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Los traumas de una ciudad dividida

¿Qué es lo que provoca los ataques de Jerusalén?

Fuentes: Counterpunch

Traducido para Rebelión por LB

En uno de los más bellos cánticos de la Biblia, el poeta proclama: «Si me olvido de ti, oh Jerusalén, / Que se paralice mi mano derecha. / Si no me acuerdo de ti, / Que mi lengua se me pegue al paladar / Si no pongo a Jerusalén por encima de todas mis alegrías» (Salmos 137:5). Por alguna razón, el poeta no escribió: «Si me olvido de ti, ¡oh Umm Tuba!«, ni «Si me olvido de ti, ¡oh Sur Baher!«, ni «Si me olvido de ti, ¡oh Yabal Mukaber!«, ni siquiera «Si me olvido de ti, ¡oh Ein Karem!«.

Un hecho que debe ser recordado en cualquier discusión sobre Jerusalén: no existe ninguna semejanza entre la Jerusalén de la Biblia y la «Jerusalén» del actual mapa de Israel. El objeto del anhelo de los exiliados que lloraron a orillas de los ríos de Babilonia fue el verdadero Jerusalén: más o menos la ciudad que se halla dentro de los límites de la Ciudad Vieja, cuyo centro es el Monte del Templo. Apenas un kilómetro cuadrado de superficie.

Tras la anexión de 1967, la municipalidad de Jerusalén redefinió las lindes de la ciudad expandiéndolas a una amplia zona de unos 126 kilómetros cuadrados que va desde Belén en el sur hasta Ramallah en el norte. A esta zona se le ha dado el nombre de «Jerusalén» a fin de revestir de un aura religioso-histórico-nacional lo que no es más que un acto de apropiación de tierras y de asentamiento.

Los planificadores de este mapa, incluido el difunto General Rehavam Ze’evi, apodado «Gandhi», el oficial más ultraderechista del ejército israelí, tenían un objetivo simple: anexionar a Jerusalén la mayor cantidad posible de tierras libres de árabes para construir en ellas asentamientos judíos. A los planificadores los perseguía el fantasma demográfico que todavía hoy nos aterroriza: deseaban aumentar la población judía y reducir la población árabe, tanto en Jerusalén como en el resto del país.

Para lograr este objetivo los planificadores se vieron obligados a incorporar [a Jerusalén] algunas aldeas árabes aledañas. No sólo barrios árabes situados al lado de la Ciudad Vieja, como el Monte de los Olivos, Silwan y Ras-al-Amud, sino también aldeas situadas a cierta distancia, como Umm Tuba, Sur Baher y Yabal Mukaber al este, Beit Hanina y Kafr Aka al norte, o Sharafat y Beit Safafa al sur.

El fantasma demográfico que entonces perseguía a «Gandhi» nos persigue ahora a nsootros por las calles de Jerusalén montado en un mortal bulldozer.

* * *

HASTA la guerra de 1949 Jerusalén fue inequívocamente una ciudad mixta. Los barrios judíos y árabes estaban entrelazados.

El mapa demográfico de Jerusalén se me quedó grabado en la memoria con ocasión de una experiencia personal. Más o menos un año antes de que estallara la guerra [de 1948], algunos de nosotros, jóvenes hombres y mujeres del grupo Bama’avak de Tel-Aviv, decidimos hacer un viaje a Hebrón. En aquella época muy pocos judíos iban a la ciudad meridional, conocida por ser un bastión nacionalista y religioso musulmán.

Tomamos el autobús árabe de Jerusalén y llegamos a la ciudad, caminamos por sus callejuelas, compramos el célebre cristal azul de Hebrón, visitamos de paso el kibutz Gush Etzion y regresamos a Jerusalén. Sin embargo, en el ínterin había ocurrido algo: una de las organizaciones [judías] clandestinas «disidentes» había perpetrado un ataque de especial gravedad (creo que fue el bombardeo del club de oficiales de Jerusalén) y los británicos habían decretado toque de queda general en todos los barrios judíos del país.

A la entrada de Jerusalén nos apeamos del autobús y cruzamos a pie la ciudad de un extremo al otro, procurando movernos únicamente por barrios árabes. Desde allí tomamos un autobús árabe a Ramala y otro a Jaffa, y luego nos abrimos camino hacia nuestros hogares en Tel Aviv atravesando patios traseros y calles laterales. Ninguno de nosotros fue capturado.

Así es como me familiaricé con los barrios árabes, entre ellos con los barrios elegantes como Bekaa y Talbieh, que se convirtieron el centro de la Jerusalén judía tras la guerra de 1948. En esa guerra, los habitantes palestinos huyeron o fueron expulsados a Jerusalén Oriental, donde se establecieron, hasta que también esos barrios fueron conquistados por el ejército israelí y anexionados a Israel.

La anexión de Jerusalén Oriental creó un dilema. ¿Qué hacer con la población árabe? No podían expulsarlos. La destrucción del barrio Mugrabi, situado frente al Muro de las Lamentaciones, y la brutal expulsión de los habitantes árabes del barrio judío de la Ciudad Vieja ya habían causado muchos comentarios negativos en todo el mundo.

Si el gobierno realmente hubiera deseado «unificar» la ciudad habría acompañado la anexión de algunas medidas inmediatas tales como otorgar automáticamente la ciudadanía a todos los habitantes árabes y restituirles sus propiedades «abandonadas» de Jerusalén Occidental (o, como mínimo, abonarles una indemnización.)

Pero el gobierno ni por un momento pensó en tomar tales medidas. No otorgó la ciudadanía a los habitantes [palestinos de Jerusalén], pues tal cosa les habría hecho titulares de los mismos derechos que los ciudadanos árabes de Israel en Galilea y el Triángulo. En lugar de eso, los reconocieron como meros «residentes» en la ciudad en la que sus antepasados habían vivido durante más de mil años. Se trata de un status frágil que permite obtener tarjetas de identidad israelíes pero no el derecho a votar para el parlamento. Además, puede ser revocado fácilmente.

Es cierto que, en teoría, un árabe de Jerusalén puede solicitar la ciudadanía israelí, pero dicha solicitud está sujeta a la decisión arbitraria de burócratas hostiles. Y el gobierno, por supuesto, cuenta con que los árabes no hagan tal cosa, ya que hacerlo significaría reconocer la legitimidad de la ocupación israelí.

* * *

La verdad es que Jerusalén nunca ha estado unida. El slogan de «La ciudad que fue reunificada, la capital de Israel por toda la eternidad», fue y sigue siendo un mantra que no guarda relación alguna con la realidad. A efectos prácticos, Jerusalén Oriental sigue siendo territorio ocupado.

Los habitantes árabes tienen derecho a votar en las elecciones municipales, pero sólo un puñado -empleados municipales y personas que dependen de los favores del gobierno- ejercitan ese derecho, ya que esto también significaría reconocer la ocupación.

En la práctica, la municipalidad de Jerusalén es un gobierno municipal de judíos para judíos. A sus dirigentes los eligen exclusivamente los judíos y consideran que su principal objetivo es judaizar la ciudad. Hace años, la revista Haolam Hazeh reveló una directiva secreta dirigida a todas las instituciones gubernamentales y municipales para asegurarse de que el número de árabes en la ciudad no excediera del 27,5%, el porcentaje exacto que existía en el momento de la anexión.

No es una exageración decir que el democráticamente elegido alcalde de Jerusalén Occidental es también el gobernador militar de Jerusalén Oriental.

Desde 1967, todos los alcaldes han considerado su labor desde este punto de vista. Junto con todas las ramas del gobierno, velan para que los árabes que viven fuera de la ciudad no regresen a ella y para que los árabes que viven en la ciudad la abandonen. Para conseguirlo emplean mil y una tretas, grandes y pequeñas, que van desde denegar casi totalmente la concesión de permisos de construcción a las familias árabes en rápido crecimiento hasta cancelar los derechos de residencia de las personas que pasan algún tiempo en el extranjero o en Cisjordania.

Los contactos entre los habitantes árabes de Jerusalén y los habitantes de la vecina Cisjordania, que antaño constituían una tupida red, han sido cortados completamente. Jerusalén, que había sido el corazón económico, político, cultural, médico y social, ha sido completamente aislada de su hinterland natural. La construcción del muro, que separó a los padres de sus hijos, a los alumnos de sus escuelas, a los comerciantes de sus clientes, a los médicos de sus pacientes, a las mezquitas de sus creyentes, e incluso a los cementerios de los muertos recientes, sirve a este propósito.

En Israel la gente dice que los residentes árabes «disfrutan de los beneficios de la seguridad social». Se trata de un argumento mendaz, ya que el seguro no es una comida gratis: lo paga el asegurado. Los árabes, igual que los judíos, lo pagan todos los meses.

Los residentes árabes están obligados a pagar todos los impuestos municipales pero reciben a cambio sólo una fracción de los servicios que presta el municipio, tanto en calidad como en cantidad. Las escuelas tienen un déficit de cientos de aulas y su nivel es inferior al de las escuelas islámicas privadas. El servicio de recogida de basuras y otros servicios son abominables. Los jardines públicos, clubs juveniles, jardines… ni siquiera son dignos de mención. Los habitantes de Kafr Akab, que se encuentra al otro lado del puesto de control de Kalandia, pagan los impuestos municipales y no reciben a cambio ningún servicio. El municipio dice que sus empleados tienen miedo de ir allí.

* * *

Al público judío no le interesa nada de eso. Ellos no saben -y no quiere saber- lo que pasa en los barrios árabes, a escasos cientos de metros de sus hogares.

Por eso les sorprende -sorprende y conmociona- la ingratitud de los habitantes árabes. Recientemente, un joven de Sur Baher disparó contra los alumnos de un seminario religioso de Jerusalén Occidental. Más tarde, un joven de Yabal Mukaber se puso a los mandos de un bulldozer y aplastó todo lo que halló a su paso. Esta semana, otro muchacho de Umm Tuba repitió exactamente la misma acción. A los tres los mataron a tiros en el acto.

Los atacantes eran jóvenes normales, no especialmente religiosos. Parece que ninguno de ellos era miembro de ninguna organización. Al parecer, un joven se levanta una buena mañana y simplemente decide que ya está harto. A continuación lleva a cabo un ataque por su propia cuenta utilizando cualquier instrumento del que pueda echar mano: una pistola que compró con su propio dinero, en el primer caso, o el bulldozer con el que trabaja en la obra, en los otros dos.

Si las cosas realmente ocurren así, surge una pregunta: ¿por qué quienes hacen esto son jerusalemitas? En primer lugar, porque tienen la oportunidad. Una persona que maneje un bulldozer en una obra en Jerusalén Occidental puede arrollar cualquier autobús que pase por la calle adyacente. El conductor de un camión pesado puede atropellar a la gente. Es relativamente fácil llevar a cabo un ataque a tiros, como el reciente caso en el Lion’s Gate, cuyos autores no fueron capturados. No existe servicio de inteligencia que pueda evitar tales acciones si el atacante no tiene socios y no pertenece a ninguna organización.

De las declaraciones de los comentaristas de esta semana se colige que ni siquiera son capaces de imaginarse la ira que puede llegar a acumularse en la mente de un joven árabe en Jerusalén tras años enteros de humillación, acoso, discriminación y desamparo. Es más fácil y más divertido demorarse en descripciones pornográficas de las 72 vírgenes que aguardan a los mártires en el paraíso musulmán y explicar lo que hacen con ellos, cómo se lo hacen y quién tiene suficiente energía para satisfacerlas a todas.

Uno de los principales factores que contribuyen a exacerbar el odio es la demolición de las casas «ilegales» de los residentes árabes, a quienes los israelíes prohíben construir «legalmente». La dimensión de la estupidez oficial queda reflejada en la exigencia que volvió a formular esta semana el jefe del Shin Bet reclamando destruir las casas de las familias de los atacantes en nombre de la «disuasión». Al parecer, el hombre no ha oído hablar de las decenas de estudios y de la experiencia acumulada que demuestran que cada hogar destruido se convierte en un vivero de nuevos vengadores rebosantes de odio.

El ataque de esta semana es especialmente instructivo. No está muy claro lo que ocurrió en realidad: ¿Ghassan Abu Tir planeó el ataque de antemano? ¿O fue una decisión espontánea fruto de un instante de ofuscación? ¿Fue realmente un ataque o más bien el conductor del bulldozer arrolló al autobús por accidente, presa del pánico, cuando trataba de escapar, corriendo por encima de sus perseguidores y convirtiéndose en blanco de las balas que disparaban contra él transeúntes y soldados? En la atmósfera de sospecha y temor que prevalece en Jerusalén actualmente todos los accidentes de tráfico en los que esté implicado un árabe se convierten en un ataque y todos los conductores árabes involucrados en un accidente van a ser con toda probabilidad ejecutados sobre el terreno sin juicio alguno. (Cabe recordar que la primera Intifada estalló a causa de un accidente de tráfico en el que un conductor judío atropelló a varios árabes).

* * *

Y de nuevo se plantea la cuestión: ¿cuál es la solución a este complejo problema que despierta emociones tan fuertes, se alimenta de mitos profundamente arraigados y provoca tales dilemas morales a millones de personas en todo el mundo? Esta semana se presentaron un montón de propuestas: construir un muro similar al de Berlín que discurra por el centro de Jerusalén (complemento del que ya discurre a su alrededor). Castigar a familias enteras por los actos de sus hijos, al estilo de los «sippenhaft» nazis. Expulsar de la ciudad a las familias o cancelar su estatuto de residente. Demoler sus hogares. Quitarles sus beneficios sociales, aun cuando hayan pagado por ellos.

Todas estas «soluciones» tienen algo en común: ya se han intentado en el pasado, aquí y en otros lugares, y han fallado.

Todas salvo una. Una solución clara: convertir a Jerusalén Oriental en la capital del Estado de Palestina y permitir que sus habitantes establezcan su propia municipalidad, manteniendo a toda la ciudad como una entidad urbana unida bajo una supercorporación en la que los árabes estén en pie de igualdad con los judíos. Me alegro de que durante la visita que nos ha hecho esta semana Barack Obama repitiera casi palabra por palabra este plan que Gush Shalom publicó hace unos diez años en cooperación con Feisal Husseini, el difunto líder de la comunidad árabe de Jerusalén.

Los ataques son consecuencia de la desesperación, la frustración, el odio y la sensación de que no existe escapatoria. Sólo una solución que elimine estos sentimientos podrá aportar seguridad a las dos partes de Jerusalén.

Fuente: http://www.counterpunch.org/avnery07262008.html