Para el doctor Hideo Fujita, y para Sachiko Shirao. Para Cristina Gordo y Maria Sellés. Thirty seconds over Tokyo, Treinta segundos sobre Tokio. Así tituló Mervyn LeRoy su película de propaganda bélica, que se estrenó en 1944, facturada siguiendo las directrices del Pentágono. Es una cinta convencional, pero importante: estaba destinada al esfuerzo […]
Para el doctor Hideo Fujita, y para Sachiko Shirao.
Para Cristina Gordo y Maria Sellés.
Thirty seconds over Tokyo, Treinta segundos sobre Tokio. Así tituló Mervyn LeRoy su película de propaganda bélica, que se estrenó en 1944, facturada siguiendo las directrices del Pentágono. Es una cinta convencional, pero importante: estaba destinada al esfuerzo de guerra norteamericano, y narra las peripecias de los pilotos estadounidenses que bombardearon Japón en represalia por el ataque a Pearl Harbor. El viejo Spencer Tracy interpreta el papel de James Doolitle, el teniente coronel que estuvo al mando de la operación, en abril de 1942. Cuando se lanzó el ataque que recrea la película de LeRoy, sólo habían transcurrido cuatro meses desde la acción sorpresa del ejército japonés sobre Hawai: desde la base del portaviones norteamericano Hornet, que navegaba a mil kilómetros de distancia del archipiélago nipón, una escuadrilla de dieciséis bombarderos B-25 se dirigió hacia Japón. Objetivo: bombardear Tokio, Yokohama, Nagoya y otras ciudades japonesas. Estados Unidos entraba en la guerra atacando a la población civil.
La incursión causó estupor en Tokio. No sólo porque el alto mando japonés no esperaba que aviones enemigos pudieran llegar hasta su país, sino porque (a diferencia de la agresión sobre Pearl Harbor) la represalia norteamericana no fue lanzada sobre fuerzas militares niponas sino sobre la población civil de las ciudades japonesas. Fueron treinta segundos de bombardeos sobre Tokio. Tres años después, serían casi veinticuatro horas: el espanto de aquel ataque del 18 de abril de 1942 apenas había sido el comienzo, porque la mayor devastación jamás conocida por Tokio todavía estaba por llegar. Lo haría el último año de la guerra.
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El 15 de agosto de 1945, el emperador Hirohito negaba su supuesta divinidad y anunciaba la rendición de Japón. Sesenta años después, este verano pasado, otro emperador japonés, hijo de Hirohito, se hacía eco de los sufrimientos de la población civil, décadas atrás, al tiempo que el primer ministro Koizumi pedía perdón y reconocía la responsabilidad de su país en los «daños» infligidos a China, Corea a y todo el sudeste asiático. Sin embargo, sus palabras no eran convincentes: el primer ministro japonés no citó los millones de muertos que causaron sus tropas durante la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en China, ni anunció que dejaría de visitar el santuario de Yasukuni, donde se recuerda y se honra, entre otros, a catorce criminales de guerra japoneses ejecutados tras la guerra. No es una cuestión menor: algunos ministros del gobierno de Koizumi estuvieron presentes en Yasukuni, y relevantes sectores de la vida japonesa siguen, si no negando el carácter criminal del fascismo japonés, al menos, relativizando su actuación. No fue ninguna casualidad que Yomiichi Murayama, primer ministro japonés en la década pasada, reconociera, pocos días después, que las constantes visitas de Koizumi al santuario de Yasukuni habían herido a los países vecinos, puesto que no podían interpretarse más que como un homenaje a los criminales de guerra japoneses allí enterrados. Japón sigue conviviendo con el fantasma del fascismo y esa sombra entorpece las relaciones con sus vecinos, con Pekín, Seúl, Pyongyang, Singapur y otros. Pero que buena parte de la población japonesa, como de la alemana, apoyase el fascismo durante la Segunda Guerra Mundial, no podía justificar los criminales represalias sobre la población civil que lanzaron las oleadas de bombarderos norteamericanos en 1945.
Desde el lado japonés, algunas películas recuerdan también los bombardeos de la guerra. En los años cincuenta, por ejemplo, el director de cine Kaneto Sindo, filmó en Hiroshima el documental Los hijos de la bomba atómica, e Isao Takahata rodó, en 1988, La tumba de las luciérnagas, basada en el conmovedor relato del mismo título de Akiyuki Nosaka. Sin embargo, no deja de sorprender que, en la memoria colectiva, en Japón y fuera de él, se recuerde el horror de Hiroshima y Nagasaki, pero apenas se mencione el bombardeo de Tokio. Porque, en Tokio, murieron más personas que en Nagasaki. Y porque aquella operación sobre la capital japonesa sigue siendo el mayor éxito de la aviación militar de cualquier país a lo largo de toda la historia humana: jamás se había conseguido matar a tanta gente en tan poco tiempo. Todavía hoy, la Fuerza Aérea norteamericana puede jactarse de ese siniestro palmarés.
Las bombas destruyeron cuarenta kilómetros cuadrados de Tokio, en sus barrios más poblados: cuesta creerlo, pero, en una sola noche, los bombarderos norteamericanos mataron a cien mil personas. Apenas un mes después de la destrucción de Dresde, donde también fueron asesinados decenas de miles de ciudadanos, los aviones estadounidenses provocaban, en un solo día, la mayor matanza de civiles de toda la historia de la humanidad. Su operación fue un gran éxito, y así lo consideró el gobierno norteamericano. Los pilotos y sus jefes fueron tratados como héroes, aunque fueran vulgares asesinos ejecutando matanzas nunca vistas por el género humano. Aunque algunos sospecharon que sus actos no estaban justificados por la guerra, ni por la lucha contra el enemigo: Claude Eatherly, el piloto que eligió Hiroshima para que el Enola Gay lanzara allí la primera bomba atómica, no pudo superar nunca los remordimientos. Washington justificó su actitud alegando una supuesta locura. Pero no estaba loco, como muestra su correspondencia con el filósofo Günther Anders. Los incendios prendidos por los bombardeos crearon un horno en medio de Tokio que alcanzó una temperatura de mil grados: allí se derritieron miles de mujeres, ancianos y niños. El general norteamericano Curtis LeMay, satisfecho, se jactó de su éxito: «Los hemos tostado y horneado hasta la muerte», dijo. Durante muchos años, la mayoría de los japoneses supervivientes guardaron en silencio el horror de los días pasados.
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The Center of the Toyo Raid and War Damages es un pequeño museo sobre el horror, que casi nadie conoce, escondido en un barrio de la capital: los propios habitantes de Tokio ignoran su existencia. Causa sorpresa visitarlo, porque, en su interior, apenas se ve nada sobre los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Es un museo pobre, con pocos recursos, digno. Llama la atención que Japón, una potencia económica capaz de construir gigantescos y modernos centros culturales, haya sido tan mezquino para recordar sus propios sufrimientos. Yo había llegado hasta allí acompañado por el doctor Hideo Fujita, un superviviente de los bombardeos de 1945. Dentro, los funcionarios nos ofrecieron ver un reportaje británico: es lo más importante que tienen. En las paredes, vimos fotografías de cadáveres carbonizados, irreconocibles, imágenes de los amasijos de ruinas donde trabajaban, con picos, miembros de los equipos de rescate; los escombros donde se quemaban las víctimas.
Se conservan pocas imágenes del bombardeo, por eso vimos más dibujos que otra cosa, pero las que tenían eran atroces. Me detuve ante una foto aérea de las bombas norteamericanas cayendo sobre Tokio, y ante una imagen de los refugios abiertos en las calles. Los incendios empezaban a cundir por todas partes. Después, vi los montones de cadáveres, abandonados entre las ruinas. Los bombardeos causaron 100.000 muertos en una noche, en una sola noche, y decenas de miles de heridos. Me impresionó ver la nieve sobre las ruinas de la ciudad: reparé en un ciclista que llevaba tapada la boca para defenderse de las epidemias que empezaban a cundir, y que se desplazaba con un pobre zurrón a la espalda; y en las oleadas de los B-29, que volaban como buitres emisarios de la muerte. En el documental británico que nos pasaron se veía gente corriendo, tras el estruendo de las alarmas, las bandadas negras de los aviones, y las bombas que caían sobre Tokio. Los británicos rodaron ese testimonio treinta años después de los hechos, aprovechando imágenes filmadas por los norteamericanos. No es extraño: estaban orgullosos de su hazaña.
Mientras veíamos el documental, a veces, el profesor me hablaba, explicando escenas, dando nombres. Es el doctor Hideo Fujita, profesor honorario de la Risshyo University y vicepresidente de la Asociación por la Paz del Nº 5 Fukuryu-maru. Esa entidad (que traduce su nombre al inglés como Peace Association of 5th Lucky Dragon), cuenta con otro pequeño museo en el que se exhibe el barco que le da nombre, Nº 5 Fukuryu-maru, o 5th Lucky Dragon, que fue una de las más de mil embarcaciones afectadas por las pruebas atómicas que Estados Unidos hizo en el atolón Bikini, en el océano Pacífico, el 18 de marzo de 1954. Buena parte del Pacífico quedó contaminada, y todavía hoy se ignora cuántas personas murieron a consecuencia de las pruebas nucleares norteamericanas. Pero esa es otra historia, aunque forme parte de la misma maldición de la guerra. La asociación del doctor Fujita realiza ahora una meritoria labor de explicación y denuncia de los peligros del armamento atómico.
En el documental, vimos escenas del comandante norteamericano que mandaba los aviones, fumando, preparando el crimen. Después, las cuatro rutas que siguieron para destruir Tokio. Los objetivos estaban perfectamente definidos por el alto mando: había que matar a la mayor parte posible de la población civil. La acción no tenía grandes riesgos para los pilotos: no había apenas defensas japonesas, y los norteamericanos lo sabían, por lo que sus aviones pudieron volar a baja altura y precisar con cuidado los lugares donde descargarían las bombas. Vi a la mujer, y oí sus palabras, que avisaba con sus clavijas sobre un panel los lugares bombardeados por los B-29.
La operación había comenzado el 9 de marzo de 1945: en las islas Marianas, vemos a los soldados ducharse, cargar bombas de napalm, al tiempo que se oye música de jazz. Casi podría decirse que todo es normal, anodino, la vida diaria. Mientras tanto, decenas de miles de japoneses no sabían que apenas les quedaban unas horas de vida. Primero salieron 54 aviones. Después, 271 bombarderos más. Tenían menos de 24 horas para arrasar Tokio. La acción estaba planeada para las 0 horas del 10 de marzo: era la forma de atrapar dormidos y desprevenidos a los habitantes de la ciudad, porque el alto mando sabía que, a esas horas, causarían un mayor número de muertos. Bombardear por la noche siempre es más mortífero para la población civil. Había antecedentes: en 1941, el general George C. Marshall, que bautizaría al célebre plan que lleva su nombre, ya propuso quemar las zonas más pobres de las ciudades japonesas.
En Japón, la penuria de la guerra hacía estragos: los soldados comían bien, pero los civiles pasaban hambre. La comida era una obsesión, dice una anciana que formaba parte de los equipos de rescate, entrevistada tantos años después. Pocos han hablado con los supervivientes: todavía hoy, sólo este pequeño museo lo hace. Cuando relatan sus recuerdos de aquel 10 de marzo de 1945, algunos testigos callan unos segundos: están volviendo a vivir las escenas que los marcaron para siempre. «Fue un infierno», dice un obrero. La mayoría de las víctimas murieron por falta de oxígeno; otros, achicharrados, y muchos murieron en el agua de los ríos. La mayoría sigue recordando los vientos huracanados que creaba el fuego. Los supervivientes hablan, poco a poco: «Estaba en casa», dice uno, «oía la radio». «Descansaba», dice otro, y un tercero afirma: «Sentí que algo se acercaba a Tokio». Después, les vuelven a la memoria las imágenes: las explosiones, el ruido, la confusión. Los incendios empezaron enseguida, porque las casas eran de madera, apretadas unas junto a otras: todavía hoy hay muchas así en Tokio, contruidas después de la guerra. Los norteamericanos conocían su trabajo: habían aprendido en Alemania: ya habían destruido, con los británicos, Dresde, Hamburgo y decenas de ciudades alemanas. «Las mochilas de la gente que huía, ardían», dice otro testigo. «Parecía un desfile de antorchas humanas». Los incendios se extendían por Tokio. Quienes se veían envueltos en las llamas, en treinta minutos estaban muertos. El emperador Hirohito se escondió en los sótanos del Palacio Imperial. Las llamas llegaron hasta los jardines.
En el documental, tras los bombardeos, se ve a unos hombres sobre un plano que informan de las familias muertas en cada calle: son casi todas. Van tachando en rojo los nombres de las familias que ya no existen. Dos terceras partes murieron. Después, cada día aumentaba el número de muertos, hasta hacerse imposible de calcular: ya no tenía sentido contar los muertos. Un médico dice ahora: «Toda mi preocupación era recuperar los cadáveres del agua, que no fueran al mar.» Parece mentira, pero, hoy, el 10 de marzo es un día festivo en Japón.
En la pantalla, aparece la casa del general Curtis LeMay. Se ve una enorme piscina, los jardines de la residencia. LeMay es el hombre que dirigió las operaciones de bombardeo sobre Japón en 1945, entre ellos la incursión del 10 de marzo sobre Tokio. En ese ataque, Lemay lanzó 325 aviones B-29 cargados de bombas incendiarias. Parece un hombre educado, sensible. En el documental, le preguntan: «¿Por qué bombardearon una ciudad?» El general vacila, pero contesta: «No tengo nada que decir, estoy retirado.» «Hace mucho tiempo de ello», remata. Cuando le hacían esas preguntas, corría 1978. Es un héroe: el gobierno colaboracionista japonés le condecoró 19 años después de los bombardeos. Vemos las condecoraciones, porque los asesinos fueron tratados como héroes: todavía lo son. El anciano LeMay que declaraba no recordar aquella matanza de 100.000 japoneses en un solo día, se convirtió después de la acción sobre Tokio en un duro partidario de la guerra nuclear, y propuso en los años sesenta, cuando era el jefe de la Fuerzas Aéreas norteamericanas, bombardear Vietnam «hasta hacerlo regresar a la Edad de Piedra.» Esos son los héroes de la guerra. Robert McNamara, que fue uno de los planificadores de los bombardeos sobre Tokio y que después llegaría a ser secretario de Defensa con Kennedy y Johnson, reconoce en un reciente documental (The fog of war, La niebla de la guerra, de Errol Morris) que el general Curtis LeMay, a cuyas órdenes él se encontraba en 1945, le confesó que si Japón ganaba la guerra serían conducidos ante un tribunal como criminales de guerra. McNamara cree hoy que aquellos bombardeos sobre Tokio y otras ciudades japonesas no estaban justificados.
No sólo Tokio fue castigada: los norteamericanos golpearon más de 100 poblaciones en todo Japón, y llegaron a elaborar una «lista de la muerte», con los nombres de las ciudades elegidas para ser destruidas. Arrojaron napalm, bombas incendiarias, y pocas bombas convencionales. Sólo disponemos de las cifras norteamericanas, cuyos estadillos afirman que lanzaron 1.665 toneladas de napalm. Japón, por su parte, cree que se destruyeron 268.358 casas, que hubo, en total, 1.008.005 víctimas, de las que 100.000 murieron, junto a 40.918 heridos (aunque es una parte del total: nunca se pudieron contar). Sin embargo, los historiadores actuales tienden a aumentar las cifras de víctimas. En todo Japón, los incompletos estudios realizados hasta ahora estiman que murieron cerca de 700.000 personas en las sesenta y seis ciudades que fueron incluidas en la «lista de la muerte». Era una lógica consecuencia: el Pentágono consideraba oficialmente a toda la población civil japonesa como»objetivo militar legítimo».
Sobrecogidos, vimos después la exposición del pequeño museo. Nos detenemos ante la propaganda militarista japonesa. Al lado, se ve una bomba de napalm, oxidada, junto al piano donde esa misma bomba arrancó unas astillas, en el teclado: hay una partitura de Schubert. Me detengo ante el equipo -uniforme, botas, casco, pertrechos militares- de un soldado japonés. Exponen también una máscara de gas hecha, no de goma, sino de fibra textil. Y otra enorme bomba, con restos de napalm en su interior. Insisten en que toque una de las bombas, oxidada. Hay también vajilla derretida, tazas, platos. Vemos, en la pared, fotografías de la matanza: filas de muertos tendidos en el suelo, ahogados, que parecen dormir.
El profesor Fujita nos relata después su propia experiencia personal. Habla de los bombardeos de Guernica, de Nanking, de Chongquing. En 1945, vivía en una zona de Tokio que fue bombardeada, pero, en ese momento, se encontraba fuera de su barrio, no lejos de la ciudad: desde allí, pudo ver el paisaje de los bombardeos, mientras sentía el terrible viento creado por los incendios y le llegaba el olor de la destrucción. El día del bombardeo sobre Tokio tenía 13 años, y aún acudía a la escuela, como otros niños de su edad. Tuvo suerte: su casa se salvó. Recuerda algunas escenas: iba caminando, había un puente y vio los cadáveres, y también caballos muertos, que eran muy importantes entonces para el transporte, porque no había gasolina. Vio a una mujer y a su hijo, carbonizados, vio cómo la gente intentaba apagar inútilmente los incendios, sin apenas recursos. El profesor se detuvo un instante para decir que vio a una mujer muerta que había metido la cabeza en un recipiente con agua, como si así pudiera salvarse del fuego. El recuerdo todavía le estremecía.
Otra forma de morir era ahogarse en los canales, o en el río. En el río Sumida, el niño que entonces era el profesor Fujita vio que había muchos cadáveres en las orillas. Cuando llegó a su escuela no quedaba apenas nada, sólo dos lugares se habían salvado: el cuarto de los maestros y el gimnasio: allí estaban las fotos de los emperadores, y los maestros intentaban preservarlas, como signo de su devoción. Entonces, para la mayoría de los japoneses, el emperador Hirohito era semejante a un Dios: su imagen era lo más importante de la escuela. La gente pensaba entonces que debía morir por el emperador y por Japón. Recuerda que, los días siguientes, los equipos de rescate se aprestaban a apilar montañas de cadáveres, que, después, quemaban: Hideo Fujita no olvidará nunca el olor de esas hogueras. El profesor, que hablaba sereno pero cuya voz parecía un susurro en medio del recuerdo de la muerte, nos dijo que, sorprendentemente, en aquellos días de marzo de 1945, no sentía lástima por nada ni por nadie. Ni siquiera podía llorar: era a causa de la conmoción en que se encontraba.
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El peligro del fascismo japonés y la necesidad de ganar la Segunda Guerra Mundial no justificaban esas matanzas. Cuando terminó la guerra, las sesenta y seis ciudades japonesas más importantes, que formaban parte de la «lista de la muerte», habían sido destruidas, pero esos crímenes de guerra quedarían impunes. Pese a las justificaciones, insostenibles hoy, Estados Unidos sigue manteniendo que esos bombardeos criminales eran imprescindibles para derrotar al Japón. También lo dicen sus propagandistas. El último ejemplo es de Michael Ignatieff, quien en abril de 2005, en el diario La Vanguardia, contestaba:
«-La bomba atómica sobre Hiroshima, ¿la consideraría usted un mal menor? -Así lo consideró Truman en aquel momento, pues una invasión terrestre de Japón hubiese comportado más víctimas. Pero eso es algo que jamás podremos saber. ¿Y era un mal menor la invasión de Iraq? -Así lo creo, y abogué por ella. Presencié el genocidio de Saddam contra los kurdos.»
Esas palabras, y otras semejantes, continúan siendo la justificación de la barbarie. Porque, además, no fueron los Estados Unidos los que derrotaron a los japoneses: aunque el detonante final para la rendición fueron las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, el imperio nipón se había debilitado en China, y un millón y medio de sus soldados murieron allí, casi las tres cuartas partes del total de sus pérdidas. Hoy, a la vista de las tentaciones militaristas y de la «relativización» de los crímenes japoneses en China y en Corea, es comprensible la preocupación de Pekín ante las visitas de ministros japoneses al santuario de criminales de Yasukuni. No en vano, los sufrimientos que China padeció por la agresión japonesa casi alcanzan a los que soportó la Unión Soviética (27 millones de muertos) por el ataque nazi: China vio morir a veinte millones de personas a causa de la ocupación japonesa, y las pérdidas materiales ascendieron a 600.000 millones de dólares. La resistencia china fue vital para derrotar al fascismo japonés. Pero los criminales bombardeos británicos y norteamericanos sobre Alemania, o sobre Japón, fueron justificados por la naturaleza del enemigo al que se combatía: si el nazismo era el mal absoluto, todo estaba justificado para derrotarlo, si la población japonesa había sido reducida por la maquinaria de guerra a la condición de simple objetivo militar, la destrucción de Tokio, Hiroshima y Nagasaki estaban justificadas. Defender esos bombardeos continúa siendo una infamia: nada justificaba atacar a la población civil, y los gobiernos de Washington y de Londres lo sabían.
En La tumba de las luciérnagas, Akiyuki Nosaka nos cuenta la desoladora historia de dos pequeños hermanos, Seita y Setsuko, que sobreviven durante unos pocos días entre las ruinas de la destrucción de Kobe, bombardeada por los norteamericanos. La historia está basada en hechos que el propio Nosaka contempló: él mismo era un muchacho de quince años que sobrevivió como un vagabundo en Kobe. La pequeña Setsuko, de cuatro años, morirá de debilidad, de hambre, en una cueva: la ciudad es una montaña de ruinas. Su hermano Seita muere en una estación, un mes después, como un perro abandonado. Ese era el destino reservado a la población civil japonesa por el alto mando norteamericano: morir abrasados, o perecer de hambre, o abandonados como perros.
Sin embargo, nada justificaba una decisión semejante: ni la necesidad de la victoria, ni el hecho de que una buena parte de los japoneses o alemanes hubiesen apoyado el fascismo nipón o el régimen nazi. Sólo hay que recordar que la Unión Soviética, el país que más sufrió las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, nunca lanzó bombardeos indiscriminados contra la población civil. La decisión de lanzar esos criminales bombardeos contra ciudades indefensas, contra la población civil, hermana a Hitler con Churchill, con Roosevelt, con Truman. Tanto el régimen nazi como el alto mando británico y norteamericano decidieron, violando el derecho internacional y las propias leyes de la guerra, aterrorizar a la población civil, transformar al enemigo en un monstruo inhumano que merecía ser convertido en humo.