Los manifestantes que han puesto en jaque a Netanyahu están motivados por lo que podría llamarse la fantasía de Israel: la de un Estado democrático laico con suficiente capital moral para justificar dentro y fuera del país su ocupación de Palestina.
Al ver las noticias de este mes en Israel, podríamos pensar que el país está siendo atacado por todas partes. Tres colonos anglo-israelíes fueron asesinados por guerrilleros en Cisjordania; un turista italiano fue asesinado y otros siete resultaron heridos en Tel Aviv en lo que pudo haber sido un accidente de coche, pero que fue ampliamente presentado como un incidente terrorista; y las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) afirmaron haber interceptado la mayor salva de cohetes disparados desde Líbano desde 2006. Como suele ocurrir en estos casos, estos informes ignoraron cuidadosamente los campos de exterminio de los territorios ocupados, donde los soldados israelíes asesinan a un número cada vez mayor de jóvenes palestinos, ya sea ejecutándolos o bombardeando sus casas hasta convertirlas en polvo. Sin embargo, lo novedoso de la cobertura mediática era su aire de perplejidad: ¿cómo podría el gobierno de extrema derecha de Israel no proporcionar seguridad –o al menos una sensación de seguridad– a sus ciudadanos judíos? ¿De quién era la culpa?
Para Benjamin Netanyahu, la responsabilidad recaía en el movimiento de protesta en curso. Desde principios de enero, cientos de miles de manifestantes se han opuesto a sus reformas judiciales, que permitirían el control político de los tribunales, garantizarían al actual primer ministro eludir la condena en su juicio por corrupción y aumentarían la influencia del judaísmo ortodoxo tanto en la vida pública como en el sistema judicial. Netanyahu ha acusado a sus críticos de dividir y debilitar a la nación, al tiempo que arremetía contra los soldados en la reserva que amenazaron con no presentarse a filas, si se aprobaban tales medidas. Personas de su entorno también han difundido el rumor de que Estados Unidos estaba financiando a los manifestantes (se trataba de una noticia falsa, pero contenía su grado de verdad dada la condena pública de las reformas por parte del presidente Biden).
A juzgar por las últimas encuestas, el mensaje de
Netanyahu no ha calado. Para muchos israelíes, ha sido el propio primer
ministro quien ha creado estos riesgos para la seguridad. Su
popularidad ha alcanzado un mínimo histórico y probablemente perdería
las elecciones si se celebraran hoy. Tras haber fracasado en su intento
de recuperar la confianza de sus antiguos partidarios, atrayéndolos al
cálido abrazo del consenso sionista bajo la amenaza de guerra, que
supuestamente emana de Irán y sus aliados, ahora debe elegir entre dos
opciones ambas poco atractivas: desechar las reformas y sofocar la
resistencia callejera o seguir adelante con ellas y ahondar las
divisiones existentes entre la ciudadanía judía. La predicción de que
estas divisiones podrían socavar el Estado israelí desde dentro parece
prematura en estos momentos, pero no cabe duda de que han dejado al
descubierto graves grietas en el edificio sionista, grietas que podrían
ensancharse durante los próximos años.
Si el ruptura social
no se vislumbra en el horizonte inmediato, ello se debe en gran medida
al gigantesco aparato de seguridad del país. Israel sigue siendo más un
ejército que se ha dotado de un Estado que un Estado que dispone de su
ejército. No puede haber cambios sustanciales en la política de
seguridad sin el consentimiento de las principales figuras militares,
cuya voluntad no se verá puesta en evidencia ni siquiera por el nuevo
gobierno autoritario. Este estrato ha señalado claramente su apuesta
por mantener el marco actual. En esencia, ello significa continuar con
la matanza indiscriminada de palestinos, con la práctica de la
demolición de viviendas y con la sanción de los pogromos realizados por
los colonos. Significa también aplicar la discriminación
institucionalizada contra los ciudadanos palestinos de Israel, a
quienes se niega el derecho a la libertad de expresión y reunión. E
implica finalmente el bombardeo y asedio regulares de Gaza, así como
incursiones aéreas casi semanales sobre Siria.
Los apparatchiks
que diseñan y ejecutan estas actividades constituyen el núcleo de las
recientes manifestaciones. Los oficiales militares que han cometido
innumerables crímenes de guerra en la Franja de Gaza, y antes en
Cisjordania y Líbano, desempeñan ahora un papel crucial en el emergente
bloque de oposición. Forman parte de una élite asquenazí (judía
europea) más amplia, que considera la política de Netanyahu como un
ataque a sus bases de poder dentro del Estado: no únicamente en los
aparatos de seguridad, sino también en las instituciones financieras,
en el sistema judicial y en el mundo académico. Intuyen que las
reformas debilitarán su control sobre estas instituciones, al tiempo
que darán poder a una coalición insurgente de judíos ortodoxos, colonos
y seguidores del Likud mizrahi (judíos orientales), que desean hacer
de Israel un país más religioso, más nacionalista y más expansionista.
En su opinión, el triunfo de esta coalición neosionista amenazaría su
estilo de vida laico, comprometería la seguridad del Estado y empañaría
aún más su imagen internacional.
De ahí que la descripción que hacen los medios de comunicación occidentales de las protestas actuales presentadas como un intento de salvar la democracia israelí de la extralimitación política se halle irremediablemente distorsionada. El movimiento no pretende proteger los derechos de las minorías (el primer deber de toda democracia) y mucho menos los derechos de los palestinos a ambos lados de la línea verde. Durante los primeros cien días en el cargo del nuevo gobierno, mientras los judíos seculares israelíes luchaban por preservar su hegemonía, casi un centenar de palestinos, muchos de ellos niños, fueron asesinados por las fuerzas israelíes. Esta matanza no conformó el contenido de ninguna de las manifestaciones registradas durante los últimos meses. Quienes intentaron izar banderas palestinas junto a las israelíes fueron expulsados por la fuerza de las mismas. Evidentemente, los árabes no tienen cabida en esta disputa entre las familias judías de Israel.
Por el contrario, los manifestantes están motivados por
lo que podría llamarse la fantasía de Israel: la de un Estado
democrático laico con suficiente capital moral para justificar dentro y
fuera del país su ocupación de Palestina. Están contentos de ser
percibidos como una nación excepcional, que debe subyugar a los árabes
para preservar el sueño de una patria judía, pero también están
desesperados por ajustarse a las normas «civilizadas» del Norte global.
Su sionismo liberal se basa en una serie de oxímoron: Israel como
ocupante ilustrado, como artífice benévolo de la limpieza étnica, como
un Estado de apartheid progresista. Gracias al gobierno de Netanyahu,
esta imagen está ahora amenazada; sus contradicciones ya no son
contenibles. La reputación del Estado se está viendo dañada no sólo a
escala nacional, sino también en el seno de la «comunidad
internacional», que suele aclamar a Israel como la única democracia de
Oriente Próximo y a Tel Aviv como la capital LGBT del mundo, mientras
ignora el gueto asediado de Gaza situado a pocos kilómetros al sur.
Por
esta razón medio millón de judíos –en su mayoría liberales, en su
mayoría laicos, en su mayoría de origen occidental– se han echado a la
calle para defender el régimen de apartheid. Aunque han obligado a
Netanyahu a retrasar los cambios propuestos, sus posibilidades últimas
de éxito siguen siendo inciertas. Aunque se abandonen las reformas,
Israel seguirá estando constitutivamente dividido entre una Tel Aviv
laica al lado de una Jerusalén religiosa. Nadie sabe cómo se
desarrollará políticamente esta tensión, pero una cosa está clara:
tendrá pocos efectos concretos sobre la política del Estado israelí
hacia los palestinos. A pesar de sus diferencias, los dos bandos
israelíes están unidos en su apoyo al proyecto colonial de colonos
sobre el que se construyó la nación. El colonialismo de colonos
conlleva invariablemente la deshumanización de los pueblos colonizados,
considerados como el principal obstáculo para la armonía política. Se
basa en el deseo de eliminar a la población nativa, ya sea mediante el
genocidio, la limpieza étnica o la creación de enclaves y guetos. En
Israel, todo palestino debe ser percibido como un salvaje o un
terrorista en potencia, todo territorio palestino como un escenario de
guerra.
Esta lógica subyacente significa que los palestinos
no tienen nada que ganar con una vuelta al statu quo anterior. De
hecho, el gobierno anterior, dirigido por el «centrista» Yair Lapid,
estaba comprometido en idéntica medida con el mantenimiento de la
ocupación violenta. La inclusión de un partido árabe en la coalición de
gobierno no aportó ningún beneficio tangible a la minoría palestina
de Israel, cuyos miembros han continuado expuestos a ser tiroteados por
bandas criminales o por policías de gatillo fácil, mientras el Estado
hacía la vista gorda; han seguido siendo considerados ciudadanos de
segunda clase en virtud de la ley de apartheid de 2018; han continuado
siendo objeto de discriminación legal y financiera; y han seguido
estrangulados espacialmente por la proliferación de ciudades y
asentamientos judíos. Al ensalzar la «democracia» e ignorar estos
abusos, la actual oleada de protestas ha puesto de manifiesto la
paradoja fundamental de Israel: no puede ser democrático y judío a la
vez. O será un Estado judío racista o un Estado democrático para todos
sus ciudadanos. No hay término medio.
Precisamente por esa
razón, gran parte de la población mundial no ve con buenos ojos a
Israel. Aunque hasta ahora ha conseguido mantener alianzas estratégicas
con los gobiernos de Occidente, del mundo árabe y, ocasionalmente, del
Sur global, corre el riesgo de quedar aislado internacionalmente. Los
manifestantes temen, con razón, que si el país no puede mantener su
imagen de fantasía, podría sufrir un destino similar al de la Sudáfrica
del apartheid: un declive gradual de la credibilidad, de forma que la
política desde abajo adquiera la capacidad de influir sobre la política
implementada desde arriba. En ese caso, Israel podría seguir siendo
viable gracias a su fuerza militar, pero nada más. Esto, a su vez,
podría poner en serio peligro el proyecto sionista; sin embargo, como
ocurrió con Sudáfrica en la década de 1980, también puede ser el
momento en que el régimen intente salvarse recurriendo a las peores
formas de brutalidad.
Una de las principales diferencias entre opositores y partidarios del actual gobierno es que a los primeros les importa lo que la sociedad civil mundial piense de Israel, mientras que a los segundos no. La élite asquenazí defiende una forma de «sionismo con rostro humano» que el gobierno de extrema derecha actual está cada vez más dispuesto a abandonar. El resultado de este conflicto determinará en parte si Israel puede conservar su aura de inmunidad y excepcionalismo. Durante la historia reciente de Israel-Palestina, la opinión pública mundial se ha visto a menudo desviada por otros acontecimientos: primero la Primavera Árabe, ahora la guerra de Ucrania. Pero la causa de los palestinos ha perdurado a pesar de esta atención vacilante. ¿Pueden los palestinos aprovechar el momento actual para convertir a Israel en un paria internacional?
Artículo original: Fantasies of Israel, publicado originalmente por Sidecar y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Perry Anderson, «La casa de Sión», NLR 96.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/sidecar/fantasias-israel-puede-sobrevivir-proyecto-sionista