Traducido para Rebelión por Germán Leyens
«Quisiera que los estadounidenses tuvieran la más ínfima chispa de imaginación y voluntad para comparar sus temores casi delirantes con la colosal miseria humana que han infligido al mundo.»
Mucho puede ocurrir en tres años.
Desde el 11-S, en Estados Unidos, unos 4.000 niños han muerto por malos tratos y negligencia; en más de un 80 por ciento de los casos los perpetradores fueron sus propios padres. Unos 36.000 estadounidenses han muerto como resultado de cirugía innecesaria. Otros 21.000 han muerto por errores de medicación en hospitales, junto con 60.000 más por otros errores cometidos en los hospitales. Reacciones adversas a medicinas recetadas mataron a unos 100.000. Aproximadamente 10.000 estadounidenses murieron ahogados accidentalmente. Unos 2.100 murieron en accidentes de bicicleta. Estadounidenses homicidas que asesinaron a otros estadounidenses cobraron aproximadamente 60.000 vidas. Más de 90.000 se suicidaron. Las muertes por accidentes del tránsito sumaron más de 120.000.
A pesar de todo el caos y la muerte en EE.UU. (más de 7.000.000 estadounidenses han fallecido en los últimos tres años, incluyendo los mencionados que eran evidentemente evitables, más cientos de miles no registrados que fueron por lo menos en parte evitables), no dan respiro al tema del 11-s. Unos 3.000 estadounidenses murieron el 11-S en un acto espectacular de odio y venganza, realizado, que sepamos, por 19 hombres, todos los cuales murieron en el acto.
Los que atacaron a EE.UU. ciertamente no lo hicieron porque odiaban a la democracia o los derechos, no importa lo que siga refunfuñando el presidente. Probablemente ni siquiera comprendían esos conceptos, al venir como lo hacían de culturas donde prevalecen condiciones comparables a las que existían hace siglos en Europa. Pero todos entienden lo que es el abuso y la intimidación, y lo que hicieron fue reaccionar violentamente ante el terrible, descarado, abuso de poder por EE.UU.
Un Congreso que fracasa consecuentemente en la solución de los males sociales de EE.UU., con miembros que menosprecian toda regulación o regla sensata para cubrir su abyecta cobardía política y su modo de compraventa, no retrasó el inicio de una guerra, aunque estaba bien claro que ninguna nación había atacado a Estados Unidos, ni la promulgación de legislación más represiva que cualquiera otra reglamentación. Una escena tras otra mostraba a los legisladores estadounidenses, resoplando y eructando, como si la vida imitara al arte en una especie de película para adolescentes: «El planeta de los simios».
Quienquiera haya sido responsable por el 11-S además de los que se suicidaron (la prensa de EE.UU. atribuye automáticamente el acto a al-Qaeda, una organización en el mejor de los casos tenebrosa y bastante pequeña, aunque hasta ahora nadie ha presentado una sola prueba). EE.UU. reaccionó gastando decenas de miles de millones de dólares para invadir dos naciones. Miles de millones más fueron gastados atiborrando agencias de inteligencia ya abotagadas como si se tratara de gansos preparados para producir paté de hígado y para activar megavatios para que partieran, con chisporroteos y chasquidos, hacia el Frankenstein militar de la nación.
El dinero gastado en matar y mutilar en Irak hubiera podido servir para realizar muchas obras útiles en el mundo. Podría haber edificado nuevas escuelas en cada miserable gueto y lugar atrasado en todo Estados Unidos. Podría haber sido utilizado para lanzar un programa histórico de energía alternativa, reduciendo dramáticamente los costos de tecnologías como las placas solares, contribuyendo así al futuro bienestar de toda la humanidad. Una pequeña parte podría haber realizado cosas espectaculares para las ciencias y las medicinas básicas. Otra pequeña porción hubiera financiado generosamente simples tecnologías para hacer llegar agua potable limpia a partes del subcontinente indio donde el arsénico y otros compuestos envenenan lentamente a la gente, año tras año. Las posibilidades son casi ilimitadas.
Pero no, todo se fue en una fantasía destructiva, sicótica, bautizada como guerra contra el terror (más específicamente para invadir un sitio en el que, igual como en la antigua Unión Soviética, el terror jamás fue tolerado ni por un segundo). Debe quedar en claro que no puede existir algo como una guerra contra el terror, porque el terror no es una sociedad o un régimen o un ejército, ni siquiera una ideología. El terror es una reacción violenta ante serios agravios. Se puede trabajar duro para ubicar a transgresores específicos de la ley y es posible reforzar medidas de seguridad y trabajar para eliminar agravios – todas son cosas razonables y adecuadas – pero no hay un sitio ni un ejército al que se pueda atacar con algún fin que tenga sentido. Desde luego, ese hecho tan simple no ha impedido que EE.UU. lance vastos nuevos abusos en nombre de una guerra contra el terror. Como en el caso de la cruzada de EE.UU. contra el comunismo, esa violencia sin sentido refleja los propios rasgos distintivos, los temores, y la política interna del país, mejor que una política sensata. La política de EE.UU. es tan terriblemente ponzoñosa y corrupta que cuando un partido no comete algún acto de barbarie en el extranjero, ese hecho es utilizado automáticamente por el otro partido como un tema visceral. Cuando Bush habla de una guerra prolongada contra el terror, lo que quiere decir verdaderamente es una renovación del mismo ciclo de despiadada política interna con un nuevo fantasma externo y nuevas víctimas extranjeras.
Los cálculos de civiles matados por las fuerzas estadounidenses en Irak han aparecido poco a poco. La prensa de EE.UU. no muestra casi ningún interés, tal vez porque recibe esa orientación de un gobierno que no desea que se mencione el tema. Pero, claro, papá Bush nunca publicitó a cuántos masacró en la primera, breve, Guerra del Golfo, que comenzó con sutiles guiños y sugerencias a Husein. Es seguro que decenas de miles de reclutas, patéticamente mal equipados, murieron bajo oleadas de B-52 cuyos bombardeos de superficie en el desierto los enterraron en sus propias tumbas: incinerados y sepultados bajo tierra por miles de toneladas de explosivos.
Hace poco, un grupo iraquí anunció lo que probablemente sea el mejor recuento, por su idioma y su red de contactos en todo el país. Pasó meses hablando con todo el mundo, con sepultureros y doctores, evitando deliberadamente la consideración de muertes militares, e informó de la muerte de 37.000 civiles.
El inmenso sufrimiento de la mayor parte de la población que, de un día al otro perdió los medios de ganarse la vida, debe ser agregado a los logros de EE.UU., así como el nacimiento de la violenta resistencia a la ocupación, un excelente laboratorio para desarrollar futuras generaciones de terroristas, y la ola de crimen violento (cosas que son consecuentemente dejadas de lado en la prensa de EE.UU.). Observadores independientes en Europa, incluyendo a muchos soldados británicos, quedaron desconcertados por la violencia y la brutalidad de la ocupación estadounidense. Los abusos documentados en las fotos publicadas de la prisión Abu Ghraib (y hay muchas que no han sido publicadas) muestran una pequeña parte de lo que han cometido los soldados estadounidenses. Un ejemplo, bastante típico según testigos en Irak suficientemente valientes para hablar y por lo menos por un suboficial que abandonó el servicio, es la batalla de Samara inventada por el Pentágono. Presentada en los titulares de la prensa de EE.UU. como una extraordinaria victoria estadounidense, fue en realidad una masacre de numerosos civiles por soldados sofocados, descontentos, de gatillo fácil.
Sólo los adeptos a las fantasías orwellianas de Fox News y de CNN y aquellos que dependen de contratos con el Departamento de Defensa para ganarse la vida (que, lamentablemente, son ahora una multitud en EE.UU.) aceptaron alguna vez las afirmaciones de Bush sobre Irak. Historias estadounidenses recientes sobre «ellos lo sabían», refiriéndose al hecho de que Bush fue informado por personas de fuera sobre la debilidad de sus afirmaciones, son tristemente entretenidas. El mundo estaba repleto de información válida que nos decía que Bush estaba mintiendo antes de la invasión. Provenía de antiguos inspectores de armas, inspectores actuales de armas, refugiados iraquíes, diplomáticos, líderes nacionales, y periodistas escrupulosos (una categoría que notablemente excluía a empleados del New York Times y del Washington Post). Como ocurre siempre, la comprensión de la verdad requería esa capacidad esencial, apreciada por los tribunales por doquier, de evaluar la credibilidad de cada testigo. En el caso de Bush, se trataba de una opinión obvia para cualquiera con poderes de observación. Pero cada palabra del personaje es estridente y vacía.
La obstinada negativa de pensar en EE.UU. fue difundida al mundo en sus infantiles manifestaciones de antipatía hacia Francia – dueños de restaurantes vaciando vinos de cosecha por el desagüe – y, en menor grado, hacia Canadá. Si los estadounidenses por lo menos hubieran prestado atención a algunas voces sanas que provenían de fuera de su sociedad herméticamente sellada, los 1.000 soldados estadounidenses muertos, seguirían vivos, los contribuyentes tendrían por los menos 100.000.000.000 dólares más, los precios del petróleo no estarían a niveles récord, y el país no se enfrentaría a un lastre que durará años en Irak, algo, a propósito, que no va a cambiar en lo más mínimo si John Kerry es elegido. (Nadie debería olvidar, aunque el candidato demócrata estira el significado de las palabras para afirmar algo diferente: Kerry votó con los repugnantes gorilas para lanzar la guerra).
Desde luego, han muerto más estadounidenses y otros que trabajaban para EE.UU., que los 1.000 soldados. Porque en esta vergonzosa guerra, EE.UU. encargó sustanciales tareas de ocupación a contratistas privados muy bien remunerados – a individuos que solían ser conocidos, antes de la alborada de la corrección política, como mercenarios o asesinos. Ni siquiera se hace el más mínimo esfuerzo por registrar cuántos de estos han muerto, aunque dudo que haya mucha gente a la que le importe.
Muchas pequeñas historias del 11-S no han sido contadas. No quiero decir el tipo de historias sensibleras de los tabloides que serán publicadas el día del aniversario, sino historias que ayuden a explicar lo que ocurrió después. Una de las mías habla de una mujer estadounidense que sé que dejó su trabajo esa mañana y corrió frenéticamente a sacar a sus niños de las escuelas y de la guardería infantil para llevarlos a casa, por si acaso, por si algunos terroristas sacrificaban sus vidas para enviar aviones comerciales a estrellarse en el campo de Maine. Desde luego, las posibilidades – infinitamente pequeñas – eran por lo menos las mismas que si algún avión se estrellara cerca de su casa ubicada en un área más poblada. Un accidente de la ruta durante su frenética carrera en coche era un resultado mucho más probable que la posibilidad de evitar la caída de otro avión secuestrado.
El punto de la historia fue repetido sólo hace poco durante audiencias del Congreso en testimonios de miembros de «Familias del 11-S» un grupo de presión estadounidense formado por víctimas profesionales, en los que algunas de ellas hicieron declaraciones totalmente ridículas diciendo que el país no está preparado para otro ataque, incluyendo temas de Twilight Zone (La dimensión desconocida) sobre la pequeña Elizabeth o Kyle que no podían jugar seguras afuera (Dios mío, sería de desear que gente semejante pasara un solo día con una miserable familia iraquí, encerrada en un apartamento demolido rodeado por la violencia y la ruina, para que comprenda realmente lo que es el terror). Bueno, supongo que se podría construir un muro de 7 metros de altura alrededor de EE.UU. y de todas sus posesiones y embajadas y que se exigiera que todos los aviones y embarcaciones se detuvieran delante para ser completamente inspeccionados, pero en una era de globalización y con las inmensas ganancias económicas que ésta produce, parece ser una idea que no es demasiado promisoria.
Ambas historias dan una idea del horrendo trabajo que la prensa de EE.UU. hace en la información de la gente sobre asuntos políticamente delicados y de la irracionalidad que se observa comúnmente en la sociedad de EE.UU. Los estadounidenses se comportan de esta manera en parte porque saben tan poco del mundo y viven en una fantasía sobre las realidades de su propio país. La televisión de EE.UU. ni siquiera muestra imágenes de los niños muertos, abusados o asesinados, aunque hay tantos (igual como tampoco mostró las fotos de los pobres niños iraquíes destrozados por las bombas), pero en cuanto a los vídeos de los aviones estrellándose contra el World Trade Center, las redes los repitieron continuamente durante semanas. Los mensajes que destellan en las estaciones de servicio no son utilizados para recordar a los conductores los niños muertos en su vecindario, sino que sirven para transmitir consignas idiotas como «¡No olvides jamás!» una y otra vez después del 11-S. Todo se convirtió en algo como un juego electrónico nacional con diseños gráficos muy verosímiles, que asustan y excitan a los estadounidenses, reforzando sus concepciones paranoicas.
En lo que se refiere al mundo, sería bueno si los estadounidenses se contentaran con quedarse encerrados en sus fantasías, si por lo menos no dejaran su instrumental carnicero ensangrentado en manos de algunos de los dirigentes más ignorantes y atroces del mundo. Esos ejércitos y esas armas nunca sirven para defender la democracia, o la libertad, o los derechos humanos (o incluso para impedir algunos de los diversos horribles genocidios que han tenido lugar en los últimos decenios) – en realidad, no existe ninguna amenaza contra EE.UU. que requiera ejércitos tan inmensos y máquinas de destrucción tan espantosas – existen únicamente para intimidar, acosar y derrocar.
¿Hay quién pueda presentar un solo ejemplo en el que EE.UU. muestre una conducta que sea la de una democracia que respeta los derechos humanos en Irak y sus alrededores? ¿Será su apoyo activo al tirano Husein durante muchos años? ¿El suministro de los medios necesarios para que utilizara la guerra química en la guerra Irán-Irak? ¿El apoyo al tirano shah en el vecino Irán durante décadas, hasta el día de su muerte en el exilio? ¿El derribo de un avión iraní repleto de civiles sin disculpas ni compensación adecuada? ¿Las arteras promesas de Kissinger a los kurdos cuando pudo utilizarlos durante algún tiempo? ¿La colocación de las fuerzas estadounidenses a la vista de los lugares sagrados de Arabia Saudí después de la primera Guerra del Golfo?
¿Las décadas de negociados al estilo Enron con la familia feudal que reina en Arabia Saudí? ¿El apoyo, contra toda razón y decencia, a las violentas políticas de apartheid de Israel? ¿El que un dirigente como Musharraf de Pakistán, elegido por golpe, vaya incluido en su nómina? ¿La invasión de Afganistán y los íntimos acuerdos con señores de la guerra psicopáticos? ¿El embargo contra Irak durante una década a pesar de la prueba abrumadora de que estaba matando a cientos de miles de inocentes? ¿La invasión y ocupación de Irak?
Por favor, ¿hay por lo menos un solo indicio en todo esto que hable de democracia o de preocupación por los derechos humanos? No, existe sólo la implacable manipulación y las amenazantes manifestaciones de una potencia imperial que utiliza todo su poderío para conseguir lo que se propone. Mirando desde el lado del que recibe, es imposible pensar que se trate de una nación ilustrada en acción. Al mismo tiempo, desde el lado del que recibe, los cobardes políticos de EE.UU. halagan la vanidad de sus electores pretendiendo que han realizado hechos valerosos y heroicos por la causa de la libertad, y, a decir verdad, se salen con la suya, cada vez que lo hacen.
Quisiera que los estadounidenses poseyeran la más ínfima chispa de imaginación y voluntad para comparar sus temores casi delirantes con la colosal miseria humana que han infligido al mundo. Quisiera también que poseyeran la imaginación y la voluntad de comprender que nada ha cambiado en las políticas estadounidenses que literalmente armaron los moldes y vaciaron el fundamento en hormigón para el 11-S. Todo lo que ha cambiado es que EE.UU. ha gastado inmensos recursos para precipitar al mundo hacia más violencia y locura.
Osama bin Laden o quienquiera fue el responsable del 11-S debe estar sentado en este aniversario, riéndose entre dientes al pensar en lo que logró, no sólo porque pudo prever que todo esto sucedería por el mero costo de 19 seguidores, sino porque sigue siendo tan sorprendentemente evidente que EE.UU. aún no logra comprender.
Fuente: por cortesía & © 2004 John Chuckman
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