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Un proceso de recomposición de élites

Fuentes: Rebelión

En diversos países europeos y EE. UU. existen fuertes presiones derechistas, autoritarias y xenófobas. Pero todavía no hay cambios institucionales drásticos hacia un sistema político totalitario protagonizados por tendencias nazi-fascistas, con una sustitución total del sistema representativo y la clase gobernante, y menos de las estructuras de poder económico e institucional (al menos, hasta la […]

En diversos países europeos y EE. UU. existen fuertes presiones derechistas, autoritarias y xenófobas. Pero todavía no hay cambios institucionales drásticos hacia un sistema político totalitario protagonizados por tendencias nazi-fascistas, con una sustitución total del sistema representativo y la clase gobernante, y menos de las estructuras de poder económico e institucional (al menos, hasta la disolución impredecible de la UE). Todavía, el desgaste de la vieja clase política ha sido sustituido por una renovación parcial de la élite gobernante y una recomposición del propio poder establecido. El ejemplo francés es paradigmático (y el estadounidense); también, con su singularidad, el italiano -Berlusconi ya inventó el moderno populismo hace un cuarto de siglo-.

Existen tendencias significativas de progreso, pero no hay una crisis de poder en los principales Estados europeos con la inevitabilidad de un cambio sustantivo, institucional, socioeconómico o territorial de carácter democrático-progresista o de transición revolucionaria. No hay derrumbe del sistema económico (salvo los retos medioambientales) ni hundimiento de los regímenes políticos liberales europeos. Sí hay, además de la crisis socioeconómica, territorial, institucional europea y geoestratégica a nivel mundial, una crisis de legitimación social de las élites gobernantes, con la recomposición de la representación política y la pugna por la implementación de las estrategias socioeconómicas y sobre la calidad democrática del poder institucional.

Se puede hablar de crisis sistémica, socioeconómica, política e institucional, como dificultad para una normalización legitimadora de la sociedad respecto de sus élites gobernantes, que gozan de limitada credibilidad y confianza popular. No obstante, la salida a esta crisis y su sentido no están dados. Las reacciones y las opciones se bifurcan en una doble dinámica: por un lado, en el eje democrático-progresista frente al autoritario-regresivo; por otro lado, en el reajuste de la jerarquización de las élites dominantes y privilegiadas de distintos países en el plano nacional-europeo-mundial para consolidar su hegemonía con la dicotomía entre una posición y valores solidarios, de integración social y convivencia democrática u otros de supremacía nacional o étnica, segregación y racismo. En ese sentido, los movimientos nacional-populares, aparte de su lucha por la soberanía y sus legítimos derechos, se deben identificar por su posición en cada uno de los dos ejes.

Así, hay fenómenos distintos en muchos aspectos, con diferentes sentidos políticos: de derecha (extrema) como los de Trump, Le Pen o Salvini; de centro liberal, como Macron, o de centro postmoderno como el Movimiento cinco estrellas. Expresan un punto común para la recomposición de la representación política: apelar al ‘pueblo’ atendiendo al desgaste de las viejas élites. El resultado dominante: una reconfiguración de nuevas élites, pero sin cambiar lo sustancial de las viejas estructuras de poder institucional y económico-financiero o pactando con ellas (el caso de Trump y su arreglo con el Partido Republicano está claro). Así, frenan dinámicas democrático-igualitarias-solidarias y reafirman su supremacía nacional e identitaria a nivel interno o su reacción defensiva respecto de otros poderes externos, en el marco de una globalización desregulada.

Es un proceso de relegitimación social de similares poderes fácticos y élites dominantes aprovechando parte del descontento popular contra el poder establecido (cohesionando el ‘nosotros’) pero encauzándolo contra otros objetivos o adversarios (segregando el ‘ellos’), sean personas refugiadas, inmigrantes o extranjeras. Y, al mismo tiempo, reafirmando su autoridad frente a los poderes de otros países y la imposición de una nueva jerarquización, interna y externa, frente a los desarreglos de una globalización desbocada y neo-imperialista de Trump, con el conflicto y el permiso de China.

Por tanto, la derecha extrema arrastra a una parte de la base popular autóctona bajo la hegemonía de esas nuevas-viejas élites dominantes; pero el aspecto principal no es su carácter populista (popular e indeterminado), sino su función y su práctica política autoritaria: una recomposición a su favor del sistema representativo, evitando salidas igualitarias-solidarias o de progreso; es decir, reforzando las viejas estructuras de dominación lejos de la supuesta liberación del pueblo expresada desde el victimismo. Y su política social, económica y fiscal, salvando algunas medidas proteccionistas parciales y muchas veces contraproducentes para su base social trabajadora, también está clara: favorable a la desigualdad con mayores ventajas a los ricos y poderosos (el ejemplo de Trump, con su contrarreforma sanitaria y su reforma fiscal regresiva también lo dice todo).

Por otro lado, algunas voces de izquierda, incluso radicales, de cada lado nacional, han querido enmarcar esa tensión entre las dos tendencias y bloques de poder en el esquema convencional de lucha entre el pueblo oprimido y la oligarquía opresora o prepotente. La diferencia es que si en el campo nacionalista el opresor era el Estado español (y en general España) y el oprimido el (todo) pueblo catalán, en el campo españolista el conflicto se definía entre la clase trabajadora (de origen español) y la burguesía (de origen catalán). Pero, tampoco estamos ante la dinámica de los procesos de descolonización o antiimperialistas, de la liberación de un pueblo oprimido frente a una potencia dominante extranjera, asimilando el conflicto nacional a la lucha de clases subalternas frente a opresoras.

La parte española tiene un mayor componente institucional-estatal (con toda su capacidad de coerción de la fuerza y la ley) y menor el de un nacionalismo cultural español conservador, pero más difuso y heterogéneo, que es lo que empieza cristalizar. En el caso de Catalunya, junto con la incipiente reafirmación identitaria española, tiene mayor peso el movimiento nacionalista catalán, pero también con un gran aparato institucional y de poder paraestatal (la Generalitat con toda la administración autonómica), lejos del mito de una nación oprimida sin recursos estatales. Su construcción discursiva o cultural se asienta en una amplia estructura económica y de poder institucional y social.

El enfoque populista no define el carácter sustantivo de un proceso político

Ante la indeterminación del enfoque populista abstracto, rellenado en el caso del etnopopulismo de Puigdemont de antagonismo nacionalista, un proyecto emancipador debe realizarse a través de la polarización democrática frente a los poderosos, articulados en diversos sistemas político-económicos y estructuras sociales (llámense Estado, capitalismo neoliberal, patriarcado, imperialismo globalizado, etc.). El objetivo es una agenda social, en el más amplio sentido de la palabra, beneficiosa para las clases populares, diversas en su posición de subordinación socioeconómica, nacional, de género y étnico-cultural… La interrelación entre una defensa firme de los derechos nacionales, civiles y sociales, con una gran talante cívico y democrático, constituye una tradición positiva de las izquierdas catalanistas.

En Cataluña, al igual que en el resto de España, en parte debido a la cultura cívica, democrática, pluralista e integradora de ambas sociedades, no se ha llegado a ese nivel de prepotencia xenófoba y exclusivismo nacionalista en las mayorías ciudadanas, de cierre identitario frente a los ‘otros’, existente en otros países; aunque haya discursos y tendencias problemáticas hacia la ruptura de la convivencia y la interculturalidad que hay que contrarrestar. El conflicto y el fanatismo del lenguaje se ha polarizado más en el ámbito político y sus brazos mediáticos, en sus componentes más extremos tras su objetivo de una intensa socialización cultural. Su finalidad: la distribución más ventajosa del poder institucional como marco más favorable para la hegemonía de cada élite dominante y la mejora económico-social y cultural de los demos diferenciados: independencia o unidad estatal (más o menos uninacional o federal / confederal y democrática).

En todo caso, si la dialéctica de antagonismo se basa en un indeterminado nosotros / ellos, la cuestión básica es la clarificación del sentido de la pugna por el carácter sustantivo de cada polo del conflicto y su trayectoria y finalidad. Así, la confrontación en el populismo de derechas o extrema derecha (o el etnopopulismo) se produce entre naciones o identidades (étnicas o culturales) con exclusión o sometimiento de los ‘otros’. La transversalidad o el consenso, muchas veces forzados, se realiza en el interior de ese campo propio nacional-identitario; es decir, las élites de cada bando exigen la subordinación de la oposición o la neutralización del disenso interno, social o político.

Cabe la ordenación distinta del tablero de la polarización. Si la pugna es entre abajo / arriba, entendida como clases populares frente a poderosos u oligarquías, es decir, similar a la vieja lucha de clases subordinadas frente a las élites dominantes, el componente transversal y solidario se produce entre las distintas identidades nacionales o socioculturales frente al adversario común, los poderosos. Es la experiencia clásica de los frentes populares y de la resistencia antifascista, o la actual de la convergencia de movimientos sociales y cívicos progresistas frente a las oligarquías privilegiadas y reaccionarias de los de arriba.

En definitiva, el procedimiento, la técnica o la lógica política del antagonismo y la construcción discursiva de ‘pueblo’ no es suficiente para definir el sentido político de un proceso y el carácter de los sujetos concretos y su interacción. Hay que valorar los dos polos del conflicto, el carácter de los actores principales y su orientación, trayectoria y finalidad. No es suficiente la caracterización sociodemográfica del adversario (élites, los de arriba) o su posición política abstracta (poder establecido, enemigo externo). Para explicar el sentido de un movimiento popular o de un proceso de pugna política, hay que expresar sus características según el contexto. El perfil político de ambos contendientes tiene que ver, fundamentalmente, con el tipo de interacción, con la práctica y experiencia de su contienda sociopolítica y el sentido de su proyecto transformador: reaccionario-autoritario-desigual-segregador o progresista-democrático-igualitario-solidario.

Por ejemplo, en el análisis de las tendencias actuales, el apuntar críticamente al poder establecido neoliberal puede recoger síntomas de descontento popular pero la apuesta de la derecha extrema xenófoba y prepotente es diametralmente opuesta a la opción crítica desde el campo progresista y cívico. Por mucho que desde distintos ámbitos se quiera utilizar la misma nominación de populismo (o extremismo), esa asimilación (funcional para el poder establecido) genera confusión al no definir la singularidad y el contenido sustantivo de cada una de las dos (o más) tendencias sociopolíticas en conflicto. Por tanto, dificulta la elaboración de una estrategia igualitaria-emancipadora.

Igualmente, hay que valorar la profundidad (o superficialidad) y la radicalidad (o moderación) de la oposición al poder establecido (liberal) y el alcance de la alternativa socioeconómica y de poder, en los dos sentidos extremos. Tenemos la experiencia de entreguerras: nazi-fascista totalitario, o progresista, de los aliados y frente-populista. Así, ahora, se han formado tendencias relevantes de extrema derecha o neofascistas, también llamadas populistas (de derechas). Han conseguido ampliar una ofensiva xenófoba y racista, con componentes autoritarios y de nacionalismo exclusivista. No obstante, todavía no hay una sustitución de las actuales democracias liberales (con neoliberalismo rampante) por regímenes totalitarios o de toda la clase política gobernante liberal, ni una guerra abierta entre naciones o grupos de ellas, aunque no hay que descartar el incremento de esos peligros en Europa y a nivel mundial.

Los actuales populismos de derechas, aparte de sus conexiones con los poderosos, comparten una base popular (como en general durante estos siglos los grandes partidos de derechas, conservadores, liberales o democratacristianos y, en particular, los nacionalistas). Pero eso, siendo un síntoma importante, no es lo relevante para su identificación. Expresan y se apoyan en un amplio descontento popular -particularmente de clases medias autóctonas descendentes y capas populares conservadoras- contra las élites gobernantes que han implementado políticas regresivas y antisociales o, según ellos, antinacionales. Sin embargo, están dirigidos por fracciones pro-oligárquicas que les dan un sesgo decisivo.

Su función principal no es satisfacer demandas populares, cosa que sí hacen parcialmente -incluso recoger símbolos progresistas y de las izquierdas y llamarse socialistas-. Su tarea es resolver un problema de legitimidad social de determinadas oligarquías gobernantes para asentar su poder, dividir a las capas subordinadas e impedir una salida democrática y de progreso. Por tanto, el carácter sustantivo de los dos populismos es antagónico: uno puede ser reaccionario, autoritario, dominador y segregador; otro, progresista, igualitario, emancipador y solidario.

El sentido de la desafección y la rebelión popular hay que discernirlo, no por la mayor o menor participación de capas subalternas u oprimidas, cosa que sí es significativa, sino por la composición del conjunto de actores, el tipo y el papel de su fracción dirigente y su pugna / negociación con el poder establecido neoliberal y el aparato estatal, sus bloques sociopolíticos y el sentido de su interacción. Así, hay que precisar el carácter de sus demandas, su experiencia social y democrática, el tipo de adversario -la oligarquía… los ‘otros’-, la calidad ética -derechos humanos- de sus sectores más relevantes y su trayectoria respecto de los valores universales básicos de igualdad, libertad y fraternidad (y laicidad).

Por tanto, al llamar populistas (aun con el adjetivo de derechas) a estas nuevas tendencias neofascistas, de extrema derecha y en todo caso con rasgos autoritarios y xenófobos, se las embellece al poner en primer plano un rasgo (la vinculación al pueblo) que es secundario para explicar su carácter sustantivo y, sobre todo, para tener una actitud crítica y de rechazo a las mismas, sin caer en la tentación de aparecer en el mismo campo supuestamente ascendente de la historia.

Además, dada la funcionalidad para el poder neoliberal de desprestigiar a todo tipo de oposición social y embellecer su propia posición, supuestamente universalista, utilizando calificativos como populistas, extremistas o fascistas, es todavía más necesaria esa distinción entre las corrientes de derecha extrema autoritarias y segregadoras y las tendencias igualitarias, democráticas y solidarias.

En resumen, desde una mirada crítica progresista, los movimientos mixtos, populares y de élites poderosas, con dinámicas de derecha extrema o neofascistas, así como los movimientos nacionalistas exclusivistas, xenófobos y autoritarios, como mínimo, no deberían ser nominados con el mismo significante, populista, que genera confusión. Ni considerarlos del mismo campo político o pertenecientes a similar proyecto que las tendencias sociopolíticas progresistas (incluso con componentes liberales de los poderosos, como los aliados antifascistas en la IIª Guerra mundial). Y, al contrario, si persiste la identificación pública de esas corrientes derechistas, segregadoras y autoritarias con ese significante, populista, es contraproducente la autoidentificación con esa palabra, incluso aunque se le adjetive de izquierdas, democrático o progresista. La pugna por la resignificación auténtica es improductiva, más cuando la imagen pública se construye no con el sentido sustantivo de su función, su carácter y su interacción sino con elementos problemáticos, secundarios, indeterminados y procedimentales (antagonismo e idealismo discursivo), compatibles con una pluralidad de corrientes políticas contrapuestas.

Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. Autor de El populismo a debate (ed. Rebelión)

@antonioantonUAM

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