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Josep Fontana critica el silenciamiento de la privatización de tierras comunales y las luchas campesinas en la historiografía española

Señores, burgueses y campesinos: una vieja historia

Fuentes: Rebelión

La obra historiográfica de Josep Fontana es vasta y diversa. Hace décadas que comenzaron sus imprescindibles estudios sobre la Historia de España con «La quiebra de la monarquía absoluta», y el conjunto de trabajos sobre la hacienda, la revolución liberal y la crisis del Antiguo Régimen. Su polifacética obra incluye aportaciones a la historia de […]

La obra historiográfica de Josep Fontana es vasta y diversa. Hace décadas que comenzaron sus imprescindibles estudios sobre la Historia de España con «La quiebra de la monarquía absoluta», y el conjunto de trabajos sobre la hacienda, la revolución liberal y la crisis del Antiguo Régimen. Su polifacética obra incluye aportaciones a la historia de Cataluña, clásicos como «Cambio económico y actitudes políticas en la España del siglo XIX» (recopilación de artículos) o la coordinación del volumen «España bajo el franquismo», en el que firma una introducción de referencia. Fontana ha escrito sobre historia de la historiografía, además de numerosos libros y artículos que llegan hasta el presente («Por el bien del Imperio. Una historia del mundo desde 1945»). Ha difundido a los «grandes» de la historiografía (Pierre Vilar, Hobsbawm, Marc Bloch, Lucien Febvre o E.P. Thompson) sin perder el contacto con los profesores de instituto, pues siempre ha mostrado interés por la enseñanza y su renovación. Tampoco entiende su oficio como mera arqueología. Al contrario, el estudio del pasado lo vincula al conocimiento del presente y, por eso, Josep Fontana ha sido siempre un historiador comprometido.

Crisis del Antiguo Régimen, Revolución Burguesa, reforma agraria liberal. Nociones de un periodo nuclear en la historia de España. «Nosotros habíamos heredado la visión legitimadora de la burguesía: la visión de los vencedores», ha explicado Fontana en el homenaje al profesor emérito de Historia Moderna de la Universitat de València, Manuel Ardit, fallecido el pasado año. «Nos querían hacer creer que esa era la Historia; la victoria de la libertad burguesa frente a la opresión del sistema feudal». Los historiadores heredaron asimismo «un lenguaje destinado a disfrazar los beneficios -no siempre lícitos- de la burguesía, en nombre del derecho sagrado de propiedad (burguesa), que no reconocía los derechos de la propiedad colectiva campesina, ni menos aún los del trabajador sobre el producto de su esfuerzo».

El profesor emérito de la Universitat Pompeu Fabra propone un ejercicio de historia comparada, entre lo que ocurre en la España del siglo XIX y el proceso que en la Inglaterra del siglo XVIII expropió a los campesinos de las ventajas que les proporcionaban las tierras comunales y los derechos comunes, y terminó con la existencia de un mundo de campesinos autónomos. El poeta John Clare decía: «Hubo un tiempo en que un trozo de tierra me hacía libre de la esclavitud, hasta que llegaron los viles cercados de tierras que han hecho de mi un esclavo de la caridad de la parroquia».

En el caso francés, el problema que más gravemente afectó a los campesinos a finales del siglo XVIII, y lo que les empujó a la revolución, no era el de los derechos feudales (que sólo afectaba a los propietarios independientes), sino la tendencia por parte de la aristocracia y de la burguesía a introducir contratos «en dinero» y de duración limitada que arruinaban a los campesinos, en sustitución de los tradicionales contratos de larga duración y los arrendamientos en pago por «frutos».

El malestar rural de 1789 en Francia habría surgido, en primer lugar, por la ofensiva capitalista que estaba destruyendo el viejo sistema agrario, en el que el campesino sin dinero podía vivir, a pesar de todo, gracias a los arrendamientos a largo plazo y pagados con una parte de los frutos, además de los medios que proporcionaban los bienes y derechos comunales. Pero el hecho de que la revolución triunfara en Francia, dejó a los campesinos en una situación distinta a la de los ingleses y los españoles, sobre todo en cuanto a la persistencia de la pequeña propiedad campesina, lo que implicaría una gran diferencia en el camino que se iba a seguir.

«El caso de España está claro», zanja Fontana. Al igual que en Inglaterra o Francia, la lucha por la tierra o, dicho de otro modo, el proceso que conduce a «la propiedad burguesa de la tierra» se inició mucho antes. Posiblemente habría que comenzar con el estudio de las alienaciones de tierras y rentas reales, que en 1637 proporcionaban a la corona más recursos que los aportados por el tesoro americano. Según Alberto Marcos Martí, se convirtieron en un instrumento en manos de la monarquía para contener y compensar a la nobleza, así como integrar a amplios sectores del funcionariado y la burguesía en la clase feudal. Ello implicaba reforzar el orden de los viejos estamentos privilegiados, a expensas de los campesinos.

¿Por qué estos procesos cobran en España nueva fuerza desde comienzos del siglo XIX?, se pregunta el historiador catalán. Sobre todo, para hacer frente a las resistencias de la población campesina a la continuidad del viejo sistema, traducida en una progresiva erosión del pago de los derechos señoriales y del diezmo. La guerra del «francés» y los decretos de las Cortes de Cádiz ayudaron a abrir los ojos sobre la naturaleza real del sistema. Ahora bien, explica Fontana, «en lugar de vaciar de contenido los privilegios del viejo sistema en beneficio de los campesinos, la reforma agraria liberal se hizo en buena medida para preservar los derechos de los propietarios; que la operación se mostrara como una gran empresa liberadora, no era más que una forma de legitimarla».

Pero, además de este gran programa de consolidación de la propiedad, se da (de una manera mucho menos visible) una gran campaña de apropiación de las tierras y bienes comunitarios; tierras y bienes que permitían a los campesinos aquella subsistencia en libertad que los ingleses tenían antes del cercamiento de tierras, y los franceses consiguieron preservar gracias (en buena medida) a su participación e la revolución. Concluye Fontana que esta es una cuestión que no ha tenido en el caso español la abundancia de estudios que se han dedicado, por ejemplo, a la desamortizacón eclesiástica («uno de los esfuerzos más inútiles de nuestra investigación historiográfica, que abocó a un gran número de historiadores a su estudio en los años 70 y 80 del siglo pasado»).

«Del destino de la propiedad comunal campesina, por el contrario, sabemos únicamente lo que hace referencia a la desamortización civil llamada de Madoz, en 1855, que también era una operación destinada a resolver problemas hacendísticos». Pero, matiza el especialista en historia económica, «se nos ha pasado por alto la parte más importante del proceso, que es la apropiación que se realiza en una suma de pequeñas operaciones puntuales y a menudo sin cobertura legal». De hecho, la primera ley del siglo XIX autorizando la venta de bienes comunales (5-X-1811), se concretó en un Decreto (4-I-1813) sobre enajenaciones de baldíos y otras tierras comunales. Pero mientras, y esto es lo significativo, se habían vendido muchas tierras (en Guipúzcoa, esta desamortización civil supuso la alienación del 10% de la superficie de la provincia). Además, una vez finalizada la guerra contra los franceses continúa la venta de bienes municipales que, según denunciaba una Real Cédula de 21-XII-1818, se había producido «sin absoluta necesidad o con muy poca; otros con ella, pero sin formalidad alguna, quedándose en poder de los propios constituyentes del Ayuntamiento sin subasta; algunas sin tasa, y otras hecha ésta por ellos mismos y habiéndoles dado un valor ínfimo».

En la preocupación de los historiadores por investigar la evolución del liberalismo y el triunfo de la revolución burguesa, pasaron por alto -según Josep Fontana- la transformación agraria más importante de la primera mitad del siglo XIX, que permitió roturar nuevas tierras, extender el área cultivada y aumentar la producción de granos en la medida que era necesario para hacer frente al aumento de la población. Así se evitaban, asimismo, las grandes hambrunas de los primeros años del siglo XIX. No hubo ninguna ley que autorizara este proceso -finalmente legalizado como hecho consumado e irreversible en 1847- en el que se redujeron a cultivo extensos terrenos tanto del estado como «propios» y «comunes» de los pueblos.

Insiste el historiador catalán en que la apropiación de las tierras comunales «desaparece la nuestra vista al desarrollarse en una serie de episodios puntuales, que no aparecen en los relatos históricos globales y además acostumbran a ocultar la conflictividad campesina». Por ejemplo, al referirse a lo que ocurre en 1836 los libros de historia se ocupan normalmente de los sucesos de la Granja y el motín de los sargentos. Pero en Aragón se multiplicaron por esas fechas las protestas campesinas, que llevaron a las casas señoriales a dirigirse al gobierno y alertar de que sus intereses y los de la patria podían correr peligro. El malestar provocado por estas revueltas se debía a la desaparición de las tierras de aprovechamiento común y el endurecimiento de las condiciones de explotación en tierras con viejos derechos de carácter señorial.

Fontana señala otro ejemplo de ocultación historiográfica de la conflictividad campesina. Cuando se habla de Castilla en los años 50 del siglo XIX, se pondera normalmente el enriquecimiento que produjeron las exportaciones de trigo, como consecuencia de las interrupciones del suministro de cereales rusos en los tiempos de la guerra de Crimen. Pero un libro de Javier Moreno Lázaro revela que entre 1854 y 1858 hubo en las tierras de Castilla-La Vieja y León 112 revueltas, casas de propietarios asaltadas y fábricas de harina incendiadas. Pero la historia de la revolución «gloriosa» de 1868 tampoco explica hechos como los de Montilla, donde los burgueses locales se aseguraron la victoria en las elecciones con el auxilio de una «partida de la porra. De inmediato, se apropiaron de los bosques comunales de los que tradicionalmente obtenían provecho leñadores y carboneros. Y la historia continúa. Al proclamarse la I República, la población de Montilla se lanzó a la calle, venció la resistencia combinada de la «partida de la porra» y la guardia civil, mataron a tres propietarios y se incendiaron algunas casas. Como resultado, un gran número de rebeldes terminó en la prisión de Córdoba, donde continuaban (sin juicio) después de un año de República.

Años después, agrega el maestro de historiadores, «los estudios de historia continuaron silenciando estas luchas campesinas, o las falseaban, como lamentablemente hizo Díaz del Moral en su Historia de las Agitaciones Campesinas Andaluzas; sería éste desgraciadamente el libro de referencia para los estudiantes de varias generaciones». Por lo demás, conflictos como los citados se podrían repetir en diferentes lugares y con fechas muy diversas. «Episodios de una historia que está aún por escribir». Por ejemplo, la lucha por la recuperación de las tierras municipales que se planteó durante la II República, y que llegó al máximo en los debates de las Cortes el 1 de julio de 1936. El dirigente derechista Calvo Sotelo, al defender que no se «tocaran» las apropiaciones ilegales hechas hasta entonces, afirmaba: «yo les digo a los agricultores españoles que la solución se logrará con un estado corporativo».

Una consecuencia general de este proceso de transformaciones agrarias en toda la Europa occidental, llevado a expensas de la propiedad colectiva de prados y bosques, fue que en la mayor parte de los países (excepto Francia) se produjera un descenso, entre 1814 y la década de 1840, de los niveles de vida de la población campesina y la mayor parte de las capas populares. Subraya Fontana que es algo que puede medirse a través de investigaciones de la historia antropométrica. Puede asociarse, en efecto, la disminución de la estatura con un empeoramiento de las condiciones de alimentación y subsistencia de la población. Se trata de una tendencia general en Europa. La mengua de la estatura hasta la década de los 40 del siglo XIX tiene dos excepciones: Francia (por el predominio de la pequeña propiedad) y España (donde la caída se prolongó hasta 1870, mucho más que en otros países)

¿A cuento de qué esta larga reflexión? Responde Fontana que estos problemas históricos son muy importantes para entender el mundo en el que vivimos. En Colombia, entre 1985 y 2007, se expulsó de sus tierras a un número de campesinos que oscila entre los 3 y los 4 millones, que perdieron sus propiedades. «Y eso se ha hecho en nombre del progreso». Como en la Inglaterra del siglo XVIII. O en la España del siglo XIX.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.