Es difícil añadir nada nuevo a algunos de los excelentes análisis que desde la izquierda se vienen haciendo estos días en torno al triunfo de Trump en las elecciones estadounidenses del pasado martes; nada, desde luego, al marco interpretativo general, orientado a tratar de entender -y no a despreciar- los motivos del votante republicano. Me […]
Es difícil añadir nada nuevo a algunos de los excelentes análisis que desde la izquierda se vienen haciendo estos días en torno al triunfo de Trump en las elecciones estadounidenses del pasado martes; nada, desde luego, al marco interpretativo general, orientado a tratar de entender -y no a despreciar- los motivos del votante republicano. Me gustaría sólo recordar algunos datos muy elementales para desplazar la mirada hacia arriba, lejos de las urnas, en dirección al lugar que ocupan los candidatos, ese lugar donde -en EEUU y en Europa- se están produciendo los verdaderos cambios.
Recordemos, por ejemplo, que el 37% del ya reducido censo electoral estadounidense no ha votado.
Que Trump ha ganado el voto electoral pero no el popular; es decir, que va a ser presidente de los EEUU con menos votos que su rival.
Que Trump ha obtenido menos votos que otros candidatos republicanos derrotados en comicios anteriores. Pensemos, por ejemplo, en los casos de McCaine en 2008 y de Romney en 2012.
Que la mayor parte de los votantes ha votado a uno de los dos partidos tradicionales en un país donde sólo formalmente es posible llegar a la Casa Blanca desde fuera del bipartidismo centenario dominante. Que Trump era, por tanto, el candidato de los republicanos como Clinton la candidata de los demócratas y que gran parte del voto estadounidense va rutinariamente destinado a una de las dos marcas, con independencia de quién las represente.
Que no es cierto -o no del todo- que el voto a Trump refleje una «revuelta de los pobres». Según las estadísticas, del 17% de votantes cuyos ingresos son inferiores a 30.000 dólares, el 53% habría votado a Clinton y sólo el 41% a Trump; una distribución muy parecida se registra en la franja de población (19%) con ingresos inferiores a 50.000 dólares. Trump gana precisamente en todos los tramos económicos superiores, donde el resultado, por lo demás, es muy equilibrado. Gana también entre los blancos, hombres y mujeres (63% y 53% respectivamente), mientras pierde entre los no blancos, cuyas condiciones sociales son menos favorables (sólo han votado republicano un 12% de negros y un 35% de latinos, algunos más, en todo caso, que en las elecciones ganadas por Obama). Si hay una «revuelta» es la de los blancos trabajadores pobres de zonas rurales, «revuelta» que, más que autorizar una lectura tradicional de «clase», expresa una fractura cultural no desdeñable -dirá la socióloga Arlie Rusell Hochschild– entre la derecha pobre estadounidense y el Estado del que depende. En un libro de título muy elocuente (Extranjeros en su propia tierra: ira y luto en la derecha americana) Hochschild describe con detalle la situación en Louisiana, donde los blancos más castigados por la crisis, beneficiarios de subsidios estatales, se sienten despreciados por las clases urbanas liberales, también blancas, que les habrían cortado el acceso al «sueño americano» (en favor de los negros o los latinos) y además condenarían sus relaciones familiares, sus creencias religiosas y hasta su forma de comer.
Digamos, por tanto, que la crisis, y la respuesta de los poderosos, ha agravado una fractura cultural ya existente que no ha afectado, sin embargo, al sistema de partidos ni a la distribución del voto. La lección que yo extraería de la victoria de Trump -y de la extensión del destropopulismo en el mundo entero- no es la de que los trabajadores y clases medias empobrecidas prefieren el fascismo; lo que se ha desplazado hacia la derecha no es el electorado sino los dirigentes y sus partidos. Podemos afirmar sin vacilaciones que en las elecciones del pasado martes, en el marco intocado del bipartidismo, cada uno de los candidatos representaba, respecto del año 2012, la derechización extrema de sus respectivas organizaciones, con la diferencia de que, mientras Clinton había cerrado toda apertura por la izquierda y representaba a las élites blancas y al establishment capitalista, Trump representaba un paradójico -dice muy bien Amador Fernández-Savater– «elitismo anti-elitista, un sistema anti-sistema y un capitalismo anti-capitalista». Mientras el votante de izquierdas se quedaba sin representación o derechizaba su voto como mal menor, el votante republicano se radicalizaba y hasta giraba hacia la izquierda votando una propuesta que combinaba ataques a los ganglios económicos y simbólicos del sistema con una reivindicación orgullosa de la cultura material de los blancos más pobres, despreciada por los demócratas. Sólo Bernie Sanders, el candidato demócrata derrotado en primarias, se ha mostrado plenamente consciente de este doble frente -social y cultural- como lo demuestra su comunicado del pasado miércoles, en el que escribe que «en la medida en que Trump esté dispuesto a tomar medidas políticas en favor de las familias trabajadoras de este país, yo y otros progresistas estamos preparados para trabajar con él; en la medida en que defienda políticas racistas, sexistas, xenófobas y anti-ecológicas, nos tendrá vigorosamente en contra».
¿Quién es el último responsable de la victoria de Trump? Hay motivos fundados para creer que, en el contexto descrito, sólo Sanders podía haber presentado verdaderamente batalla con alguna garantía de éxito. Y que son los liberales blancos del partido demócrata -no menos racistas, por cierto, y más clasistas- los que, entre Sanders y Trump, han preferido al chiflado, autoritario, machista y xenófobo candidato republicano. La citada Arlie Rusell Hochschild es tajante sobre la responsabilidad de los dirigentes progresistas: «El Partido Demócrata, el partido de los trabajadores, se está desangrando. La gente trabajadora abandona el partido en masa, haciendo que sea la izquierda la que se convierte en extranjera en su propia tierra. [Los votantes de Trump] no son en absoluto deplorables, como declaró Clinton. Son sus aliados naturales. Muchos sienten simpatía por Bernie Sanders, a quien llaman, con afecto, «tío Bernie». De hecho ya estamos de acuerdo en muchas cosas. La pelota está en el tejado de los demócratas. El error es suyo: han abandonado a la clase trabajadora».
Esta «opción por el mal mayor» de los partidos «demócratas», que ya hemos visto otras veces antes a lo largo de la historia, es un fenómeno común que hoy se extiende por Europa. ¿Por qué gana terreno Le Pen en Francia mientras el PSF se desploma? ¿Por qué gana el Brexit en Inglaterra? ¿Por qué la socialdemocracia se disuelve como un azucarillo mientras avanza irresistible la ultraderecha? Más allá o más acá de una izquierda autocomplacida en la derrota y desamarrada de la «cultura de los pobres», la culpa es de unos partidos, unos intelectuales y unos medios de comunicación que abren camino a todos los Trump del continente cerrando el paso a quienes podrían frenarlos. Lo explica muy bien el conocido sociólogo italiano Marco d’Eramo: «nunca habrá un plan B si sigue prevaleciendo el relato según el cual toda forma de disidencia, de descontento popular y de voluntad de cambio es catalogada bajo el sello de «populista». [En EEUU] la partida estaba ya jugada desde el momento en que los gestores de la opinión pública habían equiparado a Sanders y a Trump bajo la etiqueta «populista», olvidando que la distancia entre los dos es intergaláctica: uno quería el servicio sanitario nacional, el otro quería suprimir el Obama Care; uno quería imponer tasas a los bancos, el otro abolir los impuestos, uno reducir los gastos militares y el otro construir un muro en la frontera de México». Uno, añadiría yo, quería recuperar y profundizar la democracia; el otro sacrificarla a un proyecto ideológico autoritario, discriminatorio y medieval.
Nuestros políticos y periodistas mainstream optan una vez más por «el mal mayor». El caso de España es ejemplar. Es el único país de Europa donde existe una alternativa pujante a la ultraderecha; el único país donde el malestar frente a la crisis y la clase política ha adoptado una forma democrática; el único país donde puede apoyarse institucionalmente un dique europeo frente al fascismo. Ayer en estas mismas páginas Carlos Fernández Liria escribía un magnífico artículo en el que recordaba lo que representan Podemos y las fuerzas del cambio, así como la responsabilidad de nuestros medios de comunicación (y nuestros opinadores) en su debilitamiento y criminalización. Cada vez que se califica a Podemos de «populista», equiparando a Pablo Iglesias con Trump o Le Pen, se toma en realidad partido por Trump o Le Pen -se trabaja en favor de un Trump o un Le Pen- y ello frente al único proyecto factible que, con todos sus errores y hasta sus miserias, no sólo está evitando el trumpismo y el lepenismo en España sino que se toma en serio la democracia, los derechos humanos y el Estado de Derecho.
La sola polarización real que existe hoy en el mundo -muerto el comunismo histórico- es la que existe entre democracia plena y dictadura(s), entre civilización y barbarie, entre derecho(s) e intemperie. El caso de EEUU debería enseñarnos lo que ocurre cuando las élites abandonan a los pueblos y desplazan a un Sanders en favor de una Clinton: que los Clinton y sus partidarios, con la democracia que no han querido defender, son devorados por el fascismo.
(*) Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.
Fuente: https://www.cuartopoder.es/tribuna/2016/11/11/trump-el-preferido-de-clinton/9290