Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
El 20 de enero, la respuesta a esa pregunta parecía obvia. En su discurso inaugural, con George Bush colocado justo detrás de él, el Presidente Obama se comprometió firmemente a «rechazar, por falsa, la opción entre nuestra seguridad y nuestros ideales», una indicación clara de que, como prometió en un discurso en agosto de 2007, se disponía a desmantelar las aberraciones extralegales de la «Guerra contra el Terror» de la administración Bush.
Mientras yo sea Presidente, EEUU rechazará la tortura sin excepción alguna. EEUU es el país que se levantó contra ese tipo de conductas y volveremos a hacerlo de nuevo… Como Presidente, cerraré Guantánamo, anularé el Acta de las Comisiones Militares y me adheriré a las Convenciones de Ginebra… Seremos de nuevo un ejemplo ante el mundo de que la ley no está sometida al capricho de gobernantes obcecados y que la justicia no es arbitraria.
Al día siguiente, el Presidente Obama pidió a los jueces militares de Guantánamo que durante cuatro meses pusieran fin a todos los procesos en curso de las Comisiones Militares en Guantánamo (los juicios terroristas ideados por Dick Cheney y sus más cercanos consejeros en noviembre de 2001), para que a la nueva administración le diera tiempo a revisar el sistema y decidir cuál era la mejor forma para seguir adelante con las posibles actuaciones judiciales.
Un día después, firmó sus primeras órdenes ejecutivas, afirmando que cerraría Guantánamo en el plazo de un año, confirmando la prohibición absoluta de la tortura, ordenando a la CIA que cerrara todas las prisiones secretas, estableciendo una inmediata revisión de los casos de los 242 prisioneros que aún quedan en Guantánamo, y requiriendo del secretario de defensa Robert Gates que se asegurara, en el plazo de 30 días, de que las condiciones en Guantánamo se ajustaban a las Convenciones de Ginebra.
Al principio, todo parecía marchar muy bien. Dos jueces pararon inmediatamente las vistas previas a juicio en los casos del canadiense Omar Khadr y de los cinco coacusados de estar implicados en los ataques del 11-S, y el Presidente se aseguró incluso una victoria extra en el campo de las relaciones públicas cuando Khalid Sheik Mohammad, el confeso arquitecto del 11-S, que había estado buscando un juicio rápido y el martirio en el desacreditado sistema de las Comisiones, expresó su insatisfacción ante el juez. «Deberíamos proseguir, no vayamos entonces hacia atrás, sigamos hacia delante», dijo.
La primera señal de desacuerdo del Pentágono
Sin embargo, el 29 de enero, el juez principal de las Comisiones recientemente designado, el coronel del ejército James M. Pohl, presentó el primer desafío a los planes del Presidente cuando se negó a suspender la comparecencia del prisionero saudí Abdul Rahim al-Nashiri, fijada para el 9 de febrero, afirmando que «había hallado que los argumentos de los fiscales, incluida la afirmación de que la administración Obama necesitaba tiempo para revisar sus opciones, ‘no era una base convincente para retrasar la comparecencia'».
De repente, se plantearon preguntas urgentes acerca de quién estaba gobernando Guantánamo, porque ocurría que aunque Barack Obama podía pedir lo que quisiera, las Comisiones, como el coronel Pohl señaló, habían recibido el mandato cuando «el Congreso aprobó el Acta de Comisiones Militares que sigue en vigor». Añadiendo: «La Comisión está vinculada a la ley que actualmente existe, no a la que se pueda cambiar en el futuro».
Además, la única funcionaria con poder para suspender la comparecencia de al-Nashiri era Susan Crawford, la Autoridad para la Coordinación de las Comisiones, que conserva su puesto como alta oficial del Pentágono que supervisa los juicios, aunque sea una protégée del ex Vicepresidente Dick Cheney y amiga muy próxima del Jefe de Gabinete de Cheney, David Addington, los dos personajes que, mucho que más que cualquier otro, establecieron el sistema de «justicia arbitraria» que Barack Obama pidió se liquidara.
Después de varios días de tensión, evidentemente se convenció a Crawford para que aplazara la comparecencia, lo que hizo el 5 de febrero, desestimando las acusaciones sin perjuicio de la cosa juzgada (lo que significaba que podían restablecerse en una fecha posterior). Se negó a hacer comentarios sobre su decisión, y de hecho sólo ha hablado públicamente en una ocasión desde que fue nombrada en febrero de 2007, cuando admitió, en la semana anterior a la toma de posesión de Obama, que el trato al que se había sometido al prisionero saudí Mohammed al-Qahtani había implicado el uso de la tortura. En cambio, un portavoz del Pentágono dio otro paso adelante más al afirmar: «Fue su decisión, pero refleja el hecho de que el Presidente ha emitido una orden ejecutiva que manda que se ponga fin a las Comisiones Militares, en espera de los resultado de supervisar nuestras operaciones en Guantánamo».
Esto fue apenas suficiente para disipar las dudas de por qué una protégée de Cheney seguía a cargo de las Comisiones, y esas dudas se ampliaron cuando Associated Press anunció que dos más de los nombramientos políticos de Bush -Sandra Hodgkinson, la ex asistente adjunta del secretario de defensa para asuntos de los detenidos, y la asistente especial Tara Jones- habían sido trasladadas a sendos puestos en el servicio civil del Pentágono. Hodgkinson se había pasado varios años defendiendo las políticas de detención de la administración Bush, y Jones, como explicó AP, trabajó en el programa de asuntos públicos del Pentágono «que tenía como objetivo persuadir a los analistas militares para que generasen una cobertura favorable a las noticias sobre la guerra en Iraq, las condiciones en Guantánamo y otros esfuerzos para combatir el terrorismo», que se «cerró entre feroces críticas e investigaciones en el Capitolio sobre si eso violaba la ética del Pentágono y la política de la Comisión Federal de Comunicaciones».
La huelga masiva de hambre
Sin embargo, mientras el desacuerdo del coronel Pohl y la continuada presencia de Susan Crawford creaban serias dudas sobre la capacidad -o voluntad- del Pentágono para abrazar el mundo post-Bush de Obama, los desarrollos más preocupantes tienen lugar en el mismo Guantánamo. Aunque Robert Gates, el único alto funcionario de la administración Bush específicamente retenido por Obama, ha mostrado voluntad de ajustarse a las nuevas condiciones (que es, posiblemente, lo que animó en un primer omento a Obama a conservarle), parece improbable que, incluso con la mejor voluntad del mundo, pueda hacerse cargo de los problemas que actualmente asolan Guantánamo en los doce días que le quedan del plazo que le han concedido para revisar las condiciones en la prisión.
Hace un mes -inspirados especialmente por el séptimo aniversario de la apertura de la prisión y por el cambio de administración-, al menos cuarenta y dos prisioneros en Guantánamo se embarcaron en una huelga de hambre. Según las directrices establecidas por las prácticas médicas, está prohibido alimentar a la fuerza a los prisioneros mentalmente competentes que inicien una huelga de hambre, pero en Guantánamo esa prohibición no ha tenido nunca mucho peso. Alimentar a la fuerza ha sido parte del régimen a lo largo de toda su historia, aplicado con todo vigor sobre todo en enero de 2006, en respuesta a una intensa huelga masiva de hambre de larga duración, cuando se llevaron a Guantánamo un número de sillas especiales, que se utilizaron para «romper» la huelga.
Como informé la pasada semana, alimentar a la fuerza, que implica amarrar a los prisioneros a las sillas con correas utilizando para ello dieciséis correas separadas y metiendo a la fuerza un tubo por la nariz hasta el estómago dos veces al día, es claramente un mundo muy diferente del trato humano exigido por las Convenciones de Ginebra, como también «las sacas forzosas de las celdas» llevándose a los prisioneros para alimentarles por la fuerza.
Sin embargo ahora, la teniente coronel Yvonne Bradley, fiscal de la defensa militar del residente británico Binyam Mohamed (cuya «entrega extraordinaria» y tortura hizo que estallara un escándalo trasatlántico la pasada semana), ha informado que las condiciones dentro de la prisión se han deteriorado aún más. En un artículo del Observer del domingo, la teniente coronel Bradley, que indicó que su cliente estaba «muriéndose en su celda de Guantánamo», informó de una visita a la prisión la pasada semana y afirmó:
Hay al menos cincuenta personas en huelga de hambre, veinte de ellas en situación crítica, según Binyam. El Grupo de Trabajo Conjunto no está comentando nada porque no quieren que la gente sepa lo que está pasando. Binyam ha presenciado cómo se sacaba a la fuerza de sus celdas a algunos prisioneros. Grupos de operaciones especiales de la policía se preparan para entrar y llevarse a las personas; si se resisten, son alimentados a la fuerza y después se les golpea. Binyam no había visto ni presenciado esto antes. En Guantánamo Bay hay una huelga masiva de hambre y las cifras están creciendo; las cosas están empeorando.
Es tan grave que no hay suficientes sillas donde amarrarles y obligarles a tomar alimento durante un período de dos o tres horas para que lo digieran a través de un tubo. Como no hay suficientes sillas, los guardias están teniendo que alimentarles ellos mismos a la fuerza por turnos. Binyam se sintió aterrado tras contemplar cómo golpeaban a un prisionero cercano a él y decidió que no iba a resistirse. Pensó: «No quiero que me golpeen, me hieran o me maten». Dada la situación de su salud, un mal golpe hubiera resultado fatal.
La teniente coronel Bradley añadió que el relato de Mohamed sobre la «salvaje paliza» soportada por un compañero fue el «primer relato que había recibido personalmente de un detenido físicamente atacado en Guantánamo».
En efecto, aunque el relato de la teniente coronel Bradley indica que la crisis en Guantánamo es de tal gravedad que las discusiones en curso sobre el cumplimiento de las Convenciones de Ginebra debería sustituirse por una intervención urgente para atender las quejas de los prisioneros (empezando por aliviar el aislamiento crónico en que se mantiene a la mayor parte de los prisioneros), la situación en Guantánamo se ha encontrado un decidido silencio por parte del Pentágono y la Casa Blanca.
¿Será realmente necesario que se produzca otra muerte en Guantánamo -la sexta- para que haya una inmediata respuesta?
Andy Worthington es un historiador británico y autor de «The Guantánamo Files: The Stories of the 774 Detainees in America’s Illegal Prison», (publicado por Pluto Press). Su página en Internet es: www.andyworthington.co.uk.
Puede contactarse con él en: [email protected]
Enlace con texto original: