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Sin novedad en Afganistán

Seguimos esperando

Fuentes: TomDispatch

Un país adicto a la guerra Introducción de Tom Engelhardt Ha pasado durante muchos años… los predadores moviéndose en busca de su presa. Alguna atención se ha prestado al fenómeno y al efecto devastador que sus actos han tenido en sus víctimas, pero en realidad eso no ha importado. La carnicería no ha hecho más […]

Un país adicto a la guerra

Introducción de Tom Engelhardt

Ha pasado durante muchos años… los predadores moviéndose en busca de su presa. Alguna atención se ha prestado al fenómeno y al efecto devastador que sus actos han tenido en sus víctimas, pero en realidad eso no ha importado. La carnicería no ha hecho más que ampliarse. 

Oh… antes de que continúe algo más, permítame el lector que aclare una posible pequeña confusión. No estoy hablando de Charlie Rose, Roy Moore, Donald Trump, Harvey Weinstein ni de ningún otro de esa nueva panda de predadores, Me refiero a los asesinos robot de Estados Unidos, los drones que hace tiempo fueron tristemente llamados Predator (retirados este año) y sus primos más avanzados, los Reaper (como en la literatura; la Parca) los que se hicieron cargo de la que alguna vez fuera una actividad ilegal en Estados Unidos -el asesinato político- e hicieron de ella la ley suprema de este país y en cada vez más extendidas partes del globo. 

En estos años de rapiña, el presidente -todos los presidentes- se ha convertido en un asesino en jefe. George W. Bush empezó la historia con 50 ataques con drones en el Gran Oriente Medio durante sus años en la presidencia. Barack Obama multiplicó por 10 esa cifra. Él, incluso tuvo su propia «lista de condenados a muerte» y sus encuentros cada «martes del terror» en la Casa Blanca solo para decidir quiénes debían ser incluidos en esa lista. Donald Trump no ha hecho más que dar permiso a las fuerzas armadas de Estados Unidos y a la CIA para que manden esos drones al sitio que les parezca. Hoy en día, esos ataques con drones son moneda corriente tanto en una zona que comprende Yemen (casi un ataque diario en los meses siguientes a la entrada de Donald Trump en el Despacho Oval), Afganistán (donde a la CIA se le ha otorgado, por primera vez, licencia para atacar a discreción), Pakistán (donde recientemente se ha intensificado ese tipo de incursiones), Somalia (23 ataques en 2017), Iraq… y Níger (donde de la vigilancia estadounidense con drones se ha pasado a los drones con bombas y cohetes). En esta actividad bélica en todo el Gran Oriente Medio y partes de África, Estados Unidos no solo ha eliminado a sospechosos de terrorismo sino también a importantes números de civiles, entre ellos niños y ciudadanos estadounidenses (dos de ellos eran menores). Los drones, que aterrorizan a las poblaciones allí donde vuelan, han resultado ser feroces asesinos, capaces de cruzar fronteras en un abrir y cerrar de ojos y sin respetar soberanía nacional alguna, por no hablar de su notable capacidad para reclutar nuevos integrantes de grupos terroristas. 

Y no olvidemos que esas interminables campañas de asesinatos con drones no son más que una pequeña parte de las guerras estadounidenses de los últimos 16 años, unas guerras financiadas por el estado de seguridad nacional que han alcanzado nuevas cotas y transformada a Washington en la capital de la guerra permanente. 

Hoy, Andrew Bacevich, colaborador habitual de TomDispatch, se pregunta cuándo de verdad se dará cuenta de este país que los Predators de Estados Unidos -alguna vez en el extranjero-, finalmante, en las últimas semanas, estamos viéndolos en casa.

–ooOoo–

¿Ha llegado el momento Harvey Weinstein para las guerras de Estados Unidos?

¿En qué consiste un momento Harvey Weinstein? El hoy caído en desgracia magnate de Hollywood de ninguna manera es el primer poderoso que ha sido acusado de abusar de mujeres. Los predecesores de Harvey son una legión, su prominencia iguala o excede a la de aquél y los delitos de los que se les acusa son al menos reprensibles.

En el pasado relativamente cercano, la lista de delincuentes destacados incluiría a Bill Clinton, Bill Cosby, Roger Ailes, Bill O’Rielly y, por supuesto, a Donald Trump. Si agregáramos a deportistas, maestros, altos jefes militares, catedráticos acabaríamos con una lista bastante importante. Aun así, en prácticamente todos los casos, las supuestas transgresiones fueron tratadas como instancias individuales de mala conducta, tal vez mayúscula, pero con una resonancia política como mucho transitoria.

Sin embargo, todo eso fue antes de Harvey. En lo que respecta a las francachelas sexuales masculinas, podríamos comparar la épica de Weinstein con el descalabro bursátil de 1929: una semana son los años veinte en los que todo estaba permitido y a la semana siguiente estábamos en medio de la Gran Depresión.

¿Cuál es la profundidad del cambio? En Massachusetts, donde yo vivo, pasamos el último año celebrando el 100º aniversario del nacimiento de John F. Kennedy. Si él estuviese todavía por aquí para unirse a los festejos, sería un delincuente sexual de Clase A. Pocas veces en la historia de Estados Unidos el paisaje cultural ha cambiado tan rápido y tan radicalmente.

En nuestro mundo post-Harvey, los hombres acusados de mala conducta sexual son culpables hasta que prueben su inocencia, todos los delitos son sancionados con la pena capital y no existe la prescripción. El que una vez fuera un hueco eslogan corporativo, «tolerancia cero», se ha convertido en un grito de guerra.

Todo esto sirve para recordar que, al menos en algunos asuntos, el público estadounidense mantiene una admirable capacidad para la indignación. Podemos distinguir los tolerable y lo intolerable. Y podemos exigir que los poderosos y las instituciones rindan cuentas.

Todo lo que necesitan ganar (¡otra vez!)

Lo sorprendente es que esa capacidad de indignarse y de exigir responsabilidades no se extienda a nuestra bien establecida inclinación por la guerra en gran parte del planeta.

De ninguna manera deseo minimizar el dolor, el sufrimiento y la humillación de las mujeres atacadas por los réprobos que ahora están recibiendo su merecido. Pero a juzgar por la información publicada, las mujeres (y hombres, en algunos casos) acosadas por Weinstein, Louis C.K., Mark Halperin, Leon Wieseltier, Kevin Spacey, Al Franken, Charlie Rose, Matt Lauer, Garrison Keillor, Roy Moore -mi compañero de clase en West Point- y sus compadres* al menos se las arreglaron para sobrevivir a sus traspiés. Ninguno de ellos ha sido acusado de asesinato. Ni ha habido muertes.

Comparemos su culpabilidad con la de los oficiales de alto rango que tenían mando o causaron los variados percances militares de este país en el siglo XXI. Por supuesto, esas guerras dejaron un saldo de centenares de miles de muertos y acabarán costando muchos billones de dólares al contribuyente estadounidense. Tampoco esos costosos esfuerzos bélicos eliminaron el «terrorismo», como prometió el presidente George W. Bush cuando los soldados estadounidenses de hoy todavía estaban en pañales.

Bush nos dijo que, mediante la guerra, Estados Unidos diseminaría la libertad y la democracia. En lugar de eso, nuestras guerras han sembrado el desorden y la inestabilidad, creado estados fallidos en todo el Gran Oriente Medio y África. En su estela han hecho brotar cada vez más -y no menos- grupos yihadistas, mientras los atentados terroristas aumentan en todo el mundo. Estos son hechos irrefutables.

Me resulta frustrante volver una y otra vez con esta triste letanía de verdades. Me siento un poco como el doctor que le dice a un fumador de toda la vida con un cáncer terminal de pulmón que su adicción al tabaco está afectando negativamente su salud. La respuesta muda del paciente es: «Lo sé, y no me importa». Nada de la que diga el médico le apartará de su hábito. Aunque se pregunte por qué, el médico cumple con las formalidades.

Del mismo modo, la guerra se ha convertido en un hábito al que Estados Unidos es adicto. Excepto para los enajenados en fase terminal, la mayoría de nosotros lo sabe. También sabe –imposible ignorarlo– que, en lugares como Afganistán e Irak, las fuerzas estadounidenses han sido incapaces de cumplir con la misión asignada, a pesar de 16 años de lucha en la primera y más de 10 en la segunda.

Por no decir algo peor, no es exactamente una historia de buenos noticias. Por lo tanto, perdonadme por decirlo (una vez más, todavía), a la mayor parte de nosotros sencillamente no nos importa, lo que quiere decir que continuamos permitiendo que se dé carta blanca a quienes tienen autoridad en esas guerras; al mismo tiempo tratamos con respeto los puntos de vista de los expertos y las personalidades mediáticas que insisten en promocionarlos. Qué ha pasado no cuenta; preferimos seguir fingiendo que el futuro está preñado de posibilidades. La victoria está a la vuelta de la esquina.

Por ejemplo, veamos un artículo reciente en U.S. News and World Report. Su titular es: «Victoria o fracaso en Afganistán: 2018 será el año decisivo»; sugiere una ausencia de equilibrio en el texto que sigue, que se lee como un comunicado de prensa del Pentágono. He aquí al completo el párrafo de síntesis de la noticia (las cursivas son mías):

«Provista de una nueva estrategia y renovado apoyo de los antiguos aliados, la administración Trump cree ahora que cuenta con todo lo necesario para ganar la guerra en Afganistán. En un todo de acuerdo con el secretario de Defensa Jim Mattis, los principales asesores militares dicen que podrían cumplir con lo que no pudieron las dos administraciones anteriores: la derrota del Taliban por parte de las fuerzas locales apoyadas por Occidente, una paz negociada y el establecimiento en Kabul de un gobierno con apoyo popular capaz de impedir que el país vuelva a transformarse en refugio de cualquier grupo terrorista.»

Ahora bien, si usted compra esto, pensará que Harvey Weinstein aprendió la lección y que se puede confiar en él para que entreviste, vestido con su albornoz, a jóvenes actrices.

Para empezar, no hay una «nueva estrategia». Los generales de Trump, aparentemente con el permiso de su patrón, solo están modificando la vieja «estrategia», que a su vez era una extensión de estrategias anteriores ensayadas, desfinanciadas y finalmente descartadas antes de haber sido dadas por malas y eventualmente recicladas.

Las fuerzas armadas de Estados Unidos, imposibilitadas de usar armas nucleares en Afganistán en la última década y media, experimentaron con casi cualquier alternativa imaginable: invasión, cambio de régimen, ocupación, construcción de una nación, pacificación, decapitación, contraterrorismo y contrainsurgencia, por no mencionar varias ofensivas, de diferentes alcance y duración. Hemos tenido una gran presencia de tropas y otra más pequeña, más bombardeo o menos, normas de combate restrictivas y otras más permisivas. En el equivalente militar de «ir a por todo», un cuatrimotor a hélice del comando de operaciones especiales de EEUU hace poco tiempo dejó caer la más poderosa bomba no nuclear del arsenal estadounidense en un complejo de cuevas subterráneas en el este de Afganistán. A pesar de que la MOAB hizo mucho ruido, la rendición del enemigo no se materializó.

Hay que reconocer que, calladamente, los comandantes estadounidenses han aparcado cualquier expectativa de conseguir una auténtica victoria -definida históricamente como «imponer la voluntad propia a la del enemigo»- en favor de la concepción más modesta de éxito. En el año XVII de la Guerra Estadounidense de Afganistán, la esperanza es que el adiestramiento, el equipamiento, el asesoramiento y la motivación de los afganos para que asuman la responsabilidad de defender su país permitan que alguna vez las fuerzas de EEUU y sus compañeros de coalición puedan marcharse. En 2015, ese proyecto de construcción de las fuerzas de seguridad afganas, ya había consumido por lo menos 65.000 millones de dólares del contribuyente estadounidense. Dadas las circunstancias, este dinero debe ser visto como apenas una primera cuota.

Según el general John Nicholson -nuestro decimoséptimo comandante en Kabul desde 2001-, las acciones pensadas e implementadas por sus numerosos predecesores han dado lugar a una paralización; es esta una generosa definición, ya que en estos momentos el Taliban controla más territorio que el que tenía en su poder cuando la invasión estadounidense. Algunos oficiales tan capaces como el propio Nicholson, entre ellos David Petraeus y Stanley McChristal, no lo consiguieron. Yo confío en los argumentos de Nicholson.

Fundamentalmente, la «nueva estrategia» ideada por los generales de Trump -entre ellos, el secretario de Defensa Mattis y Nicholson- equivale a lo siguiente: quédate un tiempo más pero no demasiado. Un moderado incremento en el número de soldados estadounidenses y aliados en el terreno proporcionará más instructores, asesores y animadores para trabajar con sus colegas afganos y acompañarlos en el campo de batalla. El plan Mattis/Nicholson también prevé un aumento en el número de ataques aéreos, algo marcado por la utilización reciente de los B-52 para bombardear «narcolaboratorios» ilegales del Taliban, un escenario que el mismísimo Stanley Kubrick difícilmente habría imaginado.

A pesar de la novedad del empleo de los bombarderos estratégicos para destruir unas chozas de adobe, no hay mucho de muevo por aquí. Si nos remontamos a 2001, las fuerzas de la coalición ya han dejado caer decenas de miles de bombas en Afganistán. Las acciones conjuntas destinadas a crear unas fuerzas de seguridad afganas eficaces comenzaron tan pronto como el Taliban fue expulsado de Kabul. Del mismo modo, también lo hicieron los intentos de reducir la producción del opio, una actividad con la que se financiaba la insurgencia Taliban, lamentablemente sin consecuencias apreciables. Lo que quieren los generales de Trump es un público confiado (y, sorprendentemente, unos congresistas confiados y distraído) que crea que, ahora sí, han esbozado una fórmula para corregir las cosas.

Doblando la esquina

Con su peculiar capacidad para intuir el éxito, el presidente Trump ya percibe una clara evidencia de evolución. «Ya no combatimos solo para estar allí», observó en su mensaje del día de Acción de Gracias a los soldados. «Estamos peleando para ganar. Y en los últimos tres o cuatro meses, vosotros habéis dado vuelta las cosas como nadie lo había hecho.» El presidente, podríamos señalar, todavía no ha visitado Afganistán.

Supongo que el comandante en jefe tiene claro el hecho de que en los círculos de las fuerzas armadas, la palabra ganar ha adquirido una notable elasticidad. Trump puede pensar que implica la derrota del enemigo -con banderas blancas y ceremonias de rendición en la cubierta del acorazado Missouri. El general Nicholson lo tiene más claro. «Ganar», dice el comandante de campo, «significa llegar a un arreglo negociado que reduce el nivel de violencia y protege a la patria» (demos a esta definición su valor nominal y ¡podemos poner a Vietnam en la columna de los triunfos!).

¿Nos sorprendería que los generales de Trump, imitando inconscientemente al general William Westmoreland de hace medio siglo, volvieran a decir que ven una luz al final del túnel? En absoluto. Mattis y Nicholson (junto con John Kelly, jefe de personal de la Casa Blanca, y H.R. McMastaer, asesor de Seguridad Nacional) están siguiendo el guión de Harvey Weinstein: continuar hacia adelante hasta que te obliguen a parar. Ciertamente, con lo que solo puede describirse como cinismo, el propio Nicholson anunció recientemente que habíamos «doblado la esquina» en Afganistán. Por supuesto, al hacerlo está contando con que los estadounidenses no recuerden a los distintos gestores de la guerra -militares y civiles, lo mismo da- que hicieron el mismo anuncio en los últimos años, entre ellos el secretario de Defensa Leon Panetta, en 2012.

De ahí en más, las promesas de progreso se reflejan en dos escenarios: en el frente de lucha, los resultados -año tras año- están lejos de lo prometido; en el frente interno, un público asombrosamente crédulo. Desde entonces, la guerra en Afganistán lleva mucho tiempo instalada en la melancolía y una regularidad aparentemente perpetua.

El hecho es que las personas a quienes el presidente Trump les ha confiado la dirección de la política de Estados Unidos creen con absoluta certeza que los problemas políticos complicados pueden resolverse con un uso adecuado de la fuerza de las armas. Es a esta propuesta a la que los generales como Mattis y Nicholson han consagrado una parte importante de su vida, no solo en Afganistán sino en todo el mundo islámico. Es tan improbable que cuestionen la validez de ese enfoque como que el Papa ponga en duda la divinidad de Jesucristo.

En Afganistán, la totalidad de la cosmovisión de estos generales -por no mencionar el estatus y la influencia del cuerpo de oficiales que ellos representan- está en juego. No importa cuántas «generaciones» pueda durar la guerra, no imposta cuánta sangre pueda derramarse inútilmente y no importa cuánto dinero se despilfarre; ellos nunca admitirán su fracaso; tampoco lo hará ninguno de los militaristas sin uniforme que los vitorean desde fuera en Washington, Donald Trump entre los más entusiastas.

Mientras tanto, la gran mayoría de los estadounidenses, distraída su atención -después de todo, este es el momento de las compras navideñas-, permanece aplicadamente indiferente a la farsa que se interpreta ante sus propios ojos.

Hace falta una sucesión de escándalos importantes antes de que los estadounidenses despierten de verdad frente al azote del acoso y la agresión sexual. ¿Cuánto tiempo hará falta para que el público llegue a la conclusión de que ya está bien de guerras que no funcionan? Esperemos que sea antes de que nuestro presidente, en un momento de mal humor, desencadene su «fuego y furia» en el mundo.

* En castellano en el original. (N. del T.)

Andrew J. Bacevich, colaborador habitual de TomDispatch, es el autor del libro recientemente aparecido America’s War for the Greater Middle East: A Military History.

Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/176361/

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.