Recomiendo:
0

Renta básica: hacia un Estatuto de Autonomía Personal

Fuentes: Rebelión

Desde 1978, año en que se aprobó la vigente Constitución, la riqueza general de la Nación española ha aumentado de manera considerable. Por su magnitud, el Producto Nacional Bruto nos coloca dentro de la franja ocupada por las diez máximas potencias económicas del mundo. Ese crecimiento material ha ido parejo con la expansión tanto de […]

Desde 1978, año en que se aprobó la vigente Constitución, la riqueza general de la Nación española ha aumentado de manera considerable. Por su magnitud, el Producto Nacional Bruto nos coloca dentro de la franja ocupada por las diez máximas potencias económicas del mundo. Ese crecimiento material ha ido parejo con la expansión tanto de la desigualdad como de la ideología neoconservadora que la propugna, de manera que el aumento de riqueza no ha tenido un adecuado reflejo en las políticas de cohesión social. Vivimos en una nación muy rica cuyo sistema de protección social se sitúa entre los peores de la Unión Europa. Sin embago, esta plétora material lo que sí ha servido es para hacer proliferar una clase política cuyas bien nutridas filas administran las antiguas provincias del país que los romanos conocían como Hispania. Nombre, por cierto, derivado del fenicio Spania, que admite la sabrosa traducción de «tierra de conejos».

Esta clase -me refiero a la política, no a la conejil- teniendo el riñón bien cubierto y no habiendo de preocuparse por la cotidiana lucha por el pan, despilfarra hoy sus energías en la disputa por el poder territorial. El afán de arrebatarse los unos a los otros pedazos de incumbencia en el manejo de la riqueza nacional ha desembocado en un ruidoso forcejeo verbal ante la opinión pública. Una gresca que el lenguaje políticamente correcto traduce como debate sobre la organización autonómica del Estado español. O sea de la sacrosanta Conejalia, cuyas más rancias esencias defienden los conservadores del glorioso bando nacional, en abierta oposición a las ambiciones de los micronacionalistas regionales.

En esta pugna por el poder, la derecha farisaica y sus madrigueras mediáticas se rasgan las vestiduras por la España que, dicen, está a punto de romperse, mientras callan ante la sangrante realidad de una España con la espina social quebrada por la acción tradicional de la derecha sempiterna. Una España habitada por la gente de carne y hueso cuyo «hecho diferencial» más notorio consiste en ser pobre.

En números redondos, el censo en España registra más de 44 millones de habitantes, de los cuales, 141.000 son ostensiblemente ricos y unos 8.500.000 son manifiestamente pobres. Para entendernos, consideraremos rica a la persona que los bancos consideran como tal, o sea, a la que dispone de más de un millón de dólares (817.000 euros o 136 millones de pesetas) en activos financieros líquidos -dinero o depósitos bancarios a la vista o de disponibilidad inmediata-, concepto que no incluye bienes o propiedades inmobiliarias. Conforme a este estándar, un total de 141.000 españoles superaban la barrera del millón de dólares al finalizar 2004, según el informe sobre la «Riqueza en el Mundo» elaborado por el banco Merrill Lynch, entidad que se supone sabe lo que dice en materia crematística.

Por lo que a los pobres se refiere, un criterio generalizado en la Unión Europea considera en situación de pobreza relativa a todas aquellas familias y personas cuya renta se sitúa por debajo del 60% de la mediana del ingreso disponible nacional. Es lo que se conoce como «umbral de pobreza», cifrado en 5.177 euros anuales o 369 euros mensuales en 2004. Pues bien, uno de cada cinco españoles, (19,9%) vive con menos de esa cantidad. La pobreza afecta más a las mujeres (20,8%) que a los hombres (19%). Estos datos proceden de la Encuesta de Condiciones de Vida difundida por el Instituto Nacional de Estadística el 5 de diciembre de 2005, víspera de la fiesta de la Constitución española.

Ello significa que en nuestro país hay sesenta pobres por cada rico. Una proporción que ha mejorado respecto a la descrita en el siglo XVIII por el escocés Adam Smith en su libro Una Investigación sobre la Riqueza de las Naciones: «En las naciones de cazadores casi no hay propiedad, o como máximo no hay ninguna que supere el valor de dos o tres días de trabajo; y por eso no hay un magistrado permanente ni una administración regular de la justicia […]. Cuando hay grandes propiedades hay grandes desigualdades. Por cada hombre muy rico debe haber al menos quinientos pobres».

A propósito de este desequilibrio apunta el escocés que: «En especial los ricos están necesariamente interesados en conservar un estado de cosas que pueda asegurarles sus propias ventajas […]. El gobierno civil, en la medida en que es instituido en aras de la seguridad de la propiedad, es en realidad instituido para defender a los ricos frente a los pobres, o a aquellos que tienen alguna propiedad contra los que no tienen ninguna.»

Smith pone así de relieve una evidencia que la ideología al servicio de las clases dominantes trata de negar a toda costa: que la pobreza no es una calamidad surgida de un azaroso designio de la naturaleza. El rico y el pobre no pertenecen a especies zoológicas diferenciadas y, dentro del orden de los primates, la especie humana es la única que ha institucionalizado la pobreza por medio de un sistema coercitivo cultural y político. La existencia de un amplio sector de individuos pobres en el seno de una nación rica no es un hecho fortuito, sino que obedece a una voluntad política. Y un clarísimo ejemplo de esa voluntad discriminadora lo encontramos en la cuantía de las pensiones mínimas que la rica España considera adecuada para millones de jubilados.

En 2005, el importe de la pensión contributiva mínima para una persona jubilada mayor de 65 años y con un cónyuge al que mantener es de 524,01 euros. Puesto que con esa paga han de vivir dos personas, la renta per cápita en ese hogar es de 262 euros, sensiblemente inferior al umbral de pobreza. A este caso muy generalizado hay que añadir el alrededor de medio millón de ancianos que malviven con las pensiones no contributivas o de vejez que apenas superan los 300 euros mensuales. Y ha de quedar claro que no es un cataclismo natural la causa de que esas dos personas hayan de vivir en la pobreza. Ni tampoco es la escasez de recursos económicos del país el motivo por el que reciben pensiones tan bajas. Si millones de pensionistas son pobres, ello es debido a la voluntad política de los rectores del sistema social, que son, en definitiva, los responsables de fijar la cuantía de las pensiones.

Si las bajas pensiones suponen una auténtica falta de decoro político y moral por parte de los gobernantes, el hecho de que haya hogares con ingresos por debajo del umbral de pobreza aunque algunos de sus miembros trabajen fuera de él es todo un símbolo del fracaso de la política neoliberal. Tanta apología como se hace de las virtudes del trabajo asalariado y resulta que, a través de él, volvemos al siglo XIX. En el escenario laboral es cada vez mayor la presencia de la figura del working poor, es decir, la persona que es pobre pese a efectuar un trabajo asalariado. Temporalidad, precariedad y abuso patronal son las principales causas de esta pobreza laborante consentida por las leyes estatales.

Pero el Estado no es fuerte ni débil a priori. Su debilidad o fortaleza depende de la voluntad política de quienes ocupan sus distintos jerarquías. Y los actuales gobernantes se hallan más atentos a dirimir conflictos regionales que a reducir la brecha social. Se enzarzan en peleas nominalistas, olvidando que han sido elegidos por la gente, y que ésta vive de pan, no de banderas que lucen el color de la ideología del poder. De ahí que sea antigua la costumbre de besar el pan por devoción y la bandera por coacción.

En el siglo XXI, en pleno auge de Internet como patria virtual de la humanidad, para un ciudadano de inteligencia media resulta tedioso tener que aguantar como principal discurso político las disertaciones sobre nacionalidades irredentas, naciones rotas, realidades nacionales y naciones irreales. No se discute en estas líneas el derecho de cada ciudadano a vestir el traje que mejor convenga a su sentido estético. Pero el asunto de los estatutos autonómicos debería ser una «materia optativa» y no el problema troncal de una sociedad cuya asignatura pendiente es acabar con la pobreza estructural.

Lo que hay que defender, ante todo, es la autonomía de la persona. Es decir, la autonomía entendida como «libertad real» para desenvolverse sin trabas en la vida. John Locke define la persona como «un ser pensante, inteligente, que tiene razón y reflexión y puede considerarse a sí mismo como sí mismo, la misma cosa pensante, en diferentes tiempos y lugares». Una de las principales características de la persona es precisamente su autonomía, como reconoce la corriente de pensamiento ético asociado con Kant, y a la que se adscriben muchos escritores modernos que no son kantianos, según la cual el respeto por la autonomía personal constituye un principio moral básico.

Por autonomía de la persona se entiende la capacidad de elegir, de hacer y actuar según las propias decisiones. Pero esta autonomía, esta libertad de elección, no está al alcance de esos ocho millones y medio de españoles pobres. Quienes no pueden pagar la entrada al recinto del mercado no pueden acogerse al celebrado principio liberal del «laissez faire». Y la privatización de servicios que obliga a la gente a pagar peaje en cada movimiento tampoco es compatible con el «laissez passer». En el Reino Neoliberal, o pagas o revientas.

Una garantía de que todos los miembros de pleno derecho de la sociedad participarán de manera efectiva en el reparto de la riqueza nacional es la primera condición para hablar de autonomía con cierta altura moral. La política y la economía no serán actividades dignas mientras no sitúen a la persona como medida de todas las cosas, y no al revés. Representar a la persona por encima del territorio debería ser la gran prioridad de un Estado democrático, cuyos gobernantes son elegidos por personas.

La anterior mención a Locke no es casual, ya que el Orden Establecido en la estructura formal del Estado liberal se sostiene, en gran medida, en la figura lockeana del consentimiento. Es decir, del contrato convivencial suscrito entre todos los miembros de una sociedad, y entre éstos y los profesionales a quienes se les confía el Gobierno. Pues bien, partiendo de la estricta etimología del término «rebelión» (re-bellum, de regressio ad bellum: «volver a la guerra»), Locke entendía que los gobernantes, cuando actúan contrariamente al fin para el que fueron instituidos, están de hecho introduciendo un estado de guerra, deshacen los lazos sociales y destruyen la autoridad que les concedió la sociedad civil. Llegado este caso, al pueblo le está permitido combatir a quienes han violado el contrato.

De manera que no es por caridad por lo que debemos socorrer a los pobres, sino para prevenir que la desigualdad coloque a los más desfavorecidos en la tesitura de ejercer el derecho a la rebelión. La reciente explosión de ira incendiaria protagonizada en Francia por el sector de jóvenes sin expectativas de futuro sembró un fundado temor entre los dirigentes. Pero aunque el método de prender fuego al coche del vecino no sea digno de aplauso, la acción de los rebellantes fue un nítido ejemplo del ejercicio legítimo del derecho a la rebelión. Algo que, precisamente, quiso evitar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada por las Naciones Unidas en 1948: «Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión…» según se puede leer en su Preámbulo.

El neoliberalismo predica el darwinismo social, la vuelta a la ley de la selva. Conforme a esa lógica, parece meridianamente claro que si a una persona no le es posible ejercer en su plenitud el derecho a la existencia, no le quede, entonces, otra salida que el legítimo ejercicio del derecho de resistencia. Máxime si la naturaleza le ha concedido el suficiente vigor físico. Un Estado regido por la flaqueza moral abusa de los pensionistas más pobres porque ya no están en condiciones de incendiar automóviles ni de levantar barricadas. Pero los jóvenes vigorosos pueden hacer esto y mucho más, teniendo a su favor las facilidades que las nuevas tecnologías ponen al alcance de cualquiera. De manera que si algún día los pobres bien informados de los países ricos decidieran sublevarse de manera generalizada, el conflicto tendría unos costes para el sistema sensiblemente más elevados que la administración ex ante de una vacuna contra la rebelión. Vacuna que incluye entre sus componentes la percepción de un ingreso de existencia garantizado.

Puesto que no basta con enunciar un derecho básico, como el derecho a la vida, si éste no se dota de una base material sobre el que ejercerlo, era necesario actualizar la Declaración de 1948 a la realidad actual. En septiembre de 2004, el Fórum Universal de la Culturas aprobó en Barcelona un Manifiesto en el que se insta a la comunidad internacional a adoptar una Carta de los Derechos Humanos Emergentes para el Siglo XXI. En su Artículo 1º la Carta enfatiza el derecho a la existencia en condiciones de dignidad, por lo que defiende: «El derecho a la renta básica, que asegura a toda persona, con independencia de su edad, sexo, orientación sexual, estado civil o condición laboral, el derecho a vivir en condiciones materiales de dignidad. A tal fin, se reconoce el derecho a un ingreso periódico sufragado con cargo a los presupuestos del Estado, como derecho de ciudadanía, a cada miembro residente de la sociedad, independientemente de sus otras fuentes de renta, y sin perjuicio de la exigencia del cumplimiento de sus obligaciones fiscales en dicho Estado, que sea adecuado para permitirle cubrir sus necesidades básicas».

La renta básica de ciudadanía es el primer paso para establecer un auténtico Estatuto de Autonomía Personal para todos los habitantes de España. Algo que no será viable hasta que los gobernantes aborden con valentía, sin complejos neoliberales ni gazmoñerías identitarias, la tarea civil de aumentar el grado de libertad real de las personas poniendo fin a las situaciones de pobreza dentro del territorio. Pues la pobreza implica sometimiento, de manera que, con independencia de la bandera a cuya sombra transcurra su existencia, un pobre nunca podrá ser un ciudadano libre, ni pertenecer a otra nación que no sea el Reino de la Necesidad.

* Periodista y escritor, José Antonio Pérez ya abordó este tema en Rebelión en la sociedad civil (Flor del Viento, Barcelona, 1999)