. El alto nivel de interlocución y negociación depositado en el «Speaker» de la Cámara de Representantes, así como en el Líder de la Mayoría en el Senado, resultaba de máxima significación. De igual forma, el nivel de representatividad evidenciado por los líderes de la minoría parlamentaria y por los presidentes de los Comités en ambas Cámaras, era bastante elevado. En palabras de Alvin Paul Drischler: «Las relaciones entre las ramas ejecutiva y legislativa en asuntos de política exterior eran manejadas por un pequeño círculo personalizado de consulta. Cuando Dean Rusk era Secretario de Estado en… los sesenta, sólo tenía que hablar con el presidente de la Cámara de Representantes… y con otros seis senadores para asegurar el éxito de cualquier iniciativa… Los ‘grandes’ del congreso cumplían con lo pactado y de este modo producían un mecanismo fácil y efectivo… en materia de política exterior».ii Todo ello permitía que se generaran acuerdos aptos para conformar diseños políticos racionales y ambiciosos.

A partir de los años setenta todo cambiará .Tal como lo señalaba Lloyd N. Cutler: «Mi planteamiento es que resulta imposible para cualquier Presidente o para la Mayoría en cualquiera de las dos Cámaras del Congreso, obtener un programa balanceado por intermedio del proceso legislativo… El Presidente no puede respaldar el paquete que emerge del Congreso; ese no es su programa. No es tampoco el programa de la Mayoría Legislativa. Es, por el contrario, un programa resultante de un conjunto de mayorías autónomas… que persiguen cada una por separado y de manera casuística sus propias políticas (…). Es imposible tener un presupuesto balanceado cuando ninguno de los 535 miembros del Congreso asume sus responsabilidades. Todos quieren un presupuesto menor pero sobre la base de obtener más para los programas propios y menos para los programas ajenos (…). No se trata de que el programa A resulte mejor que el programa B, no se trata de que obtener más gastos de defensa y menos de seguridad social sea mejor que obtener más seguridad social y menos gastos de defensa, no se trata de que tengamos mayor o menor intervención del gobierno federal. Se trata de que le dé una oportunidad al programa de ‘alguien’. Lo que tenemos hoy en día es el programa de ‘nadie’. Nadie está dispuesto a asumir la paternidad de los paquetes que emergen del Congreso».iii

El grado de atomización presente hoy día en esta institución es tal que no resulta posible imprimirle ningún tipo de orientación definida a los procesos legislativos. Los productos de allí resultantes constituyen una acumulación de disposiciones contradictorias, cada una apuntando en un sentido distinto y respondiendo a intereses creados de la más variada naturaleza. En definitiva, impera una total anarquía dentro de la cual 100 Senadores, 435 Representantes, decenas de Comités y centenas de Subcomités, oscilan egoístamente al ritmo de sus propias melodías. Un día el Congreso pasa una ley solicitando un presupuesto balanceado; al día siguiente eleva el techo de la deuda federal para añadir más tajadas donde cortar. Un día una resolución busca reducir la carrera armamentista y, al siguiente, aprueban miles de millones de dólares para el desarrollo de un nuevo sistema de armamentos.

Bajo el sistema impuesto a partir de los setenta el poder efectivo descendió de nivel, pasando de los Comités a los Subcomités. Tal como lo señalaban Steven S. Smith y Christopher J. Deering: «El ‘gobierno de los Subcomités’ ha reemplazado al ‘gobierno de los Comités’… El ‘gobierno de los Subcomités’ existe cuando la responsabilidad básica de la actividad legislativa tiene lugar, no en una reunión de Comité en pleno, sino en una reunión de un Subcomité mucho más pequeño adscrito a ese mismo Comité. Las decisiones del Subcomité son vistas, entonces, como las decisiones autorizadas en la materia». iv

Estos nuevos centros -los Subcomités- tendieron a monopolizar celosamente pequeñas parcelas de actividad. Más de trescientos Subcomités, actuando cada uno con absoluta independencia de criterio y siendo considerados como «autoridades» en sus respectivas parcelas de actividad, generan inevitablemente un poderoso impulso centrífugo. Máxime cuando a tales parcelas se corresponden intereses sectoriales muy concretos que pugnan por la satisfacción de sus necesidades a expensas de los demás. La microvisión y el espíritu parroquial vienen así a sustituir a la perspectiva de conjunto y los egoísmos sectoriales pasan a ser privilegiados a expensas del ánimo conciliador e integrador. Concurrentemente a lo anterior vino a producirse una marcada tendencia a la superposición temática. Dado, en efecto, que casi cualquier materia puede ser tratada desde ángulos diversos, es muy frecuente que un mismo problema incluya facetas que caigan dentro de las esferas jurisdiccionales de diversos Subcomités. De existir una adecuada coordinación temática ello no resultaría un problema mayor, pero ante la combinación de la ausencia de canales coordinadores y de la absoluta autonomía de acción, el resultado inevitable es el caos. Los tratamientos contradictorios a un mismo problema pasan a constituirse así en una anomalía institucionalizada.

De manara paralela al atomización del proceso legislativo encontramos dos fenómenos que no sólo han ayudado a consolidar ese fenómeno, sino que lo han exacerbado en grado extremo. De un lado, la sustitución de los canales formales de coordinación legislativa por canales informales representativos de intereses sectoriales. De otro lado, la emergencia de los Comités de Acción Política como brazo armado de los grupos de interés. El denominador común, en ambos casos, ha sido el incremento exponencial del poder de los grupos de presión por sobre la acción legislativa.

En respuesta a las reformas descentralizadoras que tuvieron lugar en el Congreso en los años setenta, se produjo la aparición de un impresionante número de asociaciones informales cuyo objetivo era el de agrupar, en unidades diferenciadas, a los legisladores con áreas de interés común. Conocidas bajo el calificativo de Organizaciones de Servicios Legislativos, este tipo de agrupaciones perseguía, efectivamente, aglutinar en entidades individualizadas a todos aquellos miembros del Congreso que evidenciasen intereses convergentes.

En la actualidad encontramos decenas y decenas de asociaciones de esta naturaleza, que representan a sectores económicos, renglones productivos regiones del país, grupos étnicos o posiciones ideológicas. Se da así la presencia de agrupaciones económicas sectoriales tales como el «Caucus Rural», el «Caucus Portuario», el «Caucus del Acero» o el «Caucus Textil»; agrupaciones ideológicas conservadoras o liberales tales como el «Foro Democrático Conservador» o el «Grupo de Estudios Democráticos»; agrupaciones étnicas tales como el «Caucus Hispano» o el «Caucus Negro»; agrupaciones centradas en tópicos específicos como la «Conferencia de Estudio Energético y Ecológico». Y así sucesivamente. Las asociaciones anteriores han emergido como factores de reforzamiento grupal que proporcionan a sus integrantes un definido sentido de identidad y de misión. Se convierten, así mismo, en redes flexibles de comunicación e interacción entre los legisladores y los grupos de interés.

De tal manera, el vacío dejado por los canales tradicionales de coordinación pudo ser llenado por las Organizaciones de Servicios Legislativos. No obstante, la distinción existente entre unos y otros canales resulta fundamental. En efecto, mientras los primeros tendían hacia la centralización del conjunto, los segundos tienden hacia la independencia funcional de los centros autónomos. Mientras los primeros actuaban como vehículos de coordinación global, los segundos actúan como vehículos de coordinación sectorial. En definitiva, los intereses sectoriales tienden a prevalecer abiertamente, por esta vía, sobre los intereses colectivos.

¿Quién controla a los Senadores y Representantes?:

Por otro lado encontramos la acción de los Comités de Acción Política, mejor conocidos por sus siglas PAC, cuyo objetivo es el financiamiento de las carreras de los miembros del Congreso. Tal como lo señalaba William J. Keefe: «La mayoría de los miembros del Congreso consiguen ser elegidos sobre la base de su propio esfuerzo, formando sus propias organizaciones electorales, recaudando ellos mismos el dinero para sus campañas y creándose sus propios apoyos políticos. Su éxito como empresarios políticos individuales les ha habituado a la necesidad de proteger sus propias carreras».v En la medida que la tecnología fue invadiendo el terreno electoral y el acceso a la televisión se convirtió en un requisito indispensable para el éxito, las maquinarias partidistas no sólo se fueron quedando desplazadas sino que resultaron impotentes para hacer frente a los altos costos involucrados. Se vieron así obligadas a replegarse permitiendo un mayor nivel de iniciativa individual a los candidatos. Optar a un cargo electivo significaba disponer de los recursos necesarios para contratar a una legión de especialistas: en medios de comunicación social, en correspondencia computarizada, en estadísticas, en encuestas, en redacción de discursos y hasta en cosmética.

Precisamente en respuesta a esta nueva realidad, y en virtud de sus déficits crónicos en materia de financiamiento electoral, los Demócratas que controlaban por amplia mayoría ambas Cámaras decidieron aprobar, en 1974, una reforma al sistema electoral. Se inició allí un proceso -que habría de incluir reformas adicionales en 1976- llamado a transformar radicalmente las reglas del juego electoral. Mediante estas nuevas medidas en materia de financiamiento electoral, se abrió la puerta para que cualquier grupo de interés pudiese formar organizaciones destinadas a financiar y a apoyar campañas políticas. Estas organizaciones, los PAC, podían no sólo sufragar gastos de campaña sino, a la vez, prestar toda la asesoría y la ayuda logística y operativa requerida en relación a éstas. Las mismas, en pocas palabras, podían realizar todas aquellas actividades que hasta el momento habían constituido patrimonio exclusivo de los partidos. Valga agregar que los PAC no aparecieron con las reformas del año 74, pues su existencia se remota a los años cuarenta. Sin embargo, su actividad originaria estaba circunscrita a los sindicatos laborales.

Los presupuestos de los PAC se encuentran conformados por contribuciones individuales. Así por ejemplo, un Comité de Acción Política fundado por una gran corporación no podrá recabar su capital por vía de los fondos corporativos. Deben ser los empleados de la compañía los que contribuyan -usualmente por vía de deducciones mensuales a sus sueldos, extraídas de manera tan sutil como imperiosa- al presupuesto del PAC. La directiva de la corporación será, por su parte, quien decida cuales serán los candidatos que habrán de beneficiarse de las correspondientes donaciones. Ello, por supuesto, a espaldas de los propios empleados. Legalmente, las contribuciones directas que un PAC puede hacer a cada candidato no pueden exceder de la suma de cinco mil dólares. Esta limitación carece, no obstante, de significación real. El límite de cinco mil dólares por candidato aplica únicamente a las llamadas «contribuciones directas», es decir, aquellas en las que ha habido concertación previa entre el PAC y el candidato. Cuando las mismas son indirectas no existe límite alguno con respecto al monto del donativo electoral. En la práctica prevalecen estas últimas a partir de concertaciones tácitas y no expresas. Caso típico en tal sentido sería un record de votación «complaciente» en el Congreso que se vea recompensado con una jugosa contribución. Así las cosas, un legislador que sistemáticamente vote a favor de la industria de la construcción, recibirá infinidad de contribuciones electorales provenientes de los innumerables PAC que existen en este sector.

La naturaleza de la presión ejercida por los PAC resulta, sin embargo, inversamente proporcional a la que antiguamente provenía de los partidos. Mientras el mayor nivel de disciplina partidista, anteriormente imperante, actuaba como factor de centralización e integración de intereses diversos, la influencia que hoy ejercen los Comités de Acción Política actúa como elemento de atomización y dispersión. Dentro del orden de cosas prevaleciente en nuestros días, un congresante exitoso será aquel que logre encontrar y aferrarse a una parcela de actividad legislativa bien cotizada por los grupos de interés. Usualmente tal parcela se corresponderá con los intereses más poderosos presentes en su propio Estado o Distrito Electoral. En palabras de Thomas Dye y Harmon Zeigler. «El electorado que importa a un legislador está constituido por las élites activas y con recursos de su Distrito o Estado. En un medio agrícola, serán los productores agrícolas… En el Suroeste serán los productores petroleros o los rancheros. En los Estados Montañosos serán los intereses mineros; en la parte superior de Nueva Inglaterra serán los intereses madereros, pesqueros y del granito; en la parte central de Pennsylvania serán los intereses siderúrgicos.vi La presencia de los procesos anteriores ha hecho del Congreso no sólo un cuerpo atomizado sino, a la vez, una institución «capturada».

Los todopoderosos «triángulos de hierro»:

Tal como lo hemos podido comprobar, entonces, de un lado se presenta una burocracia fraccionada y dispersa y del otro un Congreso igualmente atomizado. Lado a lado coexisten así multitud de pequeños centros de decisión autónomos. Junto a ellos aparecen a su vez los numerosos grupos de interés. Lógicamente, las esferas de actividad sectorial de estos tres mundos diversos tenderán a coincidir en un sin número de instancias. Cuando ello ocurre la interacción entre ellos resulta poco menos que inevitable. En el interior de estos enclaves de actividad focalizada se generará una fluida interacción que dará origen a lo que ha dado en llamarse «triángulos de hierro». Cada uno de los integrantes de este triángulo está en la posibilidad de aportar al conjunto algo que los demás requieren, lo que los transforma en circuitos funcionales abocados a un proceso de satisfacción de sus necesidades respectivas. De esta manera se desarrolla no sólo una clientela de intereses creados, sino también estructuras políticas independientes, dotadas de competencias administrativas y legislativas a la vez que de una clientela de intereses creados propia.

En palabras de Kenneth J. Meier: «Juntos Congreso, grupos de interés y organismos burocráticos disponen de los recursos necesarios para satisfacer sus respectivas necesidades. Los organismos burocráticos proveen a los grupos de interés con los servicios y bienes que éstos requieren, pero para ello necesitan de recursos económicos. Los Comités y, básicamente, los Subcomités del Congreso se encargan de aportar tales recursos, pero para esto sus integrantes necesitan a la vez garantizar su permanencia en el Capitolio y obtener respaldo para ganar las disputas congresionales. Los grupos de interés proporcionan a los legisladores el apoyo que éstos requieren, pero para ello necesitan, por su parte, que los organismos burocráticos aporten los bienes y servicios exigidos para satisfacer las demandas de sus miembros. El resultado de esto es una relación tripartita que dispone de todos los recursos exigidos para operar aisladamente del resto del sistema político».vii Por su parte, es importante insistir que los miembros de este triunvirato no se enfrentan entre sí sino que se convierten en aliados para enfrentar a sus respectivos enemigos. En efecto, como lo apuntan Dye y Zeigler: «Debe destacarse que las partes no compiten aquí. Por el contrario, las agencias burocráticas, los subcomités congresionales y los grupos de interés se unen y cooperan entre sí» viii

La dinámica del proceso anterior es simple. Inicialmente encontramos a un conjunto de organizaciones burocráticas que han sido creadas con el objeto de supervisar o regular una determinada actividad económica. Allí se encontrarían, por ejemplo, una Junta de Reserva Federal encargada de supervisar las actividades de los bancos que integran el llamado Sistema de la Reserva Federal, o un Departamento de Agricultura que supervisa los mercados agrícolas, o una Comisión de Comunicaciones Federales que regula las actividades interestatales de radio, telefonía, televisión y telegrafía, o una Comisión de Regulación Nuclear que regula el uso civil de la energía nuclear y otorga licencias para la operación privada de plantas nucleares, o una Comisión de Comercio Federal que regula las actividades de comercio interestatal y así sucesivamente. Cada una de estas actividades se identifica, como podemos observar claramente, con un sector específico de la vida económica estadounidense. Como es de suponer la interacción permanente entre el organismo regulador o supervisor y los intereses regulados o supervisados termina por generar vínculos estrechos entre ambos. La conformación del binomio burocracia-grupos de interés no sólo se da, sin embargo, dentro del contexto de actividades económicas reguladas, también puede darse con cualquiera de las tres funciones políticas básicas efectuadas por la burocracia: distribución, regulación y planificación. Allí caen desde el otorgamiento de contratos hasta los estímulos e incentivos federales.

Ahora bien, este binomio resulta incompleto a los efectos de garantizar una verdadera autonomía operativa funcional. Es necesario, en efecto, que entre también en escena el actor faltante: el Congreso. Este cumple, desde luego, un papel fundamental. A él le corresponde aprobar el presupuesto anual de los órganos de la burocracia federal así como efectuar la supervisión de sus actividades. No obstante, cuando nos referimos al Congreso debemos recordar que éste se encuentra por entero atomizado. Bajo tales circunstancias, a cada centro autónomo del Congreso le corresponderá velar por aquel particular sector de la burocracia que cae bajo su jurisdicción. En otras palabras, los legisladores tienden a buscar la consolidación de su influencia sobre aquellos sectores de la burocracia que caen bajo su jurisdicción.

Por su parte, el rol de los grupos de interés resulta de máxima importancia dentro de este trípode. Dentro de la noción de la teoría de la «captura», a la que hacíamos referencia, quedaba claro que los grupos de presión se transformaban en los beneficiarios de la actividad burocrática. No obstante, para poder cumplir adecuadamente con esta labor de apoyo, la burocracia requería de los recursos presupuestarios que le brindaba el Congreso. A los grupos de interés corresponde, finalmente, cerrar el triángulo mediante el respaldo brindado a los Senadores y Representantes. Esto es, a «su» fracción de Congreso representada por todos aquellos legisladores que, situados en posiciones aptas para satisfacer sus intereses, se benefician de sus generosas contribuciones. Caemos así en el terreno de acción propio de los «lobbies» y de sus brazos armados los PAC.

Así las cosas, los segmentos coincidentes de la burocracia, el Congreso y los grupos de interés, tenderán a integrarse en la conformación de bloques orgánicos dentro del cual cada uno le rasca la espalda al otro. Se generarán, de esta manera, numerosos «triángulos de hierro» cuya homogeneidad de rasgos y eficacia funcional contrastarán radicalmente con la anarquía y la ineficacia imperante dentro del marco global del sistema político-institucional norteamericano.

El hecho mismo de que estas receptorías de intereses creados que son los triángulos de hierro puedan satisfacer autónomamente sus respectivas necesidades, es lo que los hace tan poderosos y tan poco permeables a las presiones provenientes del exterior. Frente a ellos se estrella una y otra vez el poder de la Casa Blanca, pues constituyen circuitos cerrados dentro del sistema político con inmensa capacidad para resistir las presiones provenientes desde afuera.

Conclusión:

¿Resultará posible para Obama prevalecer contra la gigantesca maraña de intereses creados que confronta? Lo cierto es que la carrera de Obama ha estado cargada de imposibles que ha logrado superar. De hecho, pocos actos han resultado tan quijotescos en la historia reciente como el lanzamiento de su candidatura presidencial. Teniendo como única experiencia política relevante un par de años en el Senado, siendo miembro de una minoría y careciendo de maquinaria o recursos, éste decidió enfrentarse a la todopoderosa y multimillonaria maquinaria Clinton. Sin embargo, ganó la candidatura demócrata, para luego prevalecer contra un partido como el republicano que había ganado siete de las últimas nueve elecciones presidenciales. De alguien poder prevalecer contra la feroz resistencia al cambio, la burocracia insumisa, el congreso «capturado», los grupos de presión y los todopoderosos «triángulos de acero», sería precisamente alguien como él.

Sobre todo que a sus características personales, de entre las cuales sobresale una oratoria del más alto calibre, se le unen circunstancias históricas excepcionales. Estas, que podrían amilanar a cualquier figura de menor estatura, se transforman en la oportunidad propicia para conjugar el manejo de ingentes cantidades de dinero, la movilización de la opinión pública y el control de la fracción parlamentaria de su partido.

De Obama lograr sus objetivos, no sólo iniciará un nuevo ciclo histórico progresista sino que se transformará en uno de los grandes Presidentes de su país.

Los próximos meses brindarán un espectáculo apasionante para los estudiosos de la política estadounidense.

i A Government of Strangers, Washington D.C., The Brookings Institution, 1977, p.7

ii «El Congreso y la Política Exterior», Facetas, Número 77, Washington D.C., Marzo 1987, p.p. 18 y 19

iii President Vs. Congreso, Washington D.C., The Brookings Institution, 1980, p.p. 5, 13 y 17

iv (Comités in Congreso, Washington D.C., Congressional Quarterly, Inc., 1984, p. 125).

v («El Congreso y el Pueblo Norteamericano», Poder, Sociedad y Estado en USA, Barcelona, Editorial Teide, 1985, p. 107).

vi …».(The Irony of Democracy, Monterrey, Cal., Brooks & Cole Publishing Company, 1987, p.p. 107 y 108)

vii (Politics and the Bureaucracy, North Sitúate, Mass., 1979, p. 51)

viii (Op. cit., p. 307).

*Diplomático y académico venezolano. Embajador de su país en Madrid y anteriormente en Washington, Londres, Dublín, Brasilia y Santiago de Chile. Autor de dieciséis libros en política internacional.