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Un inglés opina sobre Gibraltar

Fuentes: Estrella digital

Parece obligado hacer alguna alusión a Gibraltar, ahora que se han cumplido 300 años de su ocupación militar por el Reino Unido y una serie de actos allí celebrados han puesto otra vez de manifiesto la existencia de un conflicto de difícil resolución entre España y la potencia colonial británica. Sería necesario empezar repasando brevemente […]

Parece obligado hacer alguna alusión a Gibraltar, ahora que se han cumplido 300 años de su ocupación militar por el Reino Unido y una serie de actos allí celebrados han puesto otra vez de manifiesto la existencia de un conflicto de difícil resolución entre España y la potencia colonial británica.

Sería necesario empezar repasando brevemente algunos datos históricos. Para hacerlo desde una perspectiva algo distinta de la habitual, conviene empezar en otro lugar, a unos 1800 km al NE de La Roca. En agosto de 1704, los ejércitos franceses sufrían en Blenheim (hoy Blindhein, pequeño pueblo bávaro situado sobre el Danubio) su primer gran descalabro militar en casi medio siglo de campañas victoriosas, a manos del famoso «Mambrú» (John Churchill, primer duque de Marlborough), aliado con el príncipe Eugenio de Saboya. Esta batalla, descrita con detalle en los textos de Historia Militar, fue una de las principales de la Guerra de Sucesión al trono de España, tras morir Carlos II sin herederos directos. Dos aspirantes – un archiduque austriaco y un príncipe francés – luchaban por sucederle, apoyados por sendas coaliciones internacionales. En esa batalla se enfrentaron franceses y bávaros por un lado, e ingleses y austriacos por el otro.

Mientras el legendario Mambrú se cubría de laureles bélicos en tierras alemanas, el almirante inglés Rooke, al mando de una flota angloholandesa, intentaba emularle en el Mediterráneo y buscaba algún sonado éxito naval. Había atacado Cádiz infructuosamente. También fue derrotado frente a Barcelona. En vista de eso, se dirigió a Gibraltar, una ruinosa fortaleza apenas guarnecida por 150 soldados. Sin mucho esfuerzo se hizo con La Roca y la ocupó en nombre del Archiduque Carlos de Austria, a quien por entonces algunos consideraban ya rey de España, con el nombre de Carlos III. (De hecho, sería proclamado temporalmente rey en Barcelona el año siguiente). Para terminar, recordemos que este pretendiente, al final, abandonó la pugna hereditaria; en 1711 prefirió convertirse en Carlos VI, Emperador de Alemania, y olvidar sus aspiraciones hispanas. Felipe de Anjou fue reconocido legítimo heredero de Carlos II por todas las potencias europeas y pasó a ser Felipe V de España en el Tratado de Utrecht, firmado en 1713, por el que España entregó Gibraltar y Menorca a Inglaterra y se garantizó que Francia y España nunca fundirían sus coronas en una sola.

A partir de este breve apunte histórico surge una pregunta que la pura lógica obliga a plantear. ¿Cómo es que los ingleses plantaron su pabellón en Gibraltar y no hicieron lo mismo en Blenheim? Porque las circunstancias fueron análogas: en ambos casos – españoles en Gibraltar y bávaros en Blenheim – las fuerzas locales habían sido derrotadas a domicilio por tropas inglesas. No he encontrado todavía a ningún historiador español que plantee así la cuestión.

Pues es en la prensa británica (Max Hastings en «The Guardian») del pasado día 5 de agosto, donde se puede leer una respuesta en estos términos: «Es tan absurdo mantener el pabellón británico ondeando sobre Gibraltar como hubiera sido el haberlo izado en Blenheim». La lógica del argumento es inapelable. Siempre que se prescinda de considerar la realidad del naciente Imperio Británico y su expansión hacia Oriente, con una cadena de puestos navales que, tras abrirse el Canal de Suez en 1869, hizo de Gibraltar base imprescindible.

Por otro lado, está claro que, una vez firmado en Utrecht el tratado que desmanteló definitivamente la influencia española en Europa, poco más hay que decir al respecto, salvo el habitual reproche a los débiles políticos que en él estamparon su firma y al nuevo monarca que tuvo que aceptar la derrota política después de la militar. Como en todo tratado firmado tras una guerra, el que pierde apecha con lo que le impongan los vencedores.

Convendría, por tanto, rasgarse menos las vestiduras condenando a la «pérfida Albión», como se ha podido observar estos días en tertulias y comentarios diversos, cuando, en último término, hay que aceptar que sea un periodista británico el que ponga los puntos sobre las íes y plantee con lógica una cuestión teórica que apoya las infructuosas quejas de los gobiernos españoles durante tres siglos. Quejas tan inútiles como los fracasados asaltos y bloqueos militares sufridos por el Peñón durante esos años, o los espasmódicos cambios en la política española respecto a La Roca, como aquel cierre de «la verja» entre 1969 y 1985, que infectó gravemente esa herida de tan difícil curación.

Max Hastings concluye así: «Es ridículo sugerir que los habitantes de lugares tales como las Islas Falklands [Malvinas] o Gibraltar posean un derecho absoluto de veto en cualquier debate sobre su futuro. Los españoles, como los argentinos, han dañado mucho sus reclamaciones amenazando e intimidando a [aquellos habitantes] en vez de ganarse su aprecio. Pero el hecho de que Inglaterra no pueda ejercer su voluntad para desentenderse de Gibraltar hace pensar que hay una nación – la nuestra, no la de ellos – que no ha madurado».

Y muestra también que en España y en el Reino Unido existe un sólido poso de fanatismo que dificulta la resolución de este viejo problema, al obligar a los gobiernos a actuar a menudo en contra de sus propias convicciones, necesitados de cultivar el voto de los sectores más extremistas y patrioteros. Si Blair no se atreve a irritar a los que en Inglaterra invocan el más añejo espíritu imperial, tampoco los gobiernos españoles son capaces de olvidar para siempre el famoso ¡Gibraltar español! Ambos gobiernos, por ese motivo, siguen aparentando periódicamente entrar en conflicto y mantienen viva la llama de una vieja irracionalidad de la que no acaban de desprenderse.
* Alberto Piris. General de Artillería en la Reserva Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)