Hillary Clinton no era la candidata adecuada: una tecnócrata que ofrecía pequeños ajustes cuando lo que quería la gente era darle con un mazo a la maquinaria. Escoger a Clinton fue un signo de que los demócratas no hablaban en serio sobre el riesgo Trump, que el oportunismo del partido tenía prioridad sobre el bienestar del país, o las dos cosas. Los partidarios de Clinton en los medios de comunicación tampoco ayudaron demasiado.
Hace un mes intenté escribir una columna en la que proponía apodos crueles para el ahora presidente electo Donald Trump. Después de los hirientes sobrenombres con que él se refería a los demás, me pareció gracioso devolverle un poco de su propia medicina. No tuve éxito. Hay una oscuridad alrededor de Trump que anula ese tipo de humor: una estupidez tan desconcertante, una incompetencia tan inmensa que ningún insulto puede adentrarse en sus profundidades.
Trump ha protagonizado una de las campañas presidenciales más patéticas de la historia. No me refiero a su tan criticada forma de hacer negocios ni a sus comentarios de mal gusto sobre las mujeres. Estoy hablando desde un punto de vista estrictamente técnico: este hombre dividió a su propio partido. Su congreso republicano fue un desastre. No tenía bases desde las que hablar. La lista de celebridades, especialistas y delegados que lo acompañaron durante la campaña era extremadamente pequeña. Sin necesidad, Trump insultó a incontables grupos de personas: mujeres, latinos, musulmanes, personas discapacitadas, madres con bebés que lloran, la familia de Bush, conservadores del estilo de George Will… Incluso se las ingenió para perder el apoyo de Glenn Beck.
Y ahora va a ser el presidente de los Estados Unidos. La mujer que nos pintaban como la candidata mejor calificada de todos los tiempos perdió contra el candidato peor calificado de todos los tiempos. La flor y nata de la sociedad se encolumnó detrás de Hillary pero no alcanzó. Aquel hombre tan incompetente que hasta se hacía difícil insultarlo ahora se sentará en el despacho presidencial, desde donde emitirá sus veredictos de juez de concurso de belleza sobre los ilustres y sabios miembros del viejo orden.
¿Qué hay de positivo?
¿Hay un lado positivo en la victoria de Trump? Después de todo, millones de personas de bien votaron por él. Tal vez el nuevo presidente esté a la altura de esa gran estima que le tienen. Trump se ha comprometido a «limpiar el pantano» de la corrupción de Washington y, tal vez, realmente emprenda esa tarea. Además, Trump ha prometido que renegociará el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés). Tal vez eso también ocurra. Tal vez consiga tantas victorias en nuestro nombre (como alguna vez lo predijo en un discurso de campaña) que vamos a hartarnos de tanto ganar.
Pero no nos engañemos. No vamos a ganar nada. Lo que pasó el martes fue un desastre para el liberalismo y para el mundo. Todos vamos a tener razones para arrepentirnos de la llegada de Trump al trono presidencial en cuanto empiece a arreglar cuentas con sus antiguos rivales, a provocar peleas con otros países y a largar su escuadrón especial de policías de deportación sobre diferentes grupos de personas.
Ahora debemos concentrarnos en la pregunta obvia: ¿Qué es lo que salió tan mal? ¿Qué clase de insensatez se adueñó de nuestros líderes demócratas mientras se encaminaban a perder la que, según nos dijeron, era la elección presidencial más importante de nuestra vida?
Publican 551 nuevos correos electrónicos de Hillary Clinton, tres «secretos» Imagen de archivo de Hillary Clinton EFE Empecemos por el principio. ¿Por qué, de entre todos los candidatos, tenía que ser Hillary Clinton? Sí, tiene un currículum impresionante; sí, trabajó muy duro en la campaña electoral. Pero precisamente Clinton no era la candidata indicada para esta coyuntura de rabia y populismo. Clinton era parte de Washington cuando el país pedía a gritos alguien ajeno a la política. Clinton era una tecnócrata que ofrecía ajustes de precisión cuando lo que el país quería era darle con un mazo a la máquina.
Hillary fue la candidata demócrata porque era su turno y porque su victoria habría hecho subir un peldaño a todos los demócratas de Washington. Las posibilidades de ganar de Hillary siempre fueron un tema secundario, algo que se daba por descontado. Si ganar la elección hubiera sido la principal preocupación de los demócratas, hubiesen preparado a otros candidatos más adecuados. Estaba Joe Biden, con su discurso poderoso, claro y sincero; y estaba Bernie Sanders, una figura inspiradora y libre de escándalos. Probablemente cualquiera de los dos hubiera derrotado a Trump, pero ninguno de ellos servía para los intereses del poder político de los demócratas.
Así que los líderes demócratas convirtieron a Hillary en su candidata aun cuando sabían de su estrecha relación con los bancos, de su propensión a la guerra y de su punto débil en el tema del comercio exterior. Trump se dedicó a explotar al máximo cada una de esas aristas. Los líderes demócratas eligieron a Hillary a pesar de que sabían del servidor privado de correos electrónicos. La eligieron a pesar de que los que sabían algo sobre la Fundación Clinton sospechaban que la suya era una candidatura dudosa.
Tratar de imponer a un candidato de esta índole, al mismo tiempo que se grita a los cuatro vientos que el republicano es un monstruo de la derecha, es invitar a la desconfianza. Si Trump es un fascista, como a menudo dicen los liberales, los demócratas deberían haber puesto a su mejor jugador para tratar de detenerlo y no a una demócrata de poca monta, elegida porque le tocaba.
Los demócratas no tomaron en serio a Trump
Escoger a Clinton fue un signo de que los demócratas no hablaban en serio sobre el riesgo Trump, que el oportunismo del partido tenía prioridad sobre el bienestar del país, o las dos cosas.
Los partidarios de Clinton en los medios de comunicación tampoco ayudaron demasiado. Siempre me pareció extraño que una candidata tan poco popular contara con un respaldo tan robusto y unánime en las editoriales y páginas de opinión de los periódicos, pero fue el entusiasmo de los medios lo que realmente la perjudicó. Repitieron los mismos argumentos una y otra vez, hasta dos o tres veces por día, eliminando cualquier opinión o matiz en contra. Leer el periódico era como sintonizar una radio con propaganda de la Guerra Fría. Esto era lo que escribían:
Hillary prácticamente no tiene fallos. Una líder sin igual de blanco inmaculado, una súper abogada, una gran benefactora de las mujeres y los niños y una guerrera de la justicia social.
Los escándalos contra ella son todos mentira.
La economía va bien/ Estados Unidos sigue siendo grande.
La clase trabajadora no apoya a Trump
Si alguno le da su apoyo, solo es porque son seres humanos deleznables. El racismo es la única razón posible para alinearse detrás del republicano. ¿ Por qué falló la cruzada periodística? El cuarto poder se unió en un mismo frente con un consenso profesional inédito. La prensa eligió insultar al otro bando en vez de entender qué lo movía. Transformaron las columnas de opinión en un vehículo para jactarse de los altos valores morales. Con semejante enfoque, ¿qué pudo haber salido mal?
Si hiciéramos esta misma pregunta en términos más generales, estaríamos ante el mayor misterio de 2016. La clase profesional de Estados Unidos se pasó todo el año marchando detrás de una profesional súper competente (que al final no resultó tan competente) y acallando o insultando a cualquiera que no aceptara sus opiniones. Perdieron. Tal vez sea hora de pensar si no fueron esas escandalosas muestras de superioridad moral, proferidas desde una posición de elevado status social, las que ahuyentaron a la gente.
Otro problema más grave aún es la complacencia crónica que, durante años, se ha comido al liberalismo estadounidense desde dentro, una arrogancia que les dice a los demócratas que no deben hacer nada diferente, que no deben dar nada a nadie excepto a sus amigos a bordo del avión de Google y a esas agradables personas de Goldman Sachs.
Al resto nos tratan como si no tuviéramos nada más que ir y votar con entusiasmo diciéndonos que ellos son la «última línea de defensa» entre nosotros y el fin del mundo. Es el liberalismo de los ricos. Le ha fallado a la clase media. Basta ya de demócratas cómodos y de su cómodo sistema en Washington. Basta ya de Clintonismo y de su orgulloso aire de clase profesional virtuosa. ¡Basta!
Thomas Frank es el autor de Listen, Liberal ( Escucha, liberal)
Traducido por Francisco de Zárate