La democracia norteamericana, que aniquiló a la población nativoamericana casi en su totalidad; la democracia norteamericana, que mantiene en sus cárceles a cerca de 1 millón de afroamericanos, cuando el total de prisioneros a nivel nacional es de 2.3 millones; la democracia norteamericana, que usa a los inmigrantes, en su mayoría latinoamericanos (mayoritariamente mexicanos) como […]
La democracia norteamericana, que aniquiló a la población nativoamericana casi en su totalidad; la democracia norteamericana, que mantiene en sus cárceles a cerca de 1 millón de afroamericanos, cuando el total de prisioneros a nivel nacional es de 2.3 millones; la democracia norteamericana, que usa a los inmigrantes, en su mayoría latinoamericanos (mayoritariamente mexicanos) como mano de obra barata, que los exprime y los deporta a su antojo y conveniencia; la democracia norteamericana, que tiene reservado para los indocumentados los ‘konzentrationslager’ (centros de concentración), mejor conocidos como «centros de detención»; la democracia norteamericana, que cuenta con un alto nivel de desempleo, con los índices más altos en desigualdad y pobreza, con las cargas de trabajo más pesadas y más largas y algunos de los peores beneficios y programas de apoyo para las mayorías no privilegiadas, «esa gran democracia que es la democracia norteamericana, donde apenas el treinta y tantos por ciento de la gente vota» (frase de Fidel Castro Ruz), esa gran democracia anhela convertirse en gerente del mundo y convertir a los demás países en sus simples clientes.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos de Norteamérica (EEUU) ya eran la economía más abundante de todas, sin embargo, aún no contaban con un plan para «administrar» al mundo. Al concluir la guerra, EEUU salió ganando más que ningún otro país y controlaba la economía y mayoría de territorios. El plan que se puso en marcha desde ese entonces, para organizar un nuevo orden mundial, consistía en subordinar, controlar, económica y políticamente al resto del mundo.
No es una casualidad, pues, ver a los pueblos alrededor del mundo optar por el camino de la resistencia, en contra de la hegemonía lunática yanqui. Los movimientos de resistencia luchan por un mundo donde prevalezca el derecho a elegir entre el sistema político, económico, social, cultural que más le convenga a cada pueblo, sin imposiciones de imperio alguno.
Cabe destacar que aquellos quienes resisten contra la hegemonía estadounidense no es por resentimiento hacia su pueblo o hacia su democracia representativa o hacia sus libertades, sino lo que se rechaza son su doble moral, su política exterior intervencionista, sus atrocidades cometidas a nombre de la «democracia», sus crímenes contra la humanidad, sus políticas impuestas a los más débiles que, en vez de servir a las necesidades de las mayorías, responden a los dictados e intereses de Washington y sirven a las minorías de oligarcas rapaces en los llamados países en desarrollo.
Es por ello que los nacionalismos de izquierda, como todos aquellos gobiernos con un sentido de independencia, son un peligro para la supremacía estadounidense. Cuba, por ejemplo, una prueba de que «una idea justa desde el fondo de una cueva puede más que un ejército», ha desafiado al imperio norteamericano por más de medio siglo, dando así un ejemplo a Latinoamérica y al mundo de que no hay fuerza suficientemente poderosa capaz de doblegar a un pueblo que ha decidido resistir a la locura imperialista.
José Carlos Mariátegui predecía, «la antorcha de la estatua de la Libertad será la última luz de la civilización capitalista, de la civilización de los rascacielos, de las usinas, de los trusts, de los bancos, de los cabarets y del jazz band». Sólo una América Latina unida, organizada, con la frente en alto, podría poner freno a la hegemonía lunática yanqui.
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