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Testimonio de una inmigrante indocumentada en EE.UU.

Post frontera (ll)

Fuentes: Rebelión

¿Vida saludable para el indocumentado? ¿En dónde? En Estados Unidos es inexistente.

País de llegada: auto-castigo

Me llevó años procesar lo vivido en la frontera. Una rotunda negación al país de llegada, a la cultura, al ambiente, a la frialdad de las personas, un desconcierto total. Ajena y fuera de órbita por no saber el idioma, una completa extraña hasta con la misma gente guatemalteca emigrada. Cómo olvidar la bienvenida; un puñado de guatemaltecos conocidos de mi hermana me dijeron que cuando ella me llevó a presentarme: ¡bienvenida a Estados Unidos, ya estás fuera de Guatemala! Jolgorio que sentí como bofetada en mi identidad. Abrazos falsos y miradas meticulosas que estudiaban mi cuerpo, mi rostro, mi forma de vestir.

Recuerdo que me ofrecían regalados billetes de dos dólares como en limosna para que comprara tarjetas telefónicas y que llamara a mi país cuando me sintiera sola, no los quise recibir pero mi hermana me obligó me dijo que no podía ser descortés, yo argumenté que por dos dólares que regalaran después quién les iba a callar la boca alardeando que me dieron dinero cuando recién llegada. Los recibí obligada y lo que yo dije sucedió.

Me dijeron también que en dos años se me olvidaría Guatemala y la nostalgia. Ya llevo diez y la memoria no me ha traicionado. Fui un total fracaso ante los conocidos latinoamericanos que habían escuchado en boca de mi hermana que yo era alegre, bromista, carismática y atleta. Un persona desconocida con el mismo nombre de su hermana fue la que llegó a Estados Unidos, la otra, la antigua, la humorista había desaparecido. Llegó una gruñona, silenciada y enfadada. Por si fuera poco a cada tanto tenía que estar contando de mi travesía, porque cada grupo nuevo quería saber cómo me había ido pero, cuando yo les preguntaba a ellos de sus travesías salían por la tangente y hablaban de sus carros de último modelo, algunos de sus casas, de sus cuentas bancarias, (quienes ya tenían la estadía legal en el país) decían que eso era la importante. La mayoría trabajaba en mantenimiento de oficinas, casas, jardines, centros comerciales. Otros en construcción. La mayoría también vivía en apartamentos, amontonados hasta en la cocina. ¿Vida saludable para el indocumentado? ¿En dónde? En Estados Unidos es inexistente. ¿Comodidad? ¿Cuál?

De mi travesía conté muy poco y guardé lo trágico que decidí beberlo a sorbos. Si de todas formas de haberlo contado como sucedió lo más que hubieran dicho: ¡ay, Dios la guardó¡ ¡Ay, pobre la muchacha!¡La sangre de Cristo tiene poder! ¡Diga que está viva! Supe de un caso de una muchacha de El Salvador que llegó a Illinois en la misma semana en que llegué yo, a ella la violaron en la frontera y quedó embarazada y resulta que el tío que la estaba esperando cuando se enteró que estaba preñada la agarró a golpes y la tildó de ofrecida, la sacó a la calle y la muchacha tuvo que buscar otro lugar donde vivir. A mis familiares en Guatemala también les dije muy poco, ¿para qué angustiarlos? ¿Para qué amargarles la vida? Ya estaba aquí y eso era lo importante.

Para los capitalinos guatemaltecos yo hablo como si fuera del monte y nadie me cree que crecí en la capital, para los jutiapanecos no soy de oriente porque no hablo como ellos. Nunca he sido de ningún lugar probablemente, migrante desde siempre, saltando de cerco en cerco.

Lo primero que me dijeron cuando comencé a contar la historia de mi travesía fue: pero usted no habla como capitalina, habla gritado. A ellos realmente no les importaba la historia de mi travesía sino mis modales de capitalina, las fisuras para tener dónde descascararme, el pie de apoyo para dar ahí el golpe certero, para que cayera al igual que ellos cuando recién llegados. Resultó que todos tenían títulos universitarios en sus países de origen y los que no tenían se los inventaban. Porque lo que querían era demostrar que eran más letrados que yo, yo que me presenté como vendedora de helados. Se ensancharon cuando dije que vendía en un mercado, eso les dio la razón a sus argumentos de la inexistencia de modales capitalinos en mi persona. Se sintieron superiores, muy superiores. Yo recién llegada, con una mano adelante y otra atrás y ellos ya establecidos y con el pensamiento de quien es dueño de la parcela a donde el mozo a trabajar. Me restregaban el inglés en la cara sabiendo que yo no lo entendía y que solo latinos habíamos en el lugar.

Tengo un defecto considerable: soy transparente al extremo y digo las cosas tal y como las siento, no las estudio, no las adorno y no me preocupa si serán dardos, navajas o caricias, la forma en que las personas las reciban no es asunto mío.

El problema es que pido la misma transparencia y eso es muy difícil de encontrar, es ahí cuando me doy de cabeza en pared porque vivo en una burbuja que nadie entiende. El aparentar, fingir, alardear de lo que uno no tiene, de lo que no es, me desespera y me es muy difícil compartir con personas que tengan esto como valores de vida y lamentablemente es la mayoría y en este país más, porque quien viene quiere demostrar a toda costa que logró salir adelante, que logró triunfar pero, ¿qué es triunfo? ¿Qué es el éxito? Quieren restregarles en la cara a los que se quedaron en el país de origen que, logró conquistar el tan comercializado sueño americano. Toparme con esto, con lo estrafalario, lo plástico y carente de humanidad me hizo odiar más el país de llegada.

Estaba en un lugar donde no ofrecían ni un vaso de agua contimás dejarte pasar a su casa e invitarte a una taza de café. ¿Qué había sucedido con los guatemaltecos? ¿Qué les había hecho la migración? Nosotros no somos así, en mi terruño somos cálidos, amigables pero aquí se transforman. Ahora pasados los años entiendo los porqués pero en aquel momento fui incapaz.

Mi hermana al tercer día de llegada me inscribió en el gimnasio porque era invierno y no se podía hacer nada al aire libre, hasta el día de hoy me hacen bromas con la muchacha con la que rentamos el apartamento, íbamos en el carro de mi hermana y ellas entraban y yo me quedaba sentaba en el sillón y no entraba, ellas decían que berrinches tenía pero yo comenzaba con mi auto-castigo me odiaba por haber sobrevivido la frontera y comencé a herirme en donde más me dolía: mi pasión por el deporte.

Fueron tres años en las mismas, todas trabajábamos en el sector y nos íbamos y regresábamos en el carro de mi hermana el gimnasio quedaba en el camino y rutinariamente me quedaba sentada en el sillón o entraba y me sentaba en una banca, veía a las personas sudar y quemar calorías en las máquinas muy parecidas a las que yo en la Federación de Pesas en Guatemala trabajé mis músculos. Me negué a practicar deporte aunque los fines de semana trabajaba como árbitra de fútbol pero me despreocupé de mantener mi condición física y adrede hubo un desorden en mi alimentación que me hizo subir cuarenta libras de sobrepeso, nunca en mi vida yo había descuidado mi alimentación desde que empecé en el deporte, era prioridad en mi vida hasta que emigré y me odié y me castigué.

Ay, lo que me dolía el alma no hacer deporte era como clavarme un alfiler en la yema de un dedo y darle vuelta y seguir con el otro y el otro hasta pasar por los de las manos y los pies. La fascinación no era la sangre sino el dolor. Así fue con mi renuncia al deporte, subiendo de peso y yendo al gimnasio para verme sentaba en una banca y odiarme más y más para hacer de la hiel que me dejó la frontera, el oxígeno que respiraba.

Nadie ha creído en mi adicción al alcohol porque no tomaba fuera de mi casa, y porque el amor al deporte era la disciplina que me mantenía viva, tenía cuerpo de atleta, respondía perfectamente a las pruebas físicas y médicas, ¿cómo era posible esto en una alcohólica? ¿Ésta energía? Es un ímpetu extraordinario que saca a flote la esencia del ser humano que todos tenemos pero que pocos conocemos porque no todos hemos conocido la adversidad y bregado en ella por largo tiempo.

Mi otro auto-castigo fue el alcohol, durante cinco meses no tuve trabajo fijo porque era invierno y porque no hablaba inglés, ni siquiera lo básico. Yo no sabía ni decir hola, en inglés. Y como los miles de indocumentados yo también vine con una carga económica a cuestas, el dinero que mi hermana prestó para mi viaje que fue de nueve mil dólares y aparte la responsabilidad de mandar para la educación de mis hermanos, yo no he parido de mi propio vientre y no creo que lo haga pero soy mamá de crianza desde niña y eso convirtió mis remesas en amor puro -el de siempre- , amor de miles que otros miles en los países de origen en su mayoría no saben valorar. Y no lo digo como un reclamo familiar sino porque es la realidad de millones en el mundo entero.

No nos da tiempo de asimilar el paso de la frontera porque los gastos y las cuentas y los cobros están pendientes y de eso hay que salir lo más pronto posible para no pagar cuotas extras aunque siempre los usureros allá y aquí se aprovechan de las circunstancias.

No podemos tener tiempo para ir a la escuela a estudiar inglés básico porque tenemos hasta tres turnos en el trabajo para lograr sacar algo de dinero, caso contrario sucede con asiáticos y europeos que no vienen con esa carga del latinoamericano. Entonces nos hacemos a un lado como personas y nos convertimos en máquinas de trabajo haciendo dólares para enviar al país de origen y cumplir con los gastos. ¿Quién agradece? ¿Quién lo valora? ¿Quién piensa en el que emigró? ¿Dónde duerme? ¿Qué come? ¿Estará bien de salud? Al país de origen solo llegan los dólares, papel verde que compra zapatos y comodidades pero que también le seca el corazón a quien en ese papel verde envía el alma entera.

Cuando comencé a trabajar hice una hoja repartiendo los gastos y las cuentas por pagar y me sobraba para la cerveza y ahí me lo gastaba, bebía de lunes a domingo y eso me servía de tranquilizante momentáneo porque tampoco podía dormir porque las pesadillas no me dejaban. Regresaba del trabajo me encerraba en el cuarto que compartía con mi hermana y me bajaba la caja de cervezas, me acostaba pero a la media noche despertaba dando gritos y lanzando puñetazos, sudando frío y temblando, viendo el techo del cielo falso del apartamento me daba la alborada, me levantaba y me iba a trabajar, de regreso por la tarde otra vez la caja de cerveza.

Cada domingo íbamos con mi hermana a poner las remesas, ajustando para pagar el envío para no desajustar el total que recibirían en Guatemala. Es ésa responsabilidad, la carga económica -que no nos pertenece y que nos echamos encima por patrones de crianza y por conciencia y por alto grado de imbecilidad – el amor lo que no nos deja desistir a los migrantes sin documentos.

Nuestra vida se vuelve añicos pero la remesas no faltan, puntualmente llegan aunque lo que lleven sean los puros huesos, las puras cenizas, el pellejo curtido de quien se fue, y aun así hechas tirones se han transformado en amor, amor del bueno, del leal.

Así comenzó mi auto-castigo que duró cinco años, totalmente oscuros, en los que caí en un profundo abismo del que creí que nunca iba a salir, así viví los inicios en el país de llegada. 

(Continúa)

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.