Recomiendo:
0

¿Qué X Podemos?

Fuentes: Quilombo

«Otro mundo es posible», «Sí se puede», «Yes, we can». Contra la impotencia política que promueve el neoliberalismo, todas ellas son fórmulas que apelan a nuestra potencia común como miembros de la sociedad. La iniciativa de Podemos es otro avatar de este deseo con respecto a las instituciones vigentes. Su irrupción sacudió -sin finalmente alterarlos- […]

«Otro mundo es posible», «Sí se puede», «Yes, we can». Contra la impotencia política que promueve el neoliberalismo, todas ellas son fórmulas que apelan a nuestra potencia común como miembros de la sociedad. La iniciativa de Podemos es otro avatar de este deseo con respecto a las instituciones vigentes. Su irrupción sacudió -sin finalmente alterarlos- los planes de los partidos instalados en la periferia como Izquierda Unida o en los márgenes como Equo, y experimentos en marcha como la Red Ciudadana Partido X.

Esta es una reflexión sobre la cuestión del acceso electoral a dichas instituciones por formaciones que aún no están en ellas, concretamente las que se suelen vincular al 15M. El marco al que me refiero es el estatal y europeo. Para facilitar la lectura he dividido este texto en dos partes: los puntos 1 y 2 se plantean la problemática de la política en tiempos de elecciones, mientras que los puntos 3 y 4, lo que ello supone en relación con Europa. Quienes tengan pereza lectora pueden saltar directamente a las conclusiones del punto 5.

1. Hipótesis

Podemos no es -de momento- un partido político. Primero fue una hipótesis. Frente a la constatación de que en España existe un bloqueo político en las instituciones partitocráticas del gobierno central y de las autonomías, bloqueo que difícilmente podrá romper el ascenso limitado de un partido como Izquierda Unida -más implicado en el régimen vigente de lo que sus militantes insisten en creer-, los promotores de Podemos plantearon un envite: la articulación de una herramienta que permita la confluencia electoral de quienes en el Estado español rechazan los vigentes regímenes constitucionales español y europeo. Esta herramienta reconoce sin ambages el campo institucional existente y el proceso electoral, concretamente su carácter eminentemente mediático y la necesidad de liderazgo personal que conlleva. En este sentido, la figura pública del profesor de ciencias políticas Pablo Iglesias, que se ha hecho popular por su participación en tertulias televisivas propias y ajenas, se reveló como una oportunidad para aunar voluntades: un ciudadano joven, culto y elocuente, ajeno a la política profesional y capaz de expresar con palabras la indignación ciudadana, frente a los poderosos y en su terreno.

Esta hipótesis se inspira en buena medida en una determinada interpretación de los procesos políticos latinoamericanos que terminaron con el consenso neoliberal de Washington. Es la que llevan a cabo el propio Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero o Íñigo Errejón, todos ellos politólogos, y que en parte se inspira en intelectuales como el filósofo argentino Ernesto Laclau. Así, Íñigo Errejón ha estudiado cómo en América Latina se constituyeron mayorías electorales que lograron articular desde el Estado una «ruptura populista» con respecto al sistema político preestablecido. Errejón enfatiza con Laclau -que adaptó sus teorías a los cambios políticos suramericanos- el aspecto discursivo como esencial en la constitución de un pueblo, entendido como un sujeto popular hegemónico. Las demandas populares frente a un poder constituido incapaz de satisfacerlas son heterogéneas. Es su articulación equivalencial en el «pueblo» lo que hace posible según Laclau dicha ruptura y por tanto la democracia. El pueblo constituye aquí un «significante vacío», un punto nodal de unificación de las demandas. Esta separación entre significante y significado es lo que hace posible la construcción de una identidad política colectiva según la lógica de la articulación populista. «En el caso del populismo», escribe Laclau en La razón populista (2005), «una frontera de exclusión divide el campo social en dos campos. El «pueblo», en ese caso, es algo menos que la totalidad de los miembros de la comunidad: es un componente parcial que aspira, sin embargo, a ser concebido como la única totalidad legítima.» En este sentido, Podemos vendría a proponer una unidad popular en lugar de la unidad de los partidos de izquierda.

La pretensión abstracta de unidad y de hegemonía solo tiene sentido en el ámbito igualmente abstracto de la representación. En cierto modo, la obtención de una mayoría representativa lo exige. Es el mecanismo de la representación el que permite constituir ese «pueblo», y siempre a posteriori. Además, la división del campo social descrita arriba se escenifica más fácilmente en formas de gobierno presidencialistas como las americanas mientras que en las parlamentarias -como la española- lo que permite en todo caso es la consecución de mayorías absolutas. De hecho, la mayoría absoluta aznarista se vio facilitada en su momento al complementar el espíritu tecnocrático neoliberal con una buena dosis nacional-populista que situaba al PP como representante principal -o exclusivo- del pueblo español -excluyendo de paso otras pertenencias- frente al enemigo terrorista. Recrear algo parecido pero invirtiendo los significados, con las oligarquías y la casta política como «enemigo», tiene por tanto innegables virtudes y potencialidades electorales-representativas. Pero también plantea no pocos problemas. Porque paradójicamente, semejante operación de articulación corre serios riesgos de anular precisamente la potencia que produce la heterogénea y dinámica realidad. Esta tensión es la que ha quedado de manifiesto desde que Podemos fue presentado en sociedad. Muchos de los apoyos que ha recibido han sido críticos o con expectativas no siempre coincidentes. Los notables que han promovido la iniciativa multiplican sus intervenciones en mítines, más que en asambleas participativas, proponen y negocian con las directivas de partidos y asociaciones, sin que los círculos Podemos que se han venido creando hayan tenido ningún papel en dicha agenda. Los círculos sí intervienen, en cambio, en las enmiendas de un programa previamente definido por un número limitado de militantes.

Dejando a un lado la hostilidad manifiesta por quienes creen que los votos son propiedad privada, la multiplicación de intervenciones sobre qué puede (llegar a) ser Podemos, que ciertamente desbordó a sus proponentes iniciales, nos ha devuelto un debate, el electoral, que había quedado aplazado desde noviembre de 2011 pero que era inevitable que tarde o temprano volviera a resurgir. Al fin y al cabo, el propio 15M surgió en vísperas de unas elecciones municipales.

Pese a sus diferencias, el horizonte electoral es algo que comparte Podemos con otra hipótesis, la que plantea la Red Ciudadana Partido X. Partiendo de una concepción tecnopolítica, el Partido X se centra en el desarrollo de una democracia en red. Tanto el programa como las emergencias concretas que figuran en su página web han sido debatidas por internet mediante una herramienta abierta y que han compartido con Podemos, y también han organizado conferencias en el marco de La Gira X. En ambos casos los notables o ‘expertos’ tienen un papel destacado, al filtrar y encauzan las demandas, aunque Podemos va más allá que el Partido X en la cuestión del liderazgo y su exposición pública. Pese a las críticas que han surgido desde la órbita del Partido X hacia Podemos, lo cierto es que la dinámica de creación de círculos ha supuesto una posibilidad de participación comparativamente más sencilla para los que sienten vértigo ante una brecha digital que no podemos ignorar, aunque corren el riesgo de excluir a quienes no participen en ellos. El Partido X tampoco se libra de la tensión entre las exigencias unificadoras de un partido político, que al fin y al cabo son las del Estado que pretende dirigir, y la lógica federativa y cooperativa de la democracia constituyente, que es lo que expresan los movimientos en red. La «participación» y la «decisión» adquieren un cariz muy distinto cuando se hace en referencia a un centro único (soberano) de decisiones a cuando se conciben desde una «ontología plural de lo político», por usar la expresión de Antonio Negri. Máxime si es desde ahí que se pretende consolidar una hegemonía, como pretende Podemos.

2. ¿Elecciones para qué?

Si asumimos lo anterior entonces la cuestión espinosa es, pues, cómo irrumpir con fuerza en el juego representativo sin reducir al mismo la democracia, que supone mucho más. Abordemos lo primero: ¿por qué habría que participar en el circo electoral? Esta pregunta no puede responderse con falsos dilemas, entre «elecciones, no hay otra» y «elecciones, de entrada, no», o entre «partido» y «movimiento», del mismo modo que no tiene sentido obligarnos a elegir entre la PAH o la marea blanca.

Lo que cabe plantearse es si vale la pena luchar, también, por conseguir un entorno institucional más favorable al despliegue de la sociedad en movimiento o si, por el contrario, pensamos que esta es una batalla estéril. Porque a falta de una insurrección a la ucraniana o de una implosión del sistema político, no parece que haya otra vía en un plazo relativamente corto para desalojar a quienes llevan las riendas de las administraciones públicas e imponen desde ahí toda suerte de medidas antidemocráticas, pese a su profunda deslegitimación social.

Personalmente, pienso que no debemos asumir los golpes y regresiones procedentes del mal gobierno como parte de la cotidianeidad, mientras nos esforzamos por desarrollar nuevas prácticas, nuevas instituciones, en definitiva, una sociedad otra y mejor. Los propios movimientos, antes de crear nuevas institucionalidades, son los primeros que presionan a las oligarquías y al Estado con múltiples demandas. Hace falta, por tanto, un marco político adecuado sobre el que ejercer dicha presión. También creo que no hay que ser fiel a ningún partido ni a ninguna identidad preestablecida, sobre todo si ya no sirven para los propósitos fundamentales de romper con el «absolutismo financiero» y para «reactivar un proceso de solidaridad social y crear las condiciones para una recomposición cultural que vaya más allá de la crisis actual» (Bifo). Las elecciones son importantes si se ganan. Pero para la democracia es más importante para qué se ganan. Hay que intentarlo, pero no de cualquier manera.

Aquí entramos en la decisiva segunda parte de la cuestión. Creo que cualquier proceso democrático que intente poner un pie por vía electoral en las instituciones políticas existentes debería:

  • reconocer los límites de las reglas de juego establecidas y el alcance real de lo que se puede hacer desde dichas instituciones: hay experiencias recientes de sobra al respecto.
  • deshacerse de la ideología tecnocrática de la gestión, todavía presente en la elaboración de programas exhaustivos y detallados o en el peso de los expertos.
  • evitar el cercamiento de lo político en el poder constituido: ni el acceso a un gobierno es el fin de la Historia ni la representación es la recompensa que nos debe liberar de la política.
  • ofrecer garantías de que la relación de los cargos electos con los más siga siendo de comunicación real, horizontal y bidireccional, no de cooptación o de instrumentalización. Es decir, de autoorganización en red, como hacemos en sociedad. Si acaso, esta instrumentalización debe ser inversa, es decir, de los ciudadanos hacia sus ocasionales representantes.

Las nuevas formaciones electorales alternativas han propuesto mecanismos de primarias, pero todavía no son suficientes por lo que se refiere a la relación futura entre dichos cargos y los ciudadanos. De poco sirve una campaña electoral «participativa» (la de un político tan poco radical como Barack Obama lo fue en 2008) si luego el mandato no lo es. El liderazgo carismático, la popularidad, pero también las competencias técnicas y relacionales que se adquieren en un puesto parlamentario o estatal, conspiran contra los principios de rotación, de revocabilidad y de rendición de cuentas propios de los movimientos. Lo que luego suele tratarse como traiciones o apoltronamientos son con frecuencia meras consecuencias lógicas de una corrupción estructural previa que no se ha abordado seriamente. Si un político profesional como Willy Meyer sale elegido por tercera vez como número uno en las listas de Izquierda Unida para las elecciones europeas se debe sobre todo a su posición dentro de las estructuras y mecanismos de partido y al uso interno que hace de su papel parlamentario.

No queremos reemplazar una casta para producir otra, aunque supuestamente sea «de los nuestros» y hable el lenguaje que hemos desarrollado. Este es un fenómeno recurrente que desgraciadamente apenas se toca en las reflexiones sobre la hegemonía. Los candidatos que se presenten con ánimo de trabajar con y desde abajo deberán recordar, pues, una cosa: si hay algo que nosotros -electores circunstanciales- hemos dejado claro que no respetamos, es a los representantes que nos tratan, retóricas aparte, como simples representados.

Al mismo tiempo, democracia en sentido sustancial, el gobierno de los cualquiera, es hacer común (commoning). Lo común, la comunidad de iguales, debería ser origen y resultado de nuestra acción colectiva. A esto es a lo que debe tender el «empoderamiento», una palabra que se ha usado mucho últimamente pero cuya ambigüedad semántica hay que tener en cuenta. «Empoderamiento» se llama también una de las herramientas que ha empleado la gobernabilidad neoliberal para controlar a los pobres del sur global. Cooperar desde y para el común es un aspecto esencial que relativiza además las herramientas refrendarias de lo que habitualmente se conoce como democracia «directa» (digital o en papel). Así, no puede calificarse como democrática una medida que contribuya al apartheid, por mucho referéndum que la apruebe. Estas observaciones no son secundarias ni deberían dejarse para después.

Relacionado con todo lo anterior, y con los puntos siguientes, está la maltratada cuestión federal, que entraña una mayor reflexión sobre la territorialidad y la diversidad que la que permite la circunscripción única propia de las elecciones europeas en el Estado español. Las elecciones municipales obligarán a ello. Ya sean círculos o nodos, estos no pueden partir de uno o dos focos radiales que concentren lo esencial de la decisión política.

3. La gobernanza europea realmente existente

El calendario electoral ha querido que la primera convocatoria sean las elecciones al Parlamento Europeo. Podemos y otras formaciones han dejado claro que presentarán listas a pesar de que hubieran preferido unas elecciones estatales. Solo tardíamente han empezado a tomar en consideración la dimensión europea. Hay un consenso generalizado en torno al desprecio por este foro. Un desprecio justificado, por otra parte. Menos justificable es la contraposición entre un Parlamento Europeo ilegítimo e inservible y un parlamento nacional legítimo y útil, pero despojado por aquél de la soberanía y de la democracia. Estas percepciones son erróneas y conviene aclarar unas cuantas cosas.

En la Unión Europea actual la mayor parte de la legislación que se aplica en los diferentes estados miembros o ha sido aprobada primero en el marco de las instituciones europeas o está determinada por el acervo comunitario. Sanidad, educación o vivienda no son competencia comunitaria, pero están atravesadas por normativas que han convertido el Tribunal de Justicia de la UE en un singular campo de batalla. Para hacerse una idea de lo que ello implica, cada nuevo ingreso en la UE supone una negociación cada vez más compleja al tener que incorporarse en derecho interno una mayor cantidad de normas. Un país candidato como Montenegro ha tenido que aprobar en pocos años más de mil quinientas leyes y decretos en tiempo récord, sin contar con las reformas realizadas antes en virtud del vigente acuerdo de asociación. Quiere esto decir que el orden jurídico europeo es derecho interno, no tiene sentido hablar de una relación de dentro-afuera.

En la elaboración de dichas normas el legislador está constituido por dos instituciones, el Consejo (que reúne a los gobiernos) y el Parlamento Europeo, pero en general estos solo pueden discutir y enmendar lo que propone una institución no democrática como es la Comisión Europea, en el ámbito de las competencias que los Estados han decidido atribuir a la UE por medio de los tratados. Tanto el Consejo de la UE como el Parlamento intervienen en el procedimiento presupuestario y en el legislativo ordinario, hoy dominante, en práctica igualdad. Digo práctica porque los gobiernos de los Estados miembros -en particular, de los más grandes- tienen la última palabra en numerosos asuntos, empezando por la revisión de los tratados y terminando en la política exterior y la gobernanza económica. Por usar un símil parlamentario, en la UE la aristocrática cámara de los lores (el Consejo) dispone en el fondo de más poder que la cámara de los comunes (el Parlamento). La razón última es que los gobiernos se han resistido una federalización real en sentido democrático. No obstante, el mercado único ha forzado la extensión en el Consejo de las decisiones por mayoría cualificada en detrimento de la unanimidad (que facilita el veto estatal) y el monopolio de la iniciativa legislativa por parte de la Comisión.

Esto no quiere decir que el Parlamento Europeo no pinte nada, en comparación con los parlamentos nacionales. Su relativa autonomía institucional le ha permitido presionar por pintar cada vez más. Tras las últimas reformas de los tratados, su papel es mayor que nunca: nunca tantas normas en tantos ámbitos competenciales han necesitado de la intervención o aprobación del Parlamento Europeo. En algunas áreas dispone de más poder que los parlamentos nacionales.

El hándicap que afecta al Parlamento Europeo y a los parlamentos nacionales es parecido. Si los parlamentos nacionales tienden a ser correas de transmisión de las propuestas de los ejecutivos estatales, especialmente en los casos en los que la mayoría gubernamental y la parlamentaria es la misma, el Parlamento Europeo solo puede discutir las iniciativas que recibe de la Comisión Europea. Existe por tanto un predominio del ejecutivo a todos los niveles, el cual se expresa también mediante el uso masivo de decretos leyes y de los reglamentos administrativos en los sistemas políticos estatales y subestatales.

Así pues, es solo una parte del legislativo europeo la que viene determinada por las elecciones al Parlamento Europeo. La otra viene determinada por las elecciones estatales. En cierto modo, actualmente las elecciones generales constituyen también una elección parcial, de una parte del legislativo europeo. Por otro lado, son las administraciones estatales y subestatales, las que ejecutan la mayor parte de las políticas europeas mediante sus propios presupuestos y las que entran en contacto directo con los ciudadanos. El resto lo ejecuta directamente la Comisión y un número cada vez más grande de agencias ejecutivas (el presupuesto comunitario, federal, apenas supone al 1% del PIB de la UE).

Finalmente, todo lo anterior está sobredeterminado por el poder financiero que se expresa a través del Banco Central Europeo.

Esta internalización o europeización de los sistemas políticos estatales, o imbricación de estos en la gobernanza europea, por un lado, y su financiarización, por otra, obliga a reconsiderar nuestra manera de concebir el poder constituido en Europa, que es diferente a la de otras regiones del mundo. Así, la troika «impone» (desde afuera) pero solo en la medida en que aplica una condicionalidad acordada previamente por el Consejo, es decir, por las elites neoliberales europeas a través de la negociación (en condiciones desiguales, es cierto) entre los gobiernos. Es más, el sistema ‘Europa’ trasciende la propia Unión Europea, y «salir» de la UE como Estado puede significar únicamente participar en condiciones más desfavorables en su gobernanza.

Semejante complejidad institucional es disuasoria, terreno abonado para expertos y tecnócratas, pero lo es también porque no hemos dedicado tiempo a pensarla tal cual es (no extrapolando símiles del Estado o de otras regiones) ni tampoco a politizarla. Si ponemos la lupa en la provincia española, veremos que su funcionamiento institucional no es menos complejo y no impide la acción política. En la Unión Europea, el marco político adecuado del que hablaba antes es el europeo, pero este supone simultanear Bruselas y Fráncfort con Madrid, Berlín o París. En Grecia la nueva divisoria política entre pro-memorándum y anti-memorándum afecta tanto a las elecciones europeas como a las municipales y generales.

4. El Parlamento Europeo

Los resultados de unas elecciones europeas tienen dos significados. Uno es el impacto simbólico a nivel estatal, que es prácticamente el único que refleja la prensa y el que más interesa a los partidos políticos.

Otro es el impacto en el propio Parlamento Europeo y por extensión en la UE. Este parece menos interesante si seguimos pensando en términos estatales, porque la obtención desde España de uno o diez escaños, sabe a poco frente al total de 766 escaños. Pero este parlamento contiene características interesantes que se pueden aprovechar: una es su plurinacionalidad, otra su autonomía institucional, que lleva a que a menudo sus eurodiputados voten contra lo que sus propios partidos deciden en los gobiernos nacionales, como sucedió con la derrota del tratado ACTA. Allí no hay, en principio, disciplina de partido.

No cabe duda de que un hundimiento del bipartidismo vigente en el Parlamento Europeo generaría un foco de tensión institucional que podría ser aprovechable políticamente y a escala europea. Hay batallas pendientes que son importantes: la lucha contra el nuevo fascismo (que desde ahí puede dar una nueva vuelta de tuerca a la xenofobia y a la restricción de las libertades) o contra el acuerdo de libre comercio entre la Unión Europea y Estados Unidos, que debe ser aprobado o no en el Parlamento. Lo deseable sería que el Parlamento Europeo sirviera además de cámara de resonancia de la necesidad de un proceso constituyente europeo desde abajo y no mediante tratados intergubernamentales.

Este escenario, sin embargo, es difícil que se produzca. La razón es el déficit de transnacionalidad de las fuerzas que se presentan, como consecuencia de la división estatal de las circunscripciones electorales y de los modos de escrutinio. Por un lado, las elites europeas han logrado contener «lo social» y la protesta a escala estatal. Por otro, la constitución legal de familias políticas europeas, favorece a populares (PP y similares) y social-demócratas, presentes de un modo u otro en la práctica totalidad de gobiernos europeos, y con numerosos think tanks, federaciones y fundaciones a su disposición. Los derrumbes de los bipartidismos del sur pueden llegar a ser compensados por la relativa estabilidad de los principales partidos en el norte y principalmente en Alemania, país que por población tiene asignado un mayor número de eurodiputados. Estas familias están en la base de los grupos políticos, fundamentales en el funcionamiento del Parlamento. Sin formar parte de un grupo parlamentario poco se puede hacer allí, y para constituir uno son necesarios un mínimo de 25 eurodiputados que represente al menos a la cuarta parte de los Estados miembros.

Esto quiere decir que cualquier fuerza alternativa en un solo país necesita integrarse en uno de los grupos preexistentes. En vista de que tanto Podemos como el Partido X parece que concurrirán por separado, sería bueno que decidieran desde ya donde preferirían integrarse para que nadie se llame luego a engaño. Todo apunta a que Podemos, de conseguir escaño, se integraría en el Grupo Confederal de la Izquierda Europea/Izquierda Verde Nórdica, que propone al griego Alexis Tsipras como candidato a Presidente de la Comisión Europea, mientras que el Partido X podría verse tentado a integrarse en el Grupo Los Verdes/Alianza Libre Europea, que tiene una estructura más flexible y abierta (en esta legislatura han convivido ERC, ICV y el Partido Pirata sueco con Daniel Conh-Bendit), y que también presenta a sus candidatos a la Comisión (José Bové y Ska Keller). Esto quiere decir que los candidatos electos tendrán que convivir con eurodiputados provenientes de otras formaciones, en ocasiones menos transparentes y menos democráticas. Cualquier candidatura podría aclarar esto de antemano, para evitar futuras decepciones.

5. Algunas conclusiones preliminares

El reconocimiento en sus justos términos de las potencialidades y de las limitaciones temporales y materiales de la vía electoral, y de las instituciones de referencia, debería permitir un debate con menos malentendidos. El acceso al Parlamento Europeo o a un gobierno siempre va a ser el de una parte de la pluralidad social. El carácter mistificador de la representación continuará aunque se gane. En las elecciones al Congreso, en la mejor de las hipótesis una lista o coalición puede arrasar y conseguir mayoría absoluta pero sin superar ese 30% social que ahora reprochamos al Partido Popular. Y dicho acceso, aunque fuera abrumador como el del PSOE en 1982, no va a transformar o acabar con el capitalismo ni va a modificar por sí solos las relaciones sociales injustas que marcan nuestras subjetividades. Cualquier ilusión a este respecto conducirá más pronto que tarde a la melancolía. Semejante transformación se produce en tiempo largo, generacional, disolviendo fronteras, en una compleja e impredecible interacción entre nuestras acciones y deserciones en los ámbitos de lo micro y lo macro.

A lo que sí puede contribuir es a favorecer un clima positivo que permita asestar una estaca definitiva a un vampiro neoliberal que debería haber muerto definitivamente en 2008. Que ayude a desenredar la madeja asfixiante de la deuda. Que apoye y no obstruya el desarrollo de nuevas instituciones democráticas. Pero para ello el acceso a un parlamento o a un gobierno no debería provocar un reflujo de las mareas ciudadanas («vuelvan a sus casas») sino ayudarlas a que sean tsunamis y a que sean plurales, incluyendo de manera muy especial la «rabia de la mugre de los barrios«. Propuestas estimulantes como la de la Carta para la democracia o la menos conocida del Nuevo rapto de Europa, producidas por auténticos think tanks del abajo, pueden ayudar en esa dirección. No olvidemos que en Suramérica no fue el acceso al poder de determinados partidos o dirigentes los que desencadenaron los cambios; previamente los regímenes neoliberales ya habían sido deslegitimados políticamente por unos movimientos que habían transformado radicalmente la relación de fuerzas, en las calles y en las cabezas.

No va a ser fácil mantener este equilibrio entre los diferentes frentes. Con tres convocatorias electorales previstas de aquí a finales de 2015, el esfuerzo que ello requiere puede distorsionar bastante nuestras prioridades. La tarea de conseguir representación parlamentaria con todo un sistema en contra es complicada, pese al deseo de una política diferente. Será necesario un ingrato trabajo, de tú a tú, que convenza en poco tiempo no a los que ya tenían pensado votar a uno u otro partido conocido, sino principalmente a quienes con su silencio expresan un legítimo «que se vayan todos», prácticamente la mitad del electorado en las elecciones europeas. Nuestro sistema electoral solo nos permite votar una lista, es una única papeleta la que puede caer en la urna. La presentación por separado de diferentes listas resta sin duda posibilidades a cada una de ellas. No por ello tiene sentido exigir unidades ni votos, del mismo modo que no se puede exigir el amor. Eso hay que ganárselo.

Las elecciones europeas pueden ser, en fin, una oportunidad política. Pero lo será solo a condición de que las veamos como algo más que unas elecciones al Parlamento Europeo, y algo más que unas elecciones en clave estatal. La descomposición política española y griega nos dan una pista. La ucraniana, otra. Debemos conjurar el deprimente horizonte que nos ofrecen nuestras oligarquías: entre deflación económica y ética o guerra. La alternativa solo puede ser una potencia que nunca se cierre, una incógnita que tengamos que resolver en común, una y otra vez.

Fuente: http://www.javierortiz.net/voz/samuel/que-x-podemos