Sería una buena idea que este 4 de julio renunciáramos al nacionalismo y a todos sus símbolos; sus banderas, sus promesas de lealtad, sus maldiciones, su insistente cantinela sobre una Norteamérica bendecida por Dios. ¿No es cierto, acaso, que el nacionalismo y su devoción por las banderas, los anatemas, y las violentas fronteras que engendran […]
Sería una buena idea que este 4 de julio renunciáramos al nacionalismo y a todos sus símbolos; sus banderas, sus promesas de lealtad, sus maldiciones, su insistente cantinela sobre una Norteamérica bendecida por Dios.
¿No es cierto, acaso, que el nacionalismo y su devoción por las banderas, los anatemas, y las violentas fronteras que engendran asesinatos en masa, junto con el racismo y el odio religioso son algunos de los grandes males actuales?
Esas formas de pensar con las que se cultiva, nutre y adoctrina a nuestro pueblo desde su niñez han sido útiles para los poderosos, y mortales para quienes carecen de todo poder.
El espíritu nacional puede ser benigno en una nación pequeña que carece de poder militar y anhelos de expansión (como Suiza, Noruega, Costa Rica y muchas otras). Pero en una nación como la nuestra -ansiosa por poseer miles de armas de destrucción masiva- en lugar de ser orgullo inofensivo, el nacionalismo es arrogante y peligroso para los demás y para nosotros mismos. Nuestra ciudadanía fue criada en la creencia de que nuestra nación es distinta de otras, una excepción mundial, moralmente única, que se expande hacia otras tierras para llevar civilización, libertad y democracia.
El autoengaño viene de lejos
Cuando los primeros ingleses se establecieron en las tierras indias en la Bahía de Massachussets y se toparon con la resistencia indígena, la violencia terminó en una guerra con los indios Pequot. Se dijo, entonces, que Dios aprobaba la matanza de los indios, y que la Biblia ordenaba el despojo de las tierras. Los puritanos citaban Salmos: «Pedidlo, y os será concedido; lo que es de los paganos, será vuestra herencia, y os daré en posesión el grueso de la tierra».
Cuando los ingleses abrieron fuego sobre el poblado de los Pequot y masacraron hombres, mujeres y niños, el teólogo puritano Cotton Matter dijo: «Se supone que ese día no menos de 600 almas de los Pequot fueron enviadas al infierno».
En vísperas de la Guerra con México, un periodista norteamericano puso negro sobre blanco que nuestro «Destino manifiesto es poblar el continente que nos asignó la Providencia». Luego del comienzo de la invasión a México, el New York Herald anunció: «Creemos que una parte de nuestro destino es civilizar esta hermosa nación». Siempre se supuso que nuestra nación iba a la guerra con buenos propósitos.
En el año 1898 invadimos Cuba para liberar a los cubanos; poco después, iniciamos la guerra con Filipinas. Según el Presidente McKinley, lo hicimos para «civilizar y cristianizar» al pueblo filipino. En el mismo momento en que nuestras tropas cometían masacres en Filipinas -durante el conflicto murieron 600.000 filipinos en pocos años-, Eliu Root, nuestro Secretario de Guerra, decía: «Desde que comenzó la guerra, el soldado norteamericano es diferente de todos los otros soldados de todas las otras naciones. Es el centinela de la libertad y la justicia, de la ley y el orden, de la paz y la felicidad».
Ya vemos en Irak que nuestros soldados no son diferentes. Contraviniendo tal vez lo mejor de su naturaleza, han asesinado a miles de civiles iraquíes. Y algunos soldados se han revelado capaces de brutalidad, de tortura.
Sin embargo, también ellos son víctimas de las mentiras de nuestro gobierno.
¿Cuántas veces no habremos escuchado a Bush decir, arengando a las tropas, que si mueren, si vuelven a casa sin brazos o piernas, o ciegos, será por la «libertad» y por la «democracia»?
Uno de los efectos del pensamiento nacionalista es la pérdida del sentido de proporción. El asesinato de 2.300 personas en Pearl Harbor sirvió para justificar la matanza de 240.000 en Hiroshima y Nagasaki. El asesinato de 3.000 personas el 11 de septiembre se convirtió en la justificación para asesinar a miles de personas en Afganistán e Irak.
El nacionalismo adquiere una virulencia especial cuando se presenta como bendecido por la Providencia. Hoy tenemos un presidente que en cuatro años invadió dos naciones, y en la campaña del 2004 anunció que Dios habla por su boca.
Es preciso refutar la idea que de nuestra nación es distinta y moralmente superior a los otros poderes imperiales en la historia del mundo.
Necesitamos afirmar nuestra alianza con la raza humana toda, y no con nación alguna en particular.
Howard Zinn es coautor, junto con Anthony Arnove, de Voices of a People’s History of the
Traducción para www.sinpermiso.info: