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Religión y enseñanza

Fuentes: Revista Pueblos

El laicismo es un principio indisociable de un sistema político verdaderamente democrático, y eso no tiene nada que ver con la «tolerancia» propugnada por algunos bien-pensantes que no ven las consecuencias de instaurar en la sociedad un régimen normativo privilegiado en favor de cualquier fe religiosa, a la que se le da el status de […]

El laicismo es un principio indisociable de un sistema político verdaderamente democrático, y eso no tiene nada que ver con la «tolerancia» propugnada por algunos bien-pensantes que no ven las consecuencias de instaurar en la sociedad un régimen normativo privilegiado en favor de cualquier fe religiosa, a la que se le da el status de ente público, al servicio de supuestas revelaciones sagradas o mandatos divinos.

-¿Quién me echa de mi tierra?- continuó el impresor con rabia. Los curas, a los que Napoleón recordó en su concordato en lugar de tratarlos como el Estado trata a los médicos, a los abogados y a los astrónomos, al ver solamente en ellos a unos ciudadanos, sin preocuparse de la industria a través de la que ellos se ganan la vida. ¿Habría hoy nobles insolentes si tu Bonaparte no crease barones y condes? No, la moda ya habría pasado. Después de los curas, son los pequeños nobles del campo los que de peor humor me pusieron y me forzaron a hacerme liberal.

La conversación terminó. Aquel tema iba a ocupar a Francia todavía medio siglo más…

El anterior pasaje forma parte de un diálogo de Rojo y negro, escrito por Stendhal entre 1927 y 1931 y hace referencia a una situación de comienzos del siglo XIX. Han pasado casi dos siglos y en este país, no en Francia, los obispos siguen empecinados en que el Estado les mantenga su «industria», actuando en defensa de las reivindicaciones más sectarias con una prepotencia sólo explicable por el especial status del que casi siempre han gozado, afianzado durante la dictadura, y que quieren mantener in aeternum.

El laicismo es un principio indisociable de un sistema político verdaderamente democrático, y eso no tiene nada que ver con la «tolerancia» propugnada por algunos bien-pensantes que no ven las consecuencias de instaurar en la sociedad un régimen normativo privilegiado en favor de cualquier fe religiosa, a la que se le da el status de ente público, al servicio de supuestas revelaciones sagradas o mandatos divinos.

Ante tal regresión intelectual la sociedad deberá defenderse con el principio innegociable de la laicidad, que no tiene nada que ver con la insensatez de asumir fórmulas engañosas y manipuladoras, como otorgar un estatuto privilegiado a todas las religiones, de manera que si hoy en los centros de enseñanza pública el retrodiscurso vaticanista se subvenciona con el dinero de todos, lo democrático será aguantar pasado mañana, a imams, pastores variados y algún que otro Hare Krisna pululando, a cuenta de los presupuestos del Estado, esmagando la razón por las aulas, ora propugnando la existencia de la Santísima Trinidad en el ADN, ora legitimando visiones mitológicas como el llamado Diseño Inteligente frente a la científicamente contrastada Teoría de la Evolución. No es una cuestión de mayorías ni de que un padre, o una madre, partidario de la ablación/castración, sea esta psicológica o física, pueda elegir la manera de deformar o dañar a su hijo.

¿Por qué acepta tan dócilmente nuestra sociedad la ficción de que las opiniones religiosas poseen cierta clase de derecho a ser respetadas automáticamente y sin cuestionamientos? Si uno desea que respeten sus opiniones acerca de política, ciencia o arte, tiene que ganarse ese respeto por medio de argumentaciones, la razón, la elocuencia y el conocimiento pertinente, sin embargo, si defendemos un punto de vista basado en creencias religiosas, ante eso los críticos deben callar si no quieren enfrentarse con la indignación general. ¿Por qué las opiniones religiosas deben quedarse al margen de toda crítica?¿Por qué tenemos que respetarlas, por el simple hecho de ser religiosas? Creemos que es el momento de acabar con toda clase de ambigüedades.

La religión, a diferencia de otras actividades, es absolutamente innecesaria para regular las relaciones entre humanos en una sociedad civilizada. Las creencias religiosas no son susceptibles de ser probadas, y como nos recuerda el biólogo evolutivo Richard Dawkins en su A Devil’s Chaplain, pretender una presencia social en base a creencias en un mundo ilusorio habitado por arcángeles, demonios e otros seres imaginarios es absurdamente trágico. La existencia de un Dios, o dioses, la existencia del Cielo, admitir que María no murió, que Jesús no tuvo un padre humano, que las plegarias reciben respuesta, que el vino se transforma en sangre; son creencias todas ellas no apoyadas en pruebas consistentes. Sin embargo millones de personas participan de ellas, tal vez porque se las enseñaron cuando niños. Y así los niños musulmanes creen cosas diferentes que los cristianos; los católicos creen cosas diferentes que los anglicanos, los adventistas o los ortodoxos, siendo todos ellos cristianos. Cada secta está absolutamente convencida de que las otras están equivocadas.

Los padres que quieran que sus hijos participen en este tipo de saberes son muy libres de hacerlo, pero evidentemente al margen del sistema educativo, que de seguir predicando tolerancia en lugar de laicidad, se encontrará en breve – si esto no está pasando ya- con que en aulas contiguas se estén dando visiones del mundo contradictorias. Para aquellos que asuman su respectivo dogma como pauta de vida no hay discurso posible que conduzca a una coexistencia pacífica más allá de lo coyuntural. La fe no se derrota con la razón y entonces, como la historia -tanto la más reciente como la pretérita- nos enseña, el germen de la violencia está sembrado.

Para conseguir un mundo más habitable, de acuerdo con el actual bagaje cultural y evolutivo de las personas, la escuela debe dedicarse a impartir conocimientos racionales, objetivos, argumentados y contrastables. La religión debe quedarse en la esfera de lo individual, y si no debe ser perseguida – allá cada quien con sus creencias- tampoco debe ser financiada para que compita en el sistema educativo con las visiones racionalistas y científicas del mundo a las que la Iglesia Católica tiene una larga tradición en poner atrancos, hasta que la evidencia del paso del tiempo -demasiado- le hace reconocer sus errores; por fin acabó admitiendo que la Tierra gira alrededor del Sol o que la sangre circula por arterias y venas. Que determinada religión tenga muchos afiliados no debe ser una razón de peso para que adoctrine a cuenta del dinero público, ya que si es por afición y afiliación habría que ir pensando, pongamos por caso, en el fútbol como asignatura obligatoria.

* Xenaro García Suárez es licenciado en matemáticas y doctor en filosofía.