Recomiendo:
0

Sobre la inteligencia de nuestros políticos

Fuentes: Rebelión

«Y así la ciudad nuestra y vuestra vivirá a la luz del día y no entre sueños, como viven ahora la mayor parte de ellas por obra de quienes luchan unos con otros por vanas sombras o se disputan el mando como si éste fuera algún gran bien.» (Platón: República, libro VII)   En estos […]

«Y así la ciudad nuestra y vuestra vivirá a la luz del día y no entre sueños, como viven ahora la mayor parte de ellas por obra de quienes luchan unos con otros por vanas sombras o se disputan el mando como si éste fuera algún gran bien.»
(Platón: República, libro VII)

 

En estos días por los que pasa nuestra atribulada patria, densa resaca de las últimas convocatorias electorales, ante tanta muestra de postergación de las luces de la inteligencia achacable a nuestros políticos y aireada en los medios de comunicación con morbosa fruición, me reconforta evocar la figura, aunque sea ficticia, de un personaje que debería constituir la clase más numerosa de seres humanos dentro de la masa de ciudadanos que componen un país como el nuestro.

El personaje al que yo acudo en rescate de mi sosiego particular, como antígeno para inmunizar mi intelecto ante tanto discurso -o relato como se ha puesto de moda decir ahora- tóxico, no es otro que Atticus Finch, un padre de familia y abogado cuya personalidad es producto de la imaginación de la escritora Harper Lee, quien lo concibió como protagonista de su muy exitosa novela Matar un ruiseñor, publicada por primera vez en 1960. Yo lo conocí a través de su versión cinematográfica del mismo título de 1962, en la que Atticus Finch es interpretado por el grandioso Gregory Peck.

Se me dirá que es hacer trampa acudir a un ser imaginario para hacer frente a las miserias de la condición humana, que es una táctica evasiva propia de un carácter inmaduro que cree en utopías, lo que es impropio de un cincuentón como yo. Pero el caso es que se conoce que la autora de la novela original se inspiró para la construcción del personaje al que nos referimos en una persona real, a saber, su propio padre, un abogado de la entonces muy racista Alabama que, como Finch, defendió a varias personas negras en varios casos criminales de notable repercusión mediática en su momento, la época de la gran depresión del veintinueve. Además, ¿cómo demonios mejora el ser humano sus condiciones de vida si no es a través de imaginar justamente lo que es posible pero no es y de conocer los medios mediante los cuales tal posibilidad deseable, por justa, se puede convertir en realidad? Es el principio de ejemplaridad, que no deja de tener su alto componente utópico, a través del cual se plasman concretamente valores que, si no, quedan confinados al mundo más bien abstracto de los ideales. Y lo que es peor, el ciudadano queda abocado al más estéril de los cinismos y el oficio político, al desinterés más desintegrador.

Por eso, me resulta moralmente reconstituyente el recuerdo de Atticus Finch, por lo mismo que utilizo de vez en cuando la película de Robert Mulligan en mis clases de filosofía, porque en ella se muestra toda la honestidad e inteligencia características del personaje. Me sirve su poder conmovedor para inocular en los alumnos la preocupación por cuestiones fundamentales, y que están en los orígenes genealógicos de la propia filosofía; particularmente, la cuestión de los vínculos entre ética, o más precisamente entre virtud e inteligencia, ya planteada en los albores de la filosofía hace dos mil quinientos años por el mítico filósofo ateniense Sócrates.

La filosofía es culpable, sin duda, de haber enfatizado la versión cognitiva de la inteligencia, componiendo a lo largo de la corriente más caudalosa de su historia un modelo en exceso racionalista de la misma, quedando justificada incluso la acusación de haber dado pábulo a un estereotipo antropológico basado en una verdadera fantasía racionalista (se abre aquí todo un frente que nos llevaría a una crítica del paradigma filosófico triunfante y sus consecuencias que dejo para mejor ocasión). Ello se percibe en la impronta reconocible en la psicología, materializada en los procedimientos de evaluación de la inteligencia de los últimos dos siglos. El filósofo José Antonio Marina, muy dado a echar mano de la psicología a la hora de dotar de musculatura argumentativa a sus ensayos, denomina «atrincheramiento en el campo cognitivo» a una reducción engañosa de la complejidad que encierra eso que llamamos inteligencia identificándola en exclusiva con aquellas capacidades que son reconocidas en los ya tradicionales tests de inteligencia, por ejemplo, percibir, relacionar, aprender, argumentar, etc. Este filósofo, actualmente muy preocupado -y ocupado activamente- por los temas pedagógicos, dedica el capítulo titulado «la inteligencia malograda» de su libro La inteligencia fracasada. Teoría y práctica de la estupidez a armar todo un modelo de la inteligencia que la rescata de ese miope reduccionismo cognitivo y la coloca en la realidad de las interacciones humanas, dotándola de un significado ético.

Por ello no puedo evitar percibir cierta vinculación con el enfoque, ya clásico, de Carlo Maria Cipolla plasmado en su teoría de las leyes fundamentales de la estupidez. Su «ley tercera (de oro)», tal como aparece enunciada en su delicioso ensayo titulado Allegro ma non troppo reza tal que así : «Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio». Mucho me temo que este enunciado es perfectamente aplicable a muchas de las acciones de nuestros políticos, particularmente durante este último período poselectoral y respecto de las negociaciones y pactos que eran su objetivo.

Coinciden, pues, Cipolla y Marina en cambiar el planteamiento teórico-cognitivista, heredero seguramente de la tradición del intelectualismo ético socrático, por una perspectiva eminentemente práctica que define la inteligencia a partir de los resultados del comportamiento humano, alejándose así de modelos abstractos. La clave -nos dice Marina- de la inteligencia reside en «la capacidad de un sujeto para dirigir su comportamiento, utilizando la información captada, aprendida, elaborada y producida por él mismo» (p. 16). Eso sí, distingue entre la inteligencia computacional, que es lo que hemos dicho miden los tests de inteligencia, por un lado, y el uso de la inteligencia o -lo que es lo mismo- «la inteligencia en acción, es decir, lo que un sujeto hace con sus capacidades» (p. 20). Éstas, en esencia operaciones computacionales diseñadas filogenéticamente, se tornan, por así decir, humanamente inteligentes cuando son operadas desde la consciencia. Quiere decirse que esos módulos autónomos que, de manera espontánea, inconsciente e incluso contradictoria, pueden determinar en un principio nuestra conducta, deben someterse a lo que Marina llama los grandes sistemas unificadores, como son el lenguaje, la razón, la capacidad de planificar y decidir, si es que queremos comportarnos humanamente, o sea, con sentido ético.

Esto lo representa de forma luminosa el aludido personaje evocado al inicio de este artículo, Atticus Finch. Su conducta en la historia narrada en Matar un ruiseñor es la ilustración perfecta de lo que Marina etiqueta -siguiendo su teoría de la inteligencia- como inteligencia ejecutiva, «cuya misión es iniciar, dirigir y controlar, hasta donde pueda, las maquinaciones de la inteligencia computacional» (p. 23). Es lo que hace Atticus Finch, dueño de sí, sobreponiéndose a la ira cuando es provocado por un energúmeno ante la mirada de sus hijos para los que sabe que nada tiene mayor poder educativo que su propio ejemplo. Congruentemente, «la causa del fracaso de la inteligencia es la intervención de un módulo inadecuado, que ha adquirido una inmerecida preeminencia por un fallo de la inteligencia ejecutiva» (ibidem). Para ilustrar esta cara perdedora de la inteligencia nos sirven muchos de los comportamientos de nuestros políticos, cuando son incapaces de controlar ambiciones, soberbias y temores que obstaculizan la consecución de los fines propuestos.

Pero no caigamos en el error de limitar la inteligencia a mera eficacia o aplicación de la información al logro de ciertas metas. Perdería la inteligencia humana un elemento esencial y su rasgo específico si de ella excluimos la elección de los objetivos. Acierta de nuevo Marina cuando destaca: «Inventar fines es la característica más propia de la inteligencia humana. Y si se equivoca en los fines se equivoca en todo» (p. 25). Aquí se plantea el problema del marco, decisivo para hacerse una idea completa de la inteligencia humana: ¿cómo saber qué información o conocimientos son relevantes en función del problema a resolver? ¿Cuál es el tema pertinente en cada situación al cual atenerse a la hora de plantear los problemas para cuya solución habrá que escoger la información relevante? Esto, ciertamente, es lo primordial: saber en cada caso qué es lo que importa. Que sepamos, por el momento, esto es algo definitorio de la inteligencia humana que la inteligencia artificial no sabe resolver. Es lo que Marina llama «principio de la jerarquía de los marcos» que explicita así: «los pensamientos o actividades que son en sí inteligentes, pueden resultar estúpidos si el marco en el que se mueven es estúpido» (ibídem). Es lo que también se conoce como buen juicio.

En consecuencia, evaluar una conducta como inteligente es una tarea que se lleva a cabo con referencia a un marco, aunque no se sea consciente de tal referencia. Me atrevo a decir que la mayoría de las veces el marco de referencia no se explicita dando por supuesto su validez, tomándolo como premisa de partida indiscutida y hasta indiscutible. De esto tenemos un ejemplo paradigmático en el caso de la economía, cuyo marco imperante actualmente es el definido por la teoría neoclásica y el enfoque monetarista. De acuerdo con sus premisas, lo inteligente para el gobierno griego de Tsipras es hacer lo que hizo después del referéndum de 2015, esto es, no hacer caso a la voluntad popular que rechazaba las condiciones impuestas por la troika para la salvación económica de su país; porque ese marco manda, por encima de todo, pagar la deuda nacional a toda costa. Claro que cabían otras opciones, pero dentro de otro marco económico-político con prioridades muy distintas.

Aquí reside, ciertamente, la clave de la inteligencia, en el acierto a la hora de establecer la correcta jerarquía de marcos. O como dice Marina de nuevo: «Para evaluar la inteligencia de un comportamiento, tenemos que justificar previamente la jerarquía de marcos que establecemos, y evaluar desde el superior» (p. 28). De este modo, entramos de lleno en el reino de la ética. Porque, en la mejor tradición eudemonista aristotélica, Marina establece el siguiente principio: «La inteligencia fracasa cuando se equivoca en la elección del marco. El marco de superior jerarquía para el individuo es su felicidad. Es un fracaso de la inteligencia aquello que le aparta o le impide conseguir la felicidad» (p. 29).

Lo que, a mi juicio, vemos en Matar un ruiseñor es justamente la historia de una persona inteligente, Atticus Finch, que parece haber resuelto el problema del marco y que juzga, aún a pesar del perjuicio que le pueda causar a corto plazo, lo que debe hacer en función de lo que ha establecido como verdaderamente importante en su vida y que es lo que le motiva a actuar como lo hace. Ante todo demuestra ser un padre absolutamente comprometido con la educación de sus hijos. Cuando toma la decisión de aceptar el encargo a principios de los años treinta del siglo pasado de defender a un joven negro acusado de violar y agredir a una joven blanca en un pueblo del sur de Estados Unidos, por supuesto racista, Atticus Finch escoge como marco de referencia el mundo justo en el que él desea que vivan sus hijos, ante los que él sabe que su conducta ha de ser ejemplar.

Por más que trato de comprender los acontecimientos políticos de nuestro país de las últimas semanas no detecto esa misma inteligencia en nuestros políticos. ¿Qué uso hacen de su inteligencia? Porque son inteligentes, es decir, poseen esas capacidades cognitivas que miden los tests y que constituyen esa inteligencia computacional a la que nos hemos referido con José Antonio Marina (si no, ¿cómo han logrado desarrollar su carrera política?). Sin embargo, parecen desnortados, como si no hubiesen resuelto el problema del marco; por eso su conducta resulta errante, más resultado del reflejo nervioso dictado por los módulos automáticos e inconscientes de nuestra psique que por ese poder de control y dirección que otorga lo que hemos llamado aquí inteligencia ejecutiva, y que es la que puede orientarnos hacia la consecución de los fines que importan.

Recibamos ahora la venida del mes de agosto con alegría porque se nos concede temporalmente la gracia de olvidarnos de todo y refugiarnos en el sitio de nuestro recreo, aunque ciertamente sería bien estúpido convertir ese estado en permanente, pues la estupidez es como la realidad, mucha, mala y tozuda.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:

  • CIPOLLA, CARLO M.: Allegro ma non troppo. Planeta. Barcelona, 2012.

  • MARINA, JOSÉ A.: La inteligencia fracasada. Teoría y práctica de la estupidez. Anagrama. Barcelona, 2004.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.