Traducido del inglés para Rebelión por Silvia Arana
Una vez descendí en balsa por el río del Gran Cañón del Colorado, en un viaje que compartí con un hombre agradable y de buen humor, que estaba a cargo de una plataforma petrolera en el golfo de México. Le gustaba hablar en contra de Nancy Pelosi, que acababa de ser nombrada presidenta del Congreso. Un día le dije que a mí tampoco me gustaba Pelosi porque sus posturas sobre diversos temas eran muy de derecha. El hombre quedó anonadado; en su imaginario, Pelosi era la definición de la capa exterior más izquierdista del universo, más allá de la cual no existía nada.
Cuando el empresario petrolero no estaba navegando, vivía en Colorado Springs; yo, en San Francisco. Tan solo por la geografía, éramos especies exóticas el uno para el otro. Y además, el viaje fluvial ocurrió en un período de 2009 cuando yo tenía la costumbre de comentarle a desconocidos, con cierta frustración, que las personas de mi ciudad podían ser tan cerradas como las de cualquier comunidad de derecha. Vivíamos en nuestras respectivas burbujas, predicando a los convencidos; y yo buscaba un cambio sustancial. Sin embargo, mis conversaciones en la balsa no fueron particularmente esclarecedoras. Disfruté del lenguaje coloquial del petrolero de Texas, y hallamos una coincidencia en nuestro aprecio compartido por los bizcochos de yogurt, pero ninguno de los dos cambió los puntos de vista del otro sobre la industria del petróleo, ni intentó hacerlo, y quizás sea por esto último que el encuentro me haya dejado un recuerdo agradable.
La frase «preaching to the choir» [1] significa expresar ideas con un tono intimidante y esgrimiendo argumentos con los que la audiencia ya está de acuerdo; esta tendencia a denunciar a los otros como una manera de reafirmar las propias virtudes suele ser un pecado común de los progresistas. Pero la frase también puede ser usada en un sentido más amplio para desvirtuar, o desestimar, conversaciones entre personas que tienen puntos de coincidencia. La frase implica que el trabajo político debe ser fundamentalmente evangélico, incluso misionero, y que el mandato es salir a convertir a los paganos, puesto que conversar con aquellos con los que compartimos ideas no conlleva ningún logro. Pero solo los más pacientes y habilidosos son capaces de modificar las opiniones de aquellos con los que tienen desacuerdos profundos. ¿Y no se obtiene nada cuando a uno le predican ideas con las que está de acuerdo o se reúne con los que piensan igual? Entonces, ¿para qué vamos a la iglesia si no es para cantar, rezar, calmar nuestros espíritus, ver a nuestros amigos y escuchar el sermón?
Le pregunté qué pensaba de esta frase a Katya Lysander, cantante de música antigua y moderna de Europa del Este en un coro de Chicago, quien señaló que en el servicio religioso de una iglesia (protestante) hay cuatro tipos de audiencia: congregación, coro, predicador/a y Dios. Si un pastor predicara al coro estaría mirando hacia el lado incorrecto: no miraría a los fieles, puesto que el coro está parado detrás o al costado del púlpito. Y, como Lysander podría agregar, el predicador también escucha al coro, a los asistentes, a los colegas y a su congregación. Y luego, al finalizar el servicio religioso, todos conversan en las escalinatas de la iglesia. La conversación eclesiástica, por llamarle así, consiste en una serie de intercambios entre gente con muchos roles diferentes.
Además, sugerir que uno no debe «predicar al coro», o predicar a los convencidos, implica un error de comprensión sobre la esencia de predicar. El principal objetivo de predicar no es la conversión del otro ni la transmisión de nueva información; el predicador tiene otra tarea que hacer. Clásicamente, el sermón es un tipo de crítica literaria que contempla el análisis de los textos sagrados esenciales y su significado como una tarea interminable. A los adultos, igual que a los niños, les encanta escuchar el relato de historias magníficas más de una vez, y la mayoría de las prédicas, relatos, canciones e himnos son considerados como pozos inagotables de significado. Una vez más, puedes dejar «la espada y el escudo en la margen del río» [2] ; siempre habrá nuevas maneras de narrar que estuviste ciego, pero ahora puedes ver.
Karen Haygood Stokes -predicadora de Grand Rapids, Michigan, que fue miembro del Coro Sinfónico de San Francisco- me explicó que su objetivo principal no es persuadir a la gente, sino motivarla para que profundice en sus creencias. «Mi objetivo es encontrar puntos de acuerdo para, a partir de ellos, recorrer un camino juntos. No se trata de cambiar las ideas, sino de profundizarlas». Los puntos de coincidencia entre la gente de una congregación no representan el destino; sino el punto de partida: «¿Hemos pensado críticamente en por qué estamos de acuerdo?». Es un llamado para ir más allá, para cuestionarnos a nosotros mismos.
La premisa primordial de la idea de que no debemos predicar a los convencidos es que la audiencia adecuada está conformada por nuestros enemigos, no por nuestros aliados. Esta idea cobró una relevancia especial durante las últimas elecciones (de Estados Unidos): el punto de vista dominante fue que las elecciones no se ganan enfocándose en las bases sino cambiando la opinión de la opositores. Según este razonamiento, todo lo que yo escribí durante ese ciclo debería haber estado dirigido a mis adversarios para reclutarlos. A menudo se me ha advertido de que mis opiniones no deberían ofender a extraños con los que tengo poco en común, de que debería decir cosas -no estoy segura de qué tipo de palabras edulcoradas se trata, ni siquiera sé si las conozco- que no irriten ni sean alienantes. ¿Debería gastar mi esfuerzo en gente que discrepa apasionadamente con mis ideas porque es una pérdida de tiempo dirigirme a aquellos con lo que ya tengo una relación formada e intereses en común?
Uno de los ritos más atroces de las recientes elecciones presidenciales fueron los debates en los que votantes «indecisos» o fluctuantes hacían preguntas a los candidatos. La premisa en la que se basaban estos espectáculos era que los candidatos ganan al competir por el apoyo de aquellos que no están seguros de estar a favor o en contra de los derechos civiles, del recorte de impuestos a los ricos y otros temas similares. Pero evidencia de peso sugiere que las organizaciones políticas se benefician principalmente al motivar a aquellos que están de acuerdo y que los Demócratas en particular tienen más éxito incentivando a personas indecisas sobre si irán o no a votar, más que a los que no saben por quién votar. Esto implica acercarse a simpatizantes que históricamente han sido menos propensos a concurrir a las urnas: los pobres, los jóvenes, grupos étnicos que sean blancos. Los Republicanos lo saben y por eso han trabajado intensamente para perfeccionar las tácticas de supresión del voto de dichos segmentos de la población.
Sin embargo, los Demócratas de centro, a menudo, tratan de atraer a aquellos que no están de acuerdo con ellos, traicionando a los que sí lo están. Es como si no solo desecharas a tu propia congregación, sino también a tu credo con la esperanza de sembrar dudas entre los creyentes de otra fe. Crees que estás reclutando; en realidad estás perdiendo tu religión. Esto puede aplicarse a la «reforma» del welfare (seguro social), a la «guerra contra el terrorismo», a la política económica, a la fantasía de ganar el apoyo de la «clase trabajadora blanca». Una y otra vez, los intentos equivocados para atraer nuevos votantes han ofendido a los votantes ya existentes.
Este año, en un esfuerzo para atraer a segmentos más conservativos de la población, algunos Demócratas han llegado a debilitar su compromiso con los derechos reproductivos, desestimándolos como «políticas identitarias» y de menor importancia que la justicia económica. Como lo han señalado muchas mujeres, esta postura representa una falla para entender que hasta que la mitad de la población no logre controlar lo que sucede con su cuerpo y la planificación familiar, no podrá alcanzar la igualdad económica. Se trata de una cuestión de estrategia y principios: ¿Ganas al tratar de atraer a los que no comparten tus puntos de vista o al servir y respetar a aquellos que están de acuerdo contigo? ¿Es el objeto del ‘coro’ cantar para los paganos o inspirar a los creyentes? ¿Qué sucede si los creyentes dejan de asistir, de donar, de colaborar?
Una razón para enfatizar el valor de la ‘conversión’ es la tendencia a creer que las ideas tienen más peso más que las acciones, que las creencias determinan directamente el comportamiento, que un fortalecimiento de acuerdos dará como resultado un cambio social y político. En años pasados, a menudo he escuchado que la gente se obsesiona con las encuestas que revelan cuántos estadounidenses creen que el cambio climático es real. Parecen convencidos de que si todos creyeran en ello, la crisis se resolvería. Pero si la gente que cree que el cambio climático es real y demanda acción urgente, no hace nada concreto para corregir el problema, nada sucederá. No solo es improbable que todos estuvieran de acuerdo sino que no importa y no vale la pena esperar por ese acuerdo unánime. Todavía hay gente que no cree que la mujer posea los mismos derechos inalienables que el hombre, y esto no ha impedido la creación de políticas basadas en los principios de igualdad entre los sexos.
Lo que importa es que algunos de nosotros pasemos a la acción. En 2006 la académica en ciencias políticas Erica Chenoweth se propuso determinar si los métodos no violentos eran tan efectivos como los violentos para cambiar un sistema. Sorprendida descubrió que las estrategias pacifistas funcionaban mejor. Los activistas quedaron en éxtasis por las conclusiones del estudio de que solo se necesitaba aproximadamente un 3,5% de una población para resistir e incluso derrocar un régimen. En otras palabras, para implementar un cambio, no hace falta que todos estén de acuerdo. solo necesitas un grupo de gente fervientemente convencida para financiar, hacer campañas, protestar y arriesgarse a ser arrestada o sufrir otras consecuencias negativas.
Según encuestas de Gallup, a principios de los sesenta la mayoría de los estadounidenses no apoyaba las tácticas del movimiento por los derechos civiles, y menos de un cuarto apoyó la Marcha a Washington de 1963. Sin embargo, la marcha presionó al gobierno federal a aprobar el Acta por los Derechos Civiles en 1964. Fue en esta marcha que Martin Luther King Jr. dio su discurso «I Have a Dream» (Yo tengo un sueño), el mejor ejemplo de predicar a los convencidos. M. L. K. habló para inspirar a sus simpatizantes más que para persuadir a sus detractores. Descalificó la moderación y el gradualismo; sostuvo que la insatisfacción de los presentes era legítima y necesaria, que se debe exigir un cambio drástico. Los aliados blancos eran necesarios, pero los activistas negros no debían esperar por ellos. A menudo, el ejemplo de un idealismo apasionado es lo que convierte a otros. Las acciones que revelan integridad influyen más que las buscan conciliación. Más que buscar coincidencias dejando de lado la propia postura para acercarse a las posturas de la gente, uno se puede situar en la postura ideal, donde la gente quisiera estar en el futuro.
El «coro» está formado por los que tienen un compromiso profundo: aquellos que van todos los domingos a escuchar el sermón y se agitan enloquecidos de fervor. El tiempo que los miembros del coro pasan juntos, la suma de su experiencia compartida y buenos momentos, es parte de lo que los motiva a cantar al unísono y afinadamente. Para ganar políticamente, no necesitas convertir a los que piensan diferente, necesitas motivar a tu propia gente. Hay miles de cosas más allá del hecho de estar totalmente de acuerdo que uno necesita y quiere conversar con sus amigos y aliados. Hay cuestiones prácticas y estratégicas, detalles de la teoría, valores y metas tanto graduales como finales, reevaluaciones a medida que la situación cambia para mejor o peor. El discurso efectivo de este modelo no es la alquimia; no se trata de transformar las creencias de la gente. La clave es la electricidad: galvanizarlos para la acción.
«Correspondencia», esa bella palabra, describe tanto un intercambio de cartas como la existencia de afinidades; nos enviamos cartas porque tenemos coincidencias. Cuando era una mujer joven, tenía largas e intensas conversaciones con otras mujeres jóvenes sobre madres difíciles, hombres inconstantes, pesares, ambiciones y ansiedades. A veces, estas conversaciones eran circulares; otras veces quedaban bloqueadas por nuestra incapacidad para aceptar que no íbamos a conseguir lo que nos parecía correcto o justo. Pero, al menos, estos intercambios legitimaban nuestras percepciones y emociones, sabíamos que tenían fundamento, que había otras personas de nuestro lado que compartían nuestras experiencias; que teníamos valor y posibilidades. Nos fortalecíamos nosotras mismas y fortalecíamos los lazos que nos unían.
En un intercambio intelectual, los desacuerdos no implican destrozar al rival, sino poner a prueba y fortalecer la estructura de una propuesta, de un análisis. Es lo que haces cuando estás de acuerdo con la gente sobre temas en general, pero hay cosas específicas para debatir; y ese trabajo se puede disfrutar. Es una situación en la que no hay ni predicador ni coro religioso, en la que todo puede ser cuestionado, en la que las ideas son hermosas y la precisión es sagrada.
A pesar del buen trabajo político y del debate fructífero de ideas y cuestiones éticas que ocurre en los medios sociales, mucho del tiempo que pasamos juntos (o solos) ha sido reemplazado por el tiempo que pasamos en internet, en ámbitos que no estimulan ni la sutileza ni la complejidad. Hemos adoptado la costumbre de escribir anunciados cortos; de pensar en titulares, en conceptos binarios, en categorías generales; en visualizar las palabras como piezas de ajedrez más que como movimientos en una coreografía. Si estás seguro de que todo lo que no es negro es blanco, te parecerán inútiles las conversaciones sobre matices y tonos. Según este absolutismo, la única postura frente a las personas con las que no estamos totalmente de acuerdo es la desaprobación. Y también de que estar de acuerdo es simple, que más allá de ello no hay matices, estrategias ni posibilidades para explorar.
El absolutismo es obviamente antitético para la política pragmática, la que por supuesto implicar llegar a acuerdos y trabajar con gente con la cual podemos estar en desacuerdo en muchas o en pocas otras cosas. (Aprendí esto en las reuniones políticas antinucleares en la década del 80 cuando downwinders [3] mormones, paganos, monjes budistas japoneses, monjas y sacerdotes franciscanos y ancianos del pueblo Shoshone del Oeste trabajaron juntos con muy buenos resultados.) Quizás el absolutismo también sea antitético para la condición humana, donde debemos coexistir con la diferencia y sacar el mayor provecho de nuestras vidas de a poco.
Al disminuir el valor que tiene el intercambio con los nuestros se pierde de vista que los beneficios de la conversación, al igual que los de la prédica, van más allá de persuadir o transmitir información. En las buenas conversaciones hay muchos resultados indirectos y sutiles. El pintor Rudolf Barank, que falleció hace 20 años, una vez me contó una historia sobre un viaje en ferry que hizo en la ciudad de Nueva York un día helado de invierno a fines de la década del 30, poco después de su arribo como refugiado de Europa del Este. -Hace mucho frío, ¿no? -le dijo en un inglés formal a un hombre afroamericano parado a su lado en la cubierta del barco. -Yeaaahh, man [4] –le respondió su compañero de viaje. «¿Por qué canta este hombre?», se preguntó Baranik. Ese momento quedó grabado en su memoria: la musicalidad extraña de la entonación de Nueva York hizo memorable un intercambio que de otra manera hubiera sido intrascendente. ¿Por qué comentamos sobre el clima con un extraño, cuando las condiciones son obvias para ambos? Porque es la afirmación de que existen en el mismo lugar, que no importa qué pueda separarlos, tienen eso en común. Y porque es una apertura, si no para el entendimiento, al menos para un punto de partida donde este pueda comenzar.
Karen Stokes me dijo que ella piensa en el coro como el acceso a un lugar que es lo opuesto a la cultura combativa de internet. «En muchas iglesias en cuyos servicios he participado, el coro constituye el grupo principal de apoyo. Se reúne todas las semanas; sus integrantes salen juntos, le dedican tiempo adicional el domingo, hacen un compromiso el uno con el otro. No puedes llegar un día y decir: ‘O cantamos esto o me voy del coro’. Todos se supeditan a algo más importante que su propia persona: la creación de música y, en el ámbito de la iglesia, música para venerar a Dios.»
Dentro de la mayoría de ejemplos de consenso amplio reside una multitud de interrogantes y diferencias sin resolver. El acuerdo es solo el cimiento. Pero desde este punto de partida podemos construir fuertes comunidades de movimientos de resistencia llenos de vida y amor. Martin Luther King Jr. dijo aquel día de 1963: «No podemos caminar solos». Busquemos gente para caminar con ellos -y hablar con ellos- y así encontraremos poder y también placer.
Fuente: https://harpers.org/archive/2017/11/preaching-to-the-choir/4/
Notas de la traductora:
[1] Traducida literalmente al castellano la frase «preaching to the choir» sería «predicar al coro», en referencia al coro que representa una parte importante del servicio religioso de las iglesias protestantes. Para este texto, hemos escogido la traducción «predicar a los convencidos», por ser una frase usada con el mismo significado en castellano.
[2] Frase de la canción «Down by the Riverside», un espiritual negro que data de la Guerra Civil de EE.UU., y cuya letra de tono pacifista fue invocada en las protestas contra la Guerra de Vietnam.
[3] El término downwinders se refiere a personas y comunidades de la región entre las cordilleras Rocosa y Cascade -principalmente en los estados de Arizona, Nevada, Utah, Oregón, Idaho y Washington- que sufrieron contaminación radioactiva a causa de pruebas de armas nucleares realizadas por las fuerzas armadas estadounidenses, o accidentes producidos en estas pruebas o filtraciones de material radioactivo que contaminaron el agua, los alimentos o el aire.
[4] En inglés coloquial: «Sí, amigo». El «yes» (sí) está pronunciado como yeah, alargando el sonido final.
Rebecca Solnit: Escritora y activista estadounidense. Su libro «Men Explaining Things To Me» (2014) es una colección de ensayos sobre situaciones en las que algunos hombres hablan de manera condescendiente al dirigirse a mujeres. De allí derivan los términos «mansplaining» y «mansplainer».
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a la autora, a la traductora y Rebelión como fuente de la traducción.