Recomiendo:
6

La escuela en tiempos de la COVID

¿Revolución o reforma?

Fuentes: Rebelión

Hay una frase que mi padre solía decir cuando yo era niño: “Para ser buen ingeniero hay que saber hacer dos cosas: serrar con una lima y limar con una sierra”. Luego siempre añadía que, en realidad, el mérito estaba más en lo segundo que en lo primero. Y lo cierto es que no recuerdo haberle visto nunca limar con una sierra, pese a que su calidad como ingeniero queda fuera de toda duda.

Pero yo no soy ingeniero, ni nunca lo he pretendido. De modo que, siempre que aquella frase me ha vuelto a la cabeza –y lo ha hecho a menudo–, se ha convertido en una pregunta adaptada al contexto: ¿estoy sabiendo en tal o cual situación “limar con una sierra o serrar con una lima”?

Piense al respecto cada cual lo que quiera en su propio contexto. El mío, por acotar, es que soy profesor de secundaria en la España neoliberal del siglo XXI. Y un día, imagino que uno de esos días anegados por el cansancio de Sísifo –por decirlo suave–, me planteé la pregunta al revés: ¿Qué mérito ni qué gaitas? ¿Y no sería mejor ingeniero, mil rayos, aquél que tuviera siempre a mano una caja de herramientas bien pertrechada de limas, sierras, martillos y todo lo demás?

Habría muchas maneras de abordar esta nueva versión de lo de la lima y la sierra. Desde el punto de vista –digamos– de la “cárcel del yo”, ya sabemos lo que el amigo Camus le diría a Sísifo. O lo que el viejo Epicuro afirma sobre el verdadero filósofo, que “es feliz incluso mientras es torturado”.

Bien: desde la cárcel del yo, me confieso camusiano y epicúreo como el que más. Pero acabar aquí esta reflexión significaría esquivar algo muy importante, pues si en algún momento se levantan las rejas de la cárcel del yo, puede que entre en escena esa emanación suya que podríamos muy bien denominar colmena, o metaorganismo, pero que en cambio solemos llamar “sociedad”, palabra opaca que encierra el único escenario en que es posible la escuela. Que es en lo que yo trabajo, como ya he dicho.

Y digo todo esto para justificar la afirmación siguiente: los profesionales de la educación secundaria, el profesorado, no tenemos ni mucho menos la función social de demostrar que sabemos limar con sierras ni serrar con limas. De hecho, socialmente hablando, no tiene demasiado valor demostrar tales méritos, más propios del malabarista o del equilibrista. Lo que la sociedad necesita de la escuela y sus docentes es que los alumnos salgan de ella con la mejor educación posible. Y lo mejor para serrar, mire usted, es una sierra, y para limar una lima, si nos dejamos por un momento de méritos y malabarismos varios. Cuando uno entra en el aula y se enfrenta a tener que saltar una pared demasiado alta, sucede lo siguiente. Una gran parte del profesorado se ve obligado a refugiarse en la cárcel del yo otra vez. A sobrevivir. A ponerse como objetivo no sucumbir ante la absurda tarea de Sísifo. Y ¿qué hacen los pocos que no aceptan esa resignación? Deciden ser héroes. Deciden hacer lo imposible, tratar de enfrentar su destino y saltar ese muro que es demasiado alto (o quizá derribarlo a cabezazos), porque su misión es demasiado sagrada como para renunciar: la misión, nada más y nada menos, de dar una buena educación a los futuros ciudadanos. Que es poco menos que decir la llave a una sociedad feliz, frente al camino que conduce a una sociedad desgraciada.

Mi respeto a los unos y a los otros.

Lamentablemente, el resultado de la situación descrita sólo puede ser el no deseado, el de una “sociedad desgraciada”, porque la escuela no necesita unos cuantos héroes, sino que necesita, más bien, que la mayoría de sus docentes encuentren las condiciones que les permitan desarrollar correctamente su función: así de claro.

Por lo tanto: ¿cuáles son estas condiciones? Y: ¿qué sentido tiene hacerse justo ahora la pregunta, en medio de una pandemia que nos empuja a programas de mínimos, a poco menos que tratar de sobrevivir a un naufragio?

Responderemos primero a la segunda pregunta. Aunque pueda parecer paradójico, es precisamente a causa de la pandemia que tiene ahora más sentido que nunca plantearse la gran pregunta: ¿revolución o reforma… del sistema educativo?

Y el motivo es bastante fácil de entender para todo aquél que se haya hecho “la gran pregunta” en cualquier otro ámbito. Los cambios drásticos, las verdaderas revoluciones, con todas sus luces y todas sus sombras, no caen como un rayo del cielo sereno.

Para levantar de nuevo un edificio, lo primero es tumbar el edificio viejo; si éste, pese a lo viejo, es aún sólido, no habrá quien lo tumbe, y por tanto será en vano todo proyecto de revolución más allá de la simple reforma.

Las crisis son las verdaderas ventanas de oportunidad en las cuales todo puede cambiarse desde sus raíces, porque las viejas estructuras están saltando por los aires, como en una explosión volcánica, y la lava que sale por el cráter del volcán es aún roca fluida, caliente, en movimiento; no está marcado de antemano qué camino seguirá durante la crisis, ni la forma final que adoptará cuando todo haya acabado. Pero hay que actuar antes de que la lava se enfríe, pues entonces volverá a ser piedra, dura e inamovible.

Por eso, ya que las circunstancias de los últimos meses nos han obligado a improvisar una reformulación de nuestros planteamientos educativos, y hemos ensayado desesperadamente modos y formas que un año antes habrían sido imposibles para la mayoría, ¿no es ahora el momento de dar un paso más dentro de la ventana de oportunidad, y atrevernos a someter a la más rigurosa y sistemática crítica cartesiana todo el edificio de nuestra práctica docente previo a la pandemia?

Si nos acobardamos ahora y nos dejamos arrastrar por los hechos, si no tomamos las riendas conscientemente, cuando la lava vuelva a ser piedra ya no podremos hacerlo.

Si elegimos, en cambio, ser valientes y atravesar la ventana antes de que se cierre, entonces tendremos que emprender la mencionada crítica cartesiana, lo cual, pese a nuestras buenas intenciones, ciertamente no es cosa fácil. Y ello nos retrotrae a la primera pregunta, que unas líneas más arriba habíamos dejado a la espera: ¿cuáles son las condiciones?

Las condiciones necesarias: la bajada de ratios

Recordemos de qué condiciones estamos hablando: aquéllas que permitan a cualquier docente desarrollar correctamente su función sin tener que ser un Idomeneo, Áyax o Aquiles, sino también siendo un simple soldado raso, un sencillo trabajador de la enseñanza, un profe del montón. (Con todo el respeto, una vez más, a todos aquéllos que quieran sentirse héroes: ya hemos discutido antes que eso podrá ser muy épico, pero nunca dará la respuesta a las necesidades educativas de la sociedad como un todo).

De hecho, la anterior afirmación ya constituye un principio básico sobre el cual construir, una vez el viento huracanado de la crítica cartesiana ha tumbado casi todas las viejas edificaciones. Nuestro “cogito, ergo sum” se podría resumir de manera compacta así: Necesitamos socialmente algo que pueda hacer la mayoría de docentes, no un sistema que te obligue a ser un héroe para cumplir con tu obligación.

Llamemos provisionalmente a este axioma fundamental nuestro “principio cero”, la condición de posibilidad. Es una “condición necesaria”: sin ella, no hace falta que intentemos nada más, pues cualquier metodología, plan de estudios, filosofía didáctica, está condenada al fracaso, por ingeniosa o moderna que quiera ser.

Pero es preciso concretar aún más, porque ese principio cero, tal cual se ha enunciado, todavía no nos dice en positivo qué es lo que hay que hacer para permitir al profe de a pie hacer bien su trabajo.

Aquí hallamos una nueva dificultad, que volverá a aparecer una y otra vez en toda esta reflexión, mostrando con ello que es un problema estructural de la cuestión que se está examinando. Pero igual que hemos hecho antes, en los términos mismos en que se nos plantea el obstáculo encontraremos la pista para su superación sistemática.

La dificultad a la que me refiero es la multiplicidad de opiniones o propuestas, frecuentemente contradictorias entre sí, que aparecerán como candidatas para responder a la vieja pregunta de “cómo educar” desde el campo de lo teórico.

Podríamos armarnos de paciencia y acometer la tarea ciclópea de estudiar todas estas propuestas, para luego confrontarlas unas con otras dentro de lo teórico hasta hallar una síntesis, algo así como la crème de la crème de lo que la teoría nos pudiera ofrecer.

Este camino no es el que tomaremos. Tomarlo significaría algo así como morder el anzuelo, caer en la trampa. La trampa de no entender que la propia multiplicidad y sobreabundancia de planteamientos teóricos enfrentados que no logran resolver el problema de la educación son muestra en sí misma de que sumergirnos en su maraña no es la manera de resolverlo, sino que puede conducir a perpetuarlo. Puede conducir con demasiada facilidad a una de las tendencias más omnipresentes en lo humano, vicio terrible de todas las sociedades: la burocratización. Sobre este punto tan crucial volveremos más adelante.

En consecuencia, nos negamos a aceptar la provocación de la batalla de las teorías, y buscamos otro enfoque.

Buscaremos una especie de “nueva navaja de Occam”, que nos permita huir del laberinto sin salida del campo teórico y ponernos por encima de él.

Lo único que puede ponerse por encima de la teoría es la práctica. Esta sencilla obviedad es la lámpara que arrojará luz en el camino de nuestro razonamiento. Tiremos del hilo: rigor cartesiano, navaja de Occam, práctica sobre teoría. La pregunta era cuál es la condición necesaria –no la suficiente: la necesaria– para que el sistema educativo permita a cualquiera –y no sólo a los Áyax o Idomeneos– hacer bien su trabajo. Y buscamos una respuesta no comprometida con el enfoque teórico, la escuela didáctica concreta que desee seguir cada cual.

La respuesta aflora por sí sola: esta condición sine qua non se llama “bajada de ratios”. No más de diez alumnos a la vez en el aula. Todo lo demás es buscarle los tres pies al gato, pedirle peras al olmo. Ésa es la forma acabada de nuestro “principio cero”.

Los aspectos políticos del “principio cero”

Cabe insistir una vez más en que no estamos diciendo en ningún momento que sea imposible hacerlo bien con treinta alumnos en el aula. Toda mi admiración para los Áyax y los Idomeneos de la educación. Personalmente, he tenido ocasión de aprender mucho de estos héroes de la docencia. Pero un sistema educativo en el que sólo puedan funcionar bien los docentes heroicos está condenado al más estrepitoso fracaso, y además ello es algo tan obvio que da un poco de vergüenza tener que repetirlo tantas veces. Pero repetido queda, para que no haya ninguna duda.

Hecha esta puntualización, que no podemos dejar de tener presente, volvemos al asunto principal: en los hechos experimentales, empíricos, es decir en los resultados reales tras tener lugar con alumnos reales el hecho escolar real –la clase, el trimestre, el curso, el ciclo–, el único parámetro que emerge como algo indudable y constante es que cada alumno más en el aula no suma dificultad, sino que la multiplica, como obstáculo en el cumplimiento de la función del profe (¡de a pie! ¡Del montón! ¡Un honrado trabajador a secas!). Y no hay ningún otro aspecto que tan persistentemente aparezca, y las excepciones son pocas. O, al menos, así lo pone de manifiesto lo que yo he visto en las aulas como profesor de secundaria, y así lo he confirmado también en largas conversaciones con muchísimos y muy variados integrantes de mi gremio. (No veo necesario volver a repetir otra vez que a todas estas observaciones empíricas ha habido que “restarles” las “hazañas heroicas”: no insistiré en ello).

Antes de proseguir, debería detenerme en analizar un punto bastante molesto, pero insoslayable. Se trata de preguntarnos cómo vamos a pagar a todos esos docentes que han de entrar en el sistema cuando bajemos las ratios.

En pocas palabras, diré que en esto de lo que se trata es de si hay, o no hay, voluntad política de hacerlo. Como se podrá comprobar, en todo momento he tenido sumo cuidado en dejar lo más lejos posible de mi argumentación lo que podrían llamarse los elementos ideológicos. Trato de que cualquier persona que tenga la firme convicción de que un sistema educativo universal y de calidad es absolutamente necesario pueda leer mis razones e, independientemente del color de nuestros votos, compartirlas.

Ahora bien, en esto de bajar las ratios es muy difícil conservar esa especie de “neutralidad”, porque los asuntos fiscales y los presupuestos del Estado son política, son uno de sus pilares fundamentales.

Pero es que en lo social, aunque sea un tópico muy manido, todo es político. Así que sí: de algún lugar tendrá que salir el dinero con el que se pague a esos docentes, cómo no, pero vuelvo a señalar que aquí lo que podría faltar no son tanto los recursos necesarios como la voluntad de destinarlos. Y como único dato objetivo al respecto –aunque los hay a espuertas para quien quiera buscarlos–, aduciré lo expuesto en la presentación a la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica del Congreso de los Diputados llevada a cabo el pasado 15 de junio de 2020 por el profesor Vicenç Navarro.

En el resumen de la misma que fue publicado en el diario Público el 22 de junio de 2020, puede leerse:

«Señorías, la pandemia ha mostrado claramente las enormes deficiencias del Estado del Bienestar español (es decir, los servicios públicos como la sanidad, las escuelas de infancia, los servicios de dependencia, las residencias de ancianos, la vivienda social y muchos otros servicios, así como las transferencias destinadas a prevenir la pobreza y la exclusión social, entre otras). Cada uno de estos servicios y transferencias citados están muy poco financiadas, en comparación con el promedio de los países de la UE-15 (el grupo de países con un nivel de desarrollo económico semejante de tal comunidad de naciones). En 2018, el gasto público social (que abarca la mayoría de tales servicios y transferencias, junto con educación) fue de un 27,4% del PIB español, cuatro puntos menos del PIB (31,5%) que el promedio de la UE-15 y casi siete puntos menos que Suecia (34,1%), el país con mayor desarrollo social de la UE (y uno de los países más eficientes y competitivos económicamente, como ha tenido que reconocer el Foro de Davos –institución de clara sensibilidad neoliberal–)».

Como la cita anterior habla por sí sola, me limitaré a añadir un único comentario: nótese que el profesor Navarro habla de porcentajes respecto de lo que cada país tiene, no de cantidades absolutas ni “per cápita”. Por lo tanto, la hipotética excusa de “es que Suecia es más rica” resulta totalmente inaceptable: Suecia reparte su pastel –sea éste grande o pequeño– de forma diferente a como reparte España el suyo –sea éste grande o pequeño–, y eso es una decisión política. De hecho, es en ese reparto diferente donde con toda probabilidad haya que buscar una de las causas profundas de que Davos acabe teniendo que reconocer a Suecia como uno de los países más “eficientes y competitivos”.

Las condiciones suficientes: nos ataca otra vez la burocratización

Aclarado esto, podemos continuar. Hemos logrado dar ya una respuesta satisfactoria a la cuestión de cuáles son las condiciones necesarias, pero aún no las suficientes, para el sistema educativo que la sociedad necesita. Mediante una crítica rigurosa de tipo cartesiano, y aplicando un criterio de validación adecuado, eso que hemos llamado una “nueva navaja de Occam”, que ha dado preeminencia a lo práctico frente a lo teórico, hemos podido afirmar que estas condiciones necesarias tienen que formularse para la franja promedio de habilidades docentes, es decir, serán condiciones necesarias para la mayoría del profesorado, no sólo para los más hábiles, y hemos concluido así que estas condiciones se concretan en una rotunda disminución del número de alumnos por aula.

¿Cuáles son, una vez asumido que ya se cumplen estas condiciones necesarias, las condiciones suficientes, es decir, no las que abren la puerta, sino las que, si la puerta ya está abierta, conducen a que se traspase su umbral?

Aquí volveremos a encontrarnos con una dificultad que no es nueva, que antes hemos llamado “estructural” –porque lo es–, y que ya empezamos a ir sabiendo cómo tratar desde el punto de vista metodológico, de modo que ahora no nos va a pillar con el paso cambiado.

Imagino que ya se intuye lo que voy a decir: ¿es ahora, al fin, el momento de entrar en la pugna de las ideas teóricas y determinar cuál es la ganadora? De nuevo: no. Volvería a ser un error, y perderíamos todo lo que hemos logrado con nuestra rigurosa metodología en el análisis. Pero también de nuevo es preciso argumentar por qué esto es así. Vayamos a ello.

Quisiera volver a la frase que decía mi padre sobre el ingeniero, las sierras y las limas, pues todo el tiempo he tenido la sensación de que lo urgente de resolver el problema educativo nos ha hecho, válgame la expresión, “rizar el rizo”, y hemos hecho una interpretación de la frase que se aleja bastante de lo que la frase misma dice. Es verdad que, gracias a ello, hemos emprendido un análisis muy potente y hemos visto muy claros los resultados que he resumido algunos párrafos más arriba. Pero algo me hace intuir que, sin negar lo anterior, hay también algo de verdad profunda en la frase si se toma literalmente. Tomémosla, pues, literalmente: no es cosa de si el “buen ingeniero” tienen o no tiene a mano una caja de herramientas bien pertrechada de sierras, limas, martillos y lo que haga falta. Esto que se puede ver con los ojos –lo que hay en la caja– es importante, pero no nos dice nada de la calidad del ingeniero que tenemos delante como tal, de su “tener oficio”, de su buen hacer. Eso es algo invisible. Y no sólo es invisible, sino que es, y tiene que ser, independiente de lo “externo”, de las apariencias superficiales que apreciaremos cuando lo veamos empezar a trabajar: da igual si usa la sierra o la lima; lo profundo, la verdadera esencia del asunto –esto es, si es o no un ingeniero digno de tal nombre– estriba en que podrá tanto serrar con una lima como limar con una sierra. Aunque no necesite hacerlo aquí y ahora en unas circunstancias concretas. (Y supondremos todo el tiempo que estamos hablando de un buen ingeniero de la “franja promedio”, no necesariamente de un “Idomeneo de la ingeniería”, por ligar con todo lo que llevamos razonado hasta aquí).

Es decir: si tomamos en su literalidad la frase de mi padre, nos damos de frente con un problema de importancia capital: el choque de lo externo con lo interno, de la forma con el fondo, y cómo lo primero nos distrae y engaña a menudo cuando queremos ver lo segundo.

Este conflicto entre forma y fondo, si nos fijamos bien, nos lo hemos encontrado ya, y hemos tenido que esquivarlo con una maniobra sutil. Recordémoslo: más arriba hemos afirmado que “la propia multiplicidad y sobreabundancia de planteamientos teóricos enfrentados” formaban una maraña en la cual, si nos sumergíamos, no resolvíamos el problema, sino que ello “puede conducir a perpetuarlo”, puesto que es una vía directa para caer en las garras de los buitres que planean incesantemente, esperando su momento, sobre cualquier forma de funcionamiento social: la burocratización.

La burocratización aparece siempre como victoria de lo aparente, de la forma, sobre lo oculto, el fondo. Y es precisamente por estar escondido lo segundo y ser tan vistoso lo primero que nos dejamos engañar, permitimos que nos narcotice la inercia de los protocolos, que nos idiotice la música de terminologías rebuscadas y academicistas, de palabras huecas y procedimientos inanes que logran extenderse largamente por infinidad de documentos –antes, de papel; hoy, también virtuales– dando una flamante apariencia de algo a lo que sólo es una inmensa cantidad de nada, mucha nada en forma de rúbricas, carpetas, indicadores y dispositivos electrónicos de última generación.

Pero sucede que toda esta nada organizada, la burocracia, resulta bastante fácil de adoptar, de ser usada como sucedáneo de una forma de organización genuina (que sería aquélla que va al fondo del problema social que se dice querer resolver). Y es que tiene una propiedad cancerosa que la hace muy rentable (rentable… para sí misma, claro): una vez puesta en marcha, tiende a crecer por sí sola, reproducirse e invadir todos los espacios haciendo uso de toda la energía de que el sistema disponga. Y acaba resultando incluso cómoda, claro; acaba dándose la paradoja de que, mientras el cáncer crece y va esclavizando a todas las personas involucradas en el órgano social que sus células monstruosas han invadido, ese órgano deja de necesitar ningún timón ni timonel, pues el viento de la burocracia hincha sus velas y decide a dónde va el barco, así que podemos dejarnos llevar en sus brazos y, efectivamente, desresponsabilizarnos del destino de nuestro viaje, y tan sólo mecernos dulcemente en nuestra cómoda esclavitud.

De modo que, una vez más, vamos a contener la respiración y no dejarnos tentar por los cantos de sirena de la pugna entre las teorías educativas: entrar ahí es abrir la puerta al cáncer de la burocracia, a la derrota del fondo frente a la forma, y nosotros sabemos muy bien que, igual que el buen ingeniero es bueno aunque no se le note a simple vista, y es bueno aunque use una sierra para serrar, una sierra para limar, una lima para serrar, etc., el buen sistema educativo no se podrá distinguir a simple vista por su apariencia externa, y será bueno independientemente de si usa tal metodología “moderna” o tal otra “antigua”, de si es “digital” o “analógico”, etc., así como si es malo, lo será por más que se escude tras pantallitas inteligentes o teorías pluscuamcompetenciales.

Tenemos que encontrar un modo, por tanto, de elevarnos sobre el marasmo de las teorías enfrentadas y situarnos en un plano superior para verlo todo con la suficiente perspectiva, y desde allí tratar de discernir, más allá de las formas concretas de tales teorías, qué hay en el fondo de los colectivos de profesores que, cuando se ponen en funcionamiento implementando cualquiera de ellas, logran, en la práctica, tener éxito, y cumplen su función como la sociedad lo necesita.

Éste es el último objetivo, la última etapa que necesitamos cubrir para que toda nuestra reflexión no se quede en una mera declaración de intenciones. Claro está que no podremos pretender ser exhaustivos en ello. Nos bastará con enunciar y analizar tantos elementos concretos como ahora mismo seamos capaces de hallar, dejando la lista abierta a incorporar tantos más como fuera más adelante menester.

Para abordar este último tramo de la investigación, seremos fieles a la metodología que a lo largo de las páginas anteriores hemos ido desarrollando, y que hasta ahora parece que nos ha dado siempre buen resultado. Es decir: emplearemos una rigurosa crítica al estilo Descartes, y nuestra navaja de Occam, nuestras gafas de visión infrarroja para escudriñar el fondo a través de los embelecos de la forma, será invariablemente la misma: la práctica por encima de la teoría. (Todo ello sin perder de vista que ya estamos dando por supuesto nuestro principio cero: ni aulas sólo para profes heroicos, ni demasiados alumnos en ellas).

Haciéndolo así, aparecen claros a la vista varios aspectos con relativa facilidad, que a continuación agrupo en tres ejes o principios.

1. CALIDAD versus CANTIDAD

Nuestro primer principio parte de la confrontación entre calidad y cantidad, y, de su mano, el viejo debate de la importancia de los contenidos. Para analizar este conflicto explicaré el modo en que entiendo que tiene lugar la adquisición de conocimientos por parte de los alumnos, o al menos según lo ha puesto de manifiesto la práctica a lo largo de toda mi experiencia docente. Podríamos decir que se parece más a un árbol, con sus tronco, sus ramas principales, sus ramas secundarias, sus ramitas y sus hojas, en vez de una acumulación homogénea de contenidos, que podríamos imaginar como un gran montón de hojarasca en el camino. Si el viento sopla, se van las hojas del camino, por muchas que haya. En cambio, si el viento sopla y el tronco y las ramas principales son sólidas, el árbol aguantará, la mayoría de sus hojitas resistirán, pese a que algunas se desprendan, y lo que es más: un árbol sano, con buenas ramas, tendrá facilidad para que en él nazcan más hojitas, incluso si ahora tiene pocas.

Creo que la imagen habla por sí sola. Es decir: más vale poco, de calidad y flexible, que mucho y mal.

Lo primero nos permitirá cosas como ser más inclusivos (o integradores), motivar más (y desmotivar menos), dar unos conocimientos que perduren, y hacer más fáciles posteriores ampliaciones, profundizaciones o especializaciones. Pero aquí hay que dar un aviso: tan nefasta puede ser una indigestión de excesivos conocimientos… como dar gato por liebre y hacer las clases muy bonitas y muy inclusivas, y muy friendly y todo muy gamificado, pero echando por la borda el nivel, y convirtiendo el aula de secundaria en una espuria aula de primaria con extraños niños grandes.

2. VERTICALIDAD versus AUTOORGANIZACIÓN

La confrontación entre verticalidad y autoorganización tiene sentido tanto si se plantea dentro del aula como en la estructura de interrelaciones de los docentes en y con el plan-marco de su centro. (Aprovechemos para añadir que lo dicho en el punto anterior, sobre calidad y cantidad, también).

Y muy cerca de esta confrontación existe otra cuestión no idéntica, pero sí muy similar, seguramente algo más sutil, y en definitiva de gran importancia, a saber: ¿cómo se relaciona la “libertad creativa” con la “acotación exterior”?

Ambas parejas de opuestos en conflicto forman un todo problemático bastante más difícil de gestionar que lo tratado en el punto (1), aun estando en algunos aspectos en relación con ello –así como con nuestra eterna espada de Damocles, la tendencia a la burocratización–.

El planteamiento óptimo frente a estos extremos en conflicto, según he visto en la práctica, se entiende mejor en los términos de la segunda pareja de opuestos que antes he enunciado: libertad creativa y acotación exterior. He podido comprobar que sí suele existir una especie de término medio aristotélico óptimo, que consiste en haber localizado el lugar exacto en que conviene, digamos, “dibujar la línea” o “poner la frontera”, dentro de la cual la libertad creativa (del alumno… o del profesor) que se puede y conviene dar es grande, y al otro lado de la cual el rigor de las directrices que vienen impuestas externamente (para el alumno o para el profesor) también conviene que sea considerable. El secreto está en averiguar –en cada curso, cada nivel, cada promoción, cada centro– lo antes posible dónde está ese lugar adecuado en que dibujar la frontera. Si se hace con acierto, y desde muy pronto se acostumbra al colectivo implicado (alumnos, profesores) a respetarla, a seguir con diligencia las “directrices externas” que haga falta, y ha hacer uso al máximo de su “libertad creativa interna”, resulta espectacular hasta qué punto se eleva el rendimiento, se le pone una bota en la cabeza a esa alimaña, la hiena de la burocratización, y los miembros del colectivo, además, disfrutan más e menudo mientras cumplen con su parte del proceso.

2-bis. PUNTO HÍBRIDO entre los dos anteriores

Como decía, hay algún aspecto de (1) y (2) en que ambos se superponen, o entran en estrecha relación. Destacaré, en concreto, una situación negativa, en que nuestra némesis de “forma venciendo al fondo” asoma, cómo no, su fea cabeza.

Recuerdo que el gran escritor ruso L. Tolstoy afirmaba en sus diarios algo así como que “no hay que sacar toda el agua del pozo, pues de lo contrario al día siguiente se habrá secado”. Una mala gestión de la calidad/cantidad (no entendiendo que más vale poco y de calidad, árbol robusto de ramas fuertes, frente a mucho y mal, montón de hojas secas que el viento se lleva), y de la “libertad creativa”/”acotación exterior” (no poniendo la línea que las separa en el lugar adecuado y pretendiendo “resolverlo” subiendo o bajando inútilmente los niveles de intensidad de tal libertad y de las directrices externas) conducirá muy frecuentemente a yugular la capacidad creativa y malgastar las energías del profesorado (o, mutatis mutandis, de los alumnos), el cual no tendrá más remedio que… Sí, que narcotizarse con el mal remedio de la burocratización, e ir convirtiendo su capacidad viva de hacer las cosas bien en un sucedáneo de corcho. Cosa que no ocurre si se gestionan como es debido ambas cuestiones simultáneamente, de modo que no se despilfarrará inútilmente el agua de nuestro pozo, y al día siguiente éste no se habrá secado, por seguir con la idea de Tolstoy.

3. LA CENTRALIDAD de la COMUNICACIÓN

Este último punto, la centralidad de la comunicación y el papel esencial de las competencias lingüísticas, me parece el más fácil de exponer, pero quizá sorprenda a más de uno que en la práctica es más difícil de enfrentar que los dos anteriores. Creo que esto es así porque es, de los tres, el que nos hace más vulnerables si nos vemos obligados a intentar resolverlo en solitario, cuando el colectivo escolar o sistema educativo al que uno pertenece falla en lo relativo a él. Que es el caso, debo decir con profundo pesar, del entorno en que me he movido yo hasta la fecha, llámese España o Cataluña.

Incidiré, siguiendo el compromiso metodológico adquirido –y siendo fiel a los resultados previos ya argumentados–, en esta peliaguda cuestión comunicativa haciendo énfasis en que lo esencial son sus aspectos prácticos, nunca los teóricos, y en que aquí no habrá de primar tanto la calidad sino que más valdrá la calidad de las competencias que los alumnos logren desarrollar. Pero hay que hacer explícito por qué le doy tantísima importancia a lo comunicativo. Enseguida podría respondérseme que ello es una trivialidad, que no hace falta perder tiempo en algo tan evidente. Se me podría decir que todo el mundo sabe que lo que distingue al ser humano de las bestias es el lenguaje, que en la escuela constituye la parte principal de las materias llamadas instrumentales, etc. De acuerdo: celebro que todo esto sea tan obvio para todo el mundo, pero lo que yo he comprobado es que no basta solamente con eso para entender algunas de las funciones clave, insustituibles, de lo comunicativo en la educación. Hay que detenerse un poco más y profundizar en ello, más allá del tópico. Pensemos, por ejemplo, en cómo podemos evaluar. Todos recordaremos de nuestra infancia diálogos tenidos u oídos en el aula similares al que sigue:

–Esto no se entiende, Fulanito.

–Pero… yo sí lo he estudiado y entiendo lo que he escrito… sólo que te lo estoy diciendo con mis propias palabras.

–Pues yo tengo que poder entender también lo que tú has escrito al realizar la actividad que te propuse. Si no lo entiendo, ¿cómo puedo valorar tu trabajo, suponiendo que no estés tratando de engañarme?

–Pero tú sabes que yo sí lo entiendo, sólo que lo digo otra forma.

–Yo lo único que sé es que tú has escrito aquí esto. Y si no se entiende, no puedo dar por válido tu trabajo. Lo siento.

Y el tal “Fulanito” baja los ojos, impotente.

Tan impotente como el profesor, por cierto.

La mayoría de las veces, la culpa no es de ninguno de los dos. (O, si se quiere, la parte de culpa que les toca es bastante pequeña, pues la causa de este problema es principalmente sistémica).

Si no se tienen unas competencias lingüísticas/comunicativas satisfactorias, sucede algo tan dramático como que se imposibilita nada más y nada menos que la evaluación. Y no la evaluación en su vertiente más llamativa –la calificación, el “poner notas”, vaya–, sino también en todo el abanico de sus importantísimas modalidades. Piénsese, si no, en cómo vamos a decirle al alumno en qué ha fallado y cómo puede mejorar, y que lo entienda, en ausencia de ese mínimo competencial comunicativo. O en cómo escuchar al alumno tratando de transmitirnos sus dificultades de comprensión en tal o cual materia (por no hablar de otras dificultades, las de tipo emocional). Cómo podrá expresarnos de manera eficiente aquello que necesita. Y si de verdad queremos una educación universal y de calidad, todos sabemos la importancia de poder trabajar bien en equipo, así como de eso que se da en llamar “aprender a aprender”. Ambas cosas quedarán imposibilitadas si no hay una base comunicativa previa. (Cómo hacer un resumen, por ejemplo, para mí mismo en el futuro o para un compañero, si no controlo la herramienta fundamental de su construcción, esto es, el lenguaje).

Voy a ir incluso algo más lejos y seré más rotundo, y además añadiré que no me cabe la menor duda de que lo que voy a afirmar es cierto desde un punto de vista operativo: como el pensamiento elaborado, el pensamiento inteligente, sólo puede transmitirse a otro ser pensante mediante el lenguaje, si no hay dominio del lenguaje no hay dominio del pensamiento inteligente. No dar las herramientas lingüísticas necesarias a los alumnos es una forma de castración a su inteligencia verdaderamente cruel.

Se me objetará que se conocen casos de genios con dificultades expresivas. O que hay personas muy brillantes en algunos aspectos que padecen alguna enfermedad que afecta a lo comunicativo. Pero frente a esa objeción, la contestación automática es que no se puede diseñar la base de un sistema educativo fundamentándola con resultados que sólo se aplican a la minoría –esto es análogo a lo dicho más arriba sobre el profesorado: no aceptamos un sistema en que sólo haya lugar para héroes–. Por supuesto que tendrán que idearse los dispositivos necesarios para adaptarnos a esas situaciones excepcionales de la manera menos excluyente posible, pero esto ya es otra cuestión.

¿Qué ocurre cuando se choca en la práctica docente con unas carencias comunicativas lo suficientemente acusadas como para interferir en los objetivos de tal práctica? Una vez más, existe el riesgo latente de que la forma gane la partida frente al fondo, y que el proceso se burocratice. Esto ocurre cuando los criterios de calificación pasan a no ser comprensibles para el alumnado en términos de conocimientos o capacidades adquiridos, de modo que la realización de las tareas se convierte en el aprendizaje de una oscura habilidad, la habilidad de desplegar un ritual sin significado que “contente” al evaluador y, digamos, se hagan en escena los movimientos teatrales necesarios para que el evaluador apunte en su cuadrícula las crucecitas en los sitios pertinentes, aunque estos movimientos escénicos no quieran decir nada para el alumno. Y así se va produciendo un acople entre la creciente habilidad del alumno para desplegar ante el docente este “baile de la nada”, y el alivio del docente que se va acomodando al ver que cada vez más, y con menos esfuerzo, logra que sus alumnos vayan aprobando. El evaluador se calma, deja de ladrar, ya no muerde: se le ha dado un hueso. Y de este modo la forma vuelve a triunfar sobre el fondo, y las células malignas empiezan a invadir el órgano educativo.

Como antes he avanzado, me iba a resultar más sencillo describir la problemática lingüístico-comunicativa que proponer una estrategia para resolverla. Puedo explicar, no obstante, cómo he lidiado con ella en lo concreto de mi práctica docente como profesor de matemáticas, de manera que a partir de la observación de lo que a mí me ha dado frutos quizá otros puedan hacer un ejercicio de abstracción y trasladar a su campo lo que corresponda de la manera apropiada.

Tampoco me extenderé excesivamente en este punto, ni pretenderé ser exhaustivo: tan sólo bastarán algunos ejemplos para dar una idea general de cómo he aplicado en lo concreto el espíritu emanado de los comentarios metodológicos planteados hasta aquí. Y como siempre: nunca tiene que verse lo que ahora expondré como una propuesta concreta para resolver, independientemente de todo lo demás, el problema comunicativo, como si éste estuviera en un compartimento estanco. En lugar de eso, hay que entender que es un planteamiento que trata de incorporar y asumir las propuestas de los puntos anteriores (1) y (2), cantidad vs calidad y verticalismo vs autoorganización, y que en cada ocasión siempre tiene que ser sometido al contraste con la aplicación práctica en cuanto a su efectividad.

Pues bien: dentro de esta línea, en mis clases he tratado siempre de dedicar mucho tiempo durante las primeras sesiones a hacer hincapié en el significado de ciertos signos, palabras y construcciones en el entorno de las matemáticas, poniendo ejemplos de lo que puede ocurrir si no se señaliza bien aquello que se hace, y tratando de, quizá, enseñar una cantidad menor de símbolos y nomenclaturas, pero tratando de que se domine en profundidad su utilización práctica.

Por ejemplo, durante varias semanas me gusta empezar todas las clases de 2º de la ESO (trece y catorce años) haciendo un dictado aritmético. Dicto frases que describen operaciones, y los alumnos han de copiarlas en lenguaje matemático, y luego realizar los cálculos expresados en ellas en varios pasos y respetando las reglas estudiadas para la jerarquía de operaciones. Si durante la corrección en la pizarra aparece división de opiniones sobre el resultado correcto, pido a menudo que se posicionen y debatan oralmente y por turnos al respecto, argumentando con el lenguaje preciso su posición, y el grupo-clase llega a un acuerdo que debe convencer a todo el mundo, que todo el mundo debe poder entender. Cuando estos ejercicios ya se han practicado varios días, empiezo a pedir también la lectura en voz alta de expresiones escritas con símbolos matemáticos, sin que aparezca en el papel ninguna palabra. Y, más adelante aún, hacemos algunas veces ejercicios en que cada alumno inventa un ejercicio de este tipo, escribiéndolo con fórmulas y palabras en su cuaderno, y luego dictándolo a toda la clase. Los que decidimos que más gracia o acierto tienen me los apunto, y a veces se los pongo luego en el examen –y ellos están sobre aviso–.

Después, empezaremos a hacer algo análogo pero con “dictados algebraicos” (en ellos ya aparecen letras, no sólo números y signos de operaciones). Y en las semanas siguientes a ello, me gusta empezar a trabajar las ecuaciones enseñándoles a expresar de manera sucinta y precisa qué manipulación estamos haciendo en cada paso sobre la ecuación. Cuando ya dominan esto con soltura, entienden mucho mejor qué se hace en los ejercicios estándar de ecuaciones, y lo que es mejor: son capaces de explicar cómo se resuelve una, ayudan a corregir lo hecho a un compañero, preguntan con mayor precisión sus dudas, e incluso les pediré que ideen y construyan por sí mismos nuevos enunciados de ejercicios con ecuaciones, con solucionarios y guías de resolución, escritas por ellos con un lenguaje preciso.

Otra práctica muy valiosa, que sólo se puede hacer cuando la máquina comunicativa ya está bien engrasada y funciona a todo vapor, es pedirles que construyan “recetas” para resolver “problemas tipo”, o procedimientos por pasos para determinado tipo de ejercicios, y llevar al debate en gran grupo las propuestas individuales o de pequeño grupo, con la promesa de que, si la síntesis que de ello resulta tiene la calidad necesaria, les permitiré consultarla en el examen.

Trato de hacer este tipo de cosas durante el primer trimestre, antes del descanso de Navidad. Obviamente, “perder” cierto tiempo cotidianamente en todos estos dictados o elaboraciones de ejercicios escritos por los alumnos, etc., tiene un precio a pagar que puede dar un poco de vértigo: la cantidad de contenidos se verá más o menos recortada. Como contrapartida, se sientan las bases para unos segundos y terceros trimestres en los cuales la comunicación matemática fluirá dentro de unos niveles aceptables, y mi experiencia muestra inequívocamente que los años en que he tenido más tino en trabajar los referidos aspectos comunicativos durante el primer trimestre, el nivel del aprendizaje que luego han podido alcanzar esos mismos alumnos en los trimestres segundo y tercero ha sido notablemente alto –además de que el esfuerzo que han tenido que invertir les ha resultado mucho menos penoso–.

Pienso que con este único ejemplo basta para ilustrar lo que quería decir. Además, como sea que nos hemos pasado gran parte de las páginas anteriores previniendo frente al riesgo de caer en las propuestas muy concretas y confundir fondo con forma, temo que ahora, al haber dado tantos detalles de algo que hago yo en mis clases y se demuestra exitoso, podría estar cayendo justo en ese error, y parecer que intento inducir a los demás que “me copien”, decirles algo así como: “hagan ustedes como yo, pues ésta es la forma correcta”. Sería lamentable que eso fuera lo único que quedase de la reflexión que hemos construido con tanto cuidado desde el planteamiento inicial del ingeniero, la sierra y la lima. Antes bien: si he expuesto partes muy concretas de mi metodología personal con esos adolescentes de catorce años en mi asignatura concreta, sólo tienen que tomarse como propuestas que enfocadas en la manera marcada por los principios (1), (2) y (3) pueden conducir al fondo, a la educación de calidad para todos. (El ingeniero hará bien lo que haga, y es secundario si en sus manos hay una sierra o hay una lima). Si no se toman así, volverá a mirarse sólo la forma, la apariencia externa, y ésta ocultará el fondo, lo cual ya sabemos a qué suele acabar conduciendo como maniobra para evitar –pero evitarlo falsamente– el hundimiento del acto educativo.

Resumen de lo dicho hasta aquí

Con lo anterior damos por concluida la revisión de las “condiciones suficientes”. Repasemos las líneas esenciales de lo dicho hasta aquí. Queremos un sistema educativo universal y de calidad, en el que el profesorado de la “franja media”, y no sólo el de la “heroica”, pueda desempeñar bien su función. Para investigar cómo lograrlo, nuestra metodología ha sido la de volver a una crítica cartesiana profundamente rigurosa, teniendo cuidado de no confundir la forma con el fondo, y entendiendo que dos planteamientos aparentemente distintos en lo concreto pueden ser conformes a nuestro objetivo (y también lo contrario: no serlo), de modo que para “bucear” desde la forma hasta el fondo, nuestra “nueva navaja de Occam” ha sido invariablemente el criterio de hacer prevalecer la práctica sobre la teoría. Haciendo esto, hemos establecido que la condición necesaria para que sea posible el sistema educativo que nos proponemos lograr es una gran reducción de ratios (menos alumnos en el aula: lo ideal serían diez; más de quince es una barbaridad). A esto lo hemos denominado nuestro “principio cero”. A partir de aquí, hemos establecido tres principios más, que apuntan ya hacia condiciones suficientes (entendiendo siempre que se dan las necesarias): 1) en el conflicto calidad vs cantidad, la dirección correcta pasa por entender que más vale poco, de calidad y flexible –el árbol de ramas sólidas– que mucho y mal –el montón de hojarasca–; 2) en el conflicto verticalidad vs autoorganización, la clave radica en dónde situar la línea que separa las “directrices externas” y el “espacio de libertad creativa”; finalmente, 3) en cualquier propuesta concreta hay siempre que tener en cuenta la centralidad de la comunicación y el papel esencial de las competencias lingüísticas (hasta el punto de entender que, en la franja poblacional mayoritaria a nivel operativo, no ser capaz de comunicar de modo satisfactorio equivale a no ser capaz de pensamiento inteligente). Y durante toda la investigación hemos hecho hincapié en que estamos siempre expuestos a confundir las apariencias externas de una modalidad educativa o propuesta concreta en el aula con su contenido real en la práctica, obviando que lo importante no es si el ingeniero usa sierra o lima –lo aparente–, sino su buen oficio –lo profundo, lo que no se ve a simple vista–. Y cuando perdemos el pulso en esta pugna entre forma y fondo, los buitres de la burocratización, que nunca han dejado de acechar en lo alto, rápidamente se posan junto a nosotros y preparan sus picos y garras.

Qué hacer en septiembre tras el primer verano-COVID

Sólo nos queda ahora esbozar una propuesta concreta para septiembre, tras el primer verano coexistiendo con la pandemia (y esperemos que también el último, pero eso no está tan claro).

Por supuesto, para no traicionar justo al final todo nuestro esfuerzo de poner siempre gran cuidado en no confundir la apariencia formal con el fondo, la propuesta que realicemos tendrá mucho de abierta. Cada centro, cada docente, tendrá en última instancia el criterio final para decidir cuál es su forma concreta más conveniente (así como para evaluar y reconducir la propuesta en tiempo real, a medida que se vaya desplegando en la práctica: sobre terreno, es prescriptivo hacer siempre análisis concretos de situaciones concretas).

Esto, no obstante, tiene la ventaja de que lo que diremos será relativamente sencillo de expresar.

Empecemos por lo que las mismas circunstancias sanitarias de la pandemia imponen, nos guste o no, desde el punto de vista del sistema educativo. Estas circunstancias imponen por sí mismas para la educación secundaria un escenario con dos extremos. El primer extremo consiste en la educación totalmente a distancia, la nula presencialidad. Eso es lo que hemos vivido durante los pasados meses de marzo, abril, mayo y junio. Obviamente, esto sería el peor de los casos, y lo cierto es que poco se podría salvar en tal situación si ésta se prolongara. En el otro extremo, se encuentra el querer lo imposible. Una especie de vuelta presencial a las aulas con una ensalada indigesta de medidas vagas que no evita, porque no puede evitar, el hacinamiento habitual en espacios inadecuados y el riesgo de reconfinamiento total sobrevenido (es decir: saltar de extremo a extremo).

Lo que se debería hacer está en algún lugar intermedio entre ambos extremos. Si recordamos nuestro principio cero, la bajada de las ratios es condición sine qua non para la calidad universal educativa, con pandemia o sin ella. Esto supone una necesidad de mayor cantidad de personal docente, claro, pero en cuanto a los medios con que tal aumento de plantilla se podría sufragar ya hemos hecho antes la discusión, y concluido que no es que no se pueda, sino que se ha de, políticamente, querer.

Veamos ahora una posibilidad para resolver esto de las ratios dentro de nuestras hipótesis y de acuerdo con las necesidades sanitarias impuestas por la pandemia: supongamos que cada grupo-clase “tradicional” de 20-30 alumnos se desglosa en dos secciones, digamos la sección A y la sección B, de modo que la mitad de los días estén en el aula los alumnos A solamente, y la otra mitad solamente los B. (Y quien dice días, dice bloques de horas de un mismo día: lo que ha de quedar claro es que la duración de la jornada del centro educativo no se amplía, para entendernos; el profesorado no pasa a dar mayor cantidad semanal de clases presenciales, si se quiere ver así). La cantidad de docentes necesarios para esto es la misma que antes de la pandemia, por ahora.

¿Qué ocurre con cada grupo de alumnos, digamos el “B”, mientras el otro (A) está en el aula?

Se dedican a la realización de actividades escolares sin la supervisión directa del correspondiente profesor, y óptimamente con el apoyo de, entre otros materiales, dispositivos electrónicos que permitan el acceso a la red. Lo cual llamaremos “tiempo de estudio libre”.

Es claro que aquí hay una dificultad organizativa añadida: ¿dónde están los alumnos “B” mientras los “A” están en el aula? En qué lugar físicamente hablando, me refiero.

Para resolver esta dificultad, recordemos una vez más que hemos asumido que la bajada de ratios supone un aumento de recursos, y que este aumento de recursos sí es posible si hay voluntad política. No estamos aquí diciendo nada que no hayamos dado por válido antes. Pues bien: esos recursos se utilizarán para habilitar espacios y contratar personal que permitan que los alumnos que acrediten no poder estar en el domicilio familiar en las condiciones necesarias durante el tiempo del estudio libre cuenten con el lugar y el acompañamiento necesarios.

Con este planteamiento se reducen las ratios y se logran las condiciones de no hacinamiento y de higiene que hacen falta para prevenir un repunte de la pandemia.

Está claro que así, no obstante, sucede algo que podría incomodar a más de uno: el tiempo pasado en clase con el profesor… ¡se reduce a la mitad! Bien, hablemos de ello. Yo afirmo que, en las condiciones que han sido normales hasta hoy, de cada cincuenta minutos en clase TODO el tiempo se está tirando por la borda excepto diez minutos, que se aprovechan académicamente. Sé que esto es una verdad incómoda, pero es que la situación real del sistema educativo (y hablo de antes de la pandemia) es una verdad incómoda, es incontestablemente desastrosa si tenemos en cuenta lo que necesita la sociedad sana que supuestamente todos queremos.

Ya imagino los comentarios indignados e incluso irónicos: si a usted le ocurre eso, quizá el problema es usted, no el sistema.

Podría ser. Quizá sea yo un terrible profesor de matemáticas. No obstante, lo que hasta ahora he oído por parte de la mayoría de alumnos y profesores con los que he trabajado apunta en dirección contraria. Y en cuanto a los resultados académicos, cuando menos, los alumnos preparados por mí no suelen estar precisamente por debajo de la media.

La legítima hipótesis de que el problema soy yo, por tanto, no queda más remedio que dejarla de lado, por el momento.

¿Y qué sucede con los otros cuarenta minutos? Sucede que se pierden en cosas tan prosaicas como intentar que los alumnos saquen el material, dejen de hablar, decidan escuchar, decidan enterarse de lo que se les pide, decidan leer los enunciados; en entender las innecesarias preguntas que formulan, fruto de que estén funcionando a la mitad de la mitad de medio gas, en contestarlas, etc. (Debo decir, para honrar la verdad, que en los dos últimos cursos, no obligatorios, no es tan exagerada la desproporción de tiempo útil sobre tiempo total).

Y lo peor es que los grupos de alumnos se van acostumbrando a que eso es la normalidad, a que eso es estar en el centro educativo. Como para echarse a llorar, ¿no?

Cuando alguna circunstancia inesperada o particular provoca, puntualmente, que haya sólo nueve o diez alumnos en el aula, si se logra evitar el clásico amotinamiento típico de estas situaciones –confundir “pocos alumnos” con “día de fiesta”: “profe, hoy no vamos a hacer nada, ¿verdad?”–, lo cierto es que da verdadero gusto de qué manera la máquina empieza a funcionar a todo tren, sin que ellos se cansen tanto, e incluso disfrutando mucho más (todos). Al final, suelen oírse comentarios como: “profe, pero si esto era facilísimo, ¡ahora en un ratito lo he entendido!” (claro: en diez minutos se puede hacer, si se tienen las condiciones, lo que se alarga insufriblemente durante cincuenta cuando hay que luchar contra viento y marea, que son las condiciones tristemente “normales”), o también: “profe, hoy ha molado mucho, ¡tenemos que hacer más clases así!”.

Pues ahora tenemos una oportunidad de oro para empezar a hacer más clases así. Este cambio que propongo no se hará él solito, necesita que nos pongamos en movimiento y metamos las manos en la masa hasta los codos… pero, si lo logramos, habrá merecido mucho la pena.

Por cierto, un apunte. A menudo se ha hablado en este país de los sistemas educativos exitosos de otros países no tan lejanos. Y no deja de sorprendernos que, cuando se pregunta a los alumnos de esos sistemas cómo son sus clases, se suelen oír cosas como que “pasan muy pocas horas en clase”, “son muy pocos en clase” y “tienen mucho tiempo libre”.

Quizá no debería sorprendernos tanto y, en todo caso, es totalmente consistente con la propuesta que estoy aquí planteando.

Pero sigamos. Hasta ahora, sólo hemos utilizado dos ingredientes: las condiciones sanitarias que la pandemia impone, y nuestro “principio cero”, de condiciones necesarias.

¿Qué hay de las condiciones suficientes?

Bien, es aquí donde pienso que lo correcto es dejar abierta la cuestión. Baste con los principios (1), (2) y (3) que más arriba se han planteado, como guía para discernir en qué línea debe ir o no debe ir lo que se proponga, pero corresponde a cada centro o docente, como no podía ser de otro modo, perfilar la forma final del qué se hace en las clases.

Me limitaré a señalar cómo el marco de la separación del alumnado en grupos A y B que no están simultáneamente en el aula, tal como lo propongo, es consistente con estos principios. Así, la reducción de horas con el docente, pero en unas condiciones espaciales adecuadas y de menor número de alumnos a que prestar atención a la vez, va de la mano del principio primero (calidad vs cantidad). Claramente, esta separación también es una concreción en cuanto a dónde poner una de esas líneas que separan el control externo (el profe en el aula) de la libertad creativa (el “tiempo de estudio libre”), lo cual va en la línea del principio (2). Por último, en lo relativo al principio (3), no se sigue automáticamente de mi propuesta ningún posicionamiento unívoco; no obstante, es claro que la forma correcta de enfocarlo pasaría por prestar atención de forma intensiva y personalizada a las herramientas lingüístico-comunicativas mientras se está en el aula con el profe, sobre todo en los primeros meses de cada curso –lo cual también responde a la aplicación de los principios (1) y (2), como en párrafos anteriores se ha visto–, para que estas herramientas puedan ser utilizadas por los alumnos en aquello que hagan durante los “tiempos de estudio libre”.

Y continuar más allá sería ya decirle a cada profesor lo que tiene que hacer en sus clases concretas, por lo que aquí finaliza la exposición de lo que propongo tras el “verano-COVID”.

En conclusión: ¿revolución o reforma?

¿Sorprende que sean tan drásticas mis propuestas? Bien, más arriba hemos usado varias veces la palabra “revolución”. No pretendíamos usarla en vano. Más aún: recordemos que entonces lo que nos hemos planteado era si es oportuno justamente ahora, “en tiempos de la COVID”, preguntarse por grandes cambios, por revoluciones educativas. Y hemos concluido, tras una fundamentada argumentación, que sí, que justo ahora, y no antes ni después, es el momento. Que es precisamente en momentos como éste, durante las crisis, cuando se abren las ventanas de oportunidad para hacer grandes cambios, y no sólo limitarse a reformas.

Pero es que, démonos cuenta, no es mi voz la primera, ni mucho menos, que habla de grandes cambios a partir de la era COVID. Recordemos cómo, al principio del confinamiento, empezó a aparecer por todos los medios de comunicación una legión de profetas que vaticinaban que la pandemia iba a sacar lo mejor de nosotros mismos, que la pandemia nos haría mejores.

¿Qué es lo que en realidad hemos podido ver?

Pues hemos visto a dirigentes como los presidentes del Reino Unido, de Brasil o de USA –presidentes elegidos por sufragio universal, votados en masa por sus pueblos, recordémoslo bien antes de sulfurarnos y echarles a ellos las culpas en solitario– practicar el negacionismo y jugar al enroque suicida, como la evidencia epidemiológica posterior ha mostrado a las claras.

Hemos visto a las naciones miembros de la Unión Europea enfrentarse de forma egoísta entre ellas y obstaculizar el camino a un plan de reconstrucción racional y solidario.

Hemos asistido en España, atónitos, a un endurecimiento esperpéntico de la bronca política, que ha confrontado a gobierno con oposición y a Madrid con las autonomías de una forma absolutamente lamentable, de modo que si estos dicen blanco yo digo negro y los otros son traidores o directamente asesinos –esto se ha dicho–, pese a que cuando ellos cambien a negro yo cambiaré automáticamente a blanco y los insultos mutuos no harán sino arreciar (¿no nos recuerda todo esto a cierta distopía orwelliana?).

Y esto sucede, no lo olvidemos, mientras miles de ancianos y trabajadores de la sanidad enferman y mueren, mientras la economía se hunde y las clases populares pierden su empleo, todo lo cual no obsta a que, mientras tanto, el señor Jeff Bezos, fundador de Amazon y hombre más rico del mundo según la revista Forbes, alcance su récord de riqueza (diario Público, 5 de julio de 2020).

¿Eso era lo que los ilusos profetizaban diciendo que “la pandemia nos hará sacar lo mejor de nosotros mismos”?

El problema de esa profecía, lo iluso, está en el “nos hará”.

Si no hacemos nosotros lo que sea que haya que hacer, la pandemia, ni nada, nunca lo hará por nosotros.

Este debate es muy viejo ya en el campo de los cambios sociales. Consiste en preguntarse hasta qué punto participa la fuerza impersonal de las hipotéticas leyes de la historia y hasta qué punto la voluntad de las personas en los cambios que se producen, cuando éstos se producen.

Pero fijémonos que en esto nosotros ya nos hemos posicionado, al menos en parte: antes hemos admitido que es solamente en los momentos de las grandes crisis cuando se abren las ventanas de oportunidad para los grandes cambios, y, si nos atrevemos a entrar en esas ventanas, no tendremos que contentarnos con las simples reformas. Ahora, lo que estamos constatando, es que en las grandes crisis los grandes cambios que se pueden producir no son sólo los positivos, los deseables (pero ¿de verdad no era esto evidente?), y si elegimos el inmovilismo, en realidad, no estamos eligiendo “contentarnos con simples reformas”, sino caer todavía mucho más bajo.

Así que con la ventana abierta y en medio de la crisis, no hay escapatoria: de nosotros depende poner nuestro empeño en tomar las riendas y aprovechar la oportunidad, en vez de dejarnos arrastrar por la corriente. Si no queremos dar la espalda a la realidad, hay que saber que es inútil esperar que la sola fuerza de los hechos, las hipotéticas leyes internas de la evolución del sistema social –sea lo que sea que se quiera entender por ello–, realicen automáticamente los grandes cambios que necesitamos.

Esto no sucede, ni nunca ha sucedido, ni nunca sucederá. Está en nuestra mano organizarnos para actuar cuando el viejo edificio se agriete: si lo hacemos bien, lo tumbaremos y lo substituiremos por uno mejor. Si nos cruzamos de brazos y esperamos ingenuamente porque “la pandemia nos va a hacer mejores”, el edificio no acabará de caer del todo, pero entre los resquicios de sus grietas penetrarán las ratas, las hienas, la maleza y las alimañas. Como un clásico del pensamiento moderno bien señaló a principios del S. XX, es falsa la dicotomía entre reforma o revolución. La pregunta que cabe hacerse es: ¿queremos activamente el verdadero cambio a mejor, o jugaremos a las máscaras, dejaremos que la forma domine sobre el fondo? Y eso en la tesitura actual se traduce, también recordando una frase del mismo clásico, en otra disyuntiva a la que nos estamos abocando si no despertamos ya: Sistema educativo universal y de calidad… o barbarie.