Las actuales protestas de EE.UU. tienen un largo prólogo y un epílogo que está lejos de terminar con la elección de noviembre, y después de ella, independientemente de quien la gane, pues las candidaturas de Biden y Trump están fuera de las demandas que el pueblo exige.
¿A dónde va Estados Unidos, en qué va a parar la crisis que vive?, se pregunta la gente. Se equivoca el que cree que la respuesta la dará la elección de noviembre, porque los problemas de la sociedad de ese país son mucho más profundos y no se resuelven mediante ese mecanismo. Lo real es que se agotó el sistema creado por los fundadores de EE.UU., que ya no da para más y llegó a su límite.
Se podría dividir a la clase política de EE.UU. en internacionalistas y nacionalistas, a groso modo. Los neocon pertenecen al sector internacionalista que, luego de la caída de la URSS, impuso al mundo la globalización y el neoliberalismo, doctrinas de la total libertad económica y comercial, de la fuerte reducción del gasto social y de la intervención privada en las competencias del Estado, lo que permitió enriquecerse más aún a las grandes corporaciones del mundo. La doctrina neocon posibilitó que el 99% de las riquezas norteamericanas se concentraran en el 1% de su población y al enviar las fábricas al extranjero destruyó a la clase obrera de ese país; además, la globalización arruinó a la clase media estadounidense.
Por otra parte están los nacionalistas, en cierta medida representados por el Presidente Trump. Los neocon pueden ser republicanos o demócratas y hay muchos neocon en el gobierno de Trump; eso explica por qué la política de la administración actual se diferencia en poco de las anteriores. Son, como decían nuestros abuelos, la misma jeringa con distinto bitoque. El 9/11 fue una chiripa de escándalo que cayó como anillo al dedo a los neocon, porque a partir de esa fecha comenzaron una serie de intervenciones armadas en el Medio Oriente, que el actual inquilino de la Casa Blanca llama el mayor de los errores cometidos en la historia de EEUU.
Cuando Trump arribó a la cloaca, así llama él al mundo político de Washington, parecía ser el enterrador del sistema bicéfalo de EEUU. Su propuesta fue simple: terminar con las intervenciones militares de Estados Unidos; acabar con los tratados comerciales, que eliminan puestos de trabajo en EEUU; eliminar gastos superfluos, como el mantenimiento de la OTAN; terminar con la política antirusa, que a nadie beneficia; suscribir una alianza estratégica con Rusia para combatir al Estado islámico, principal enemigo de la humanidad; investigar lo que realmente sucedió el 9/11, cuya versión oficial, según Trump, es una flagrante mentira que contradice las leyes de la física; auditar al Banco de la Reserva Federal, FED; cesar el envío al extranjero de las fábricas de EEUU; imponer impuestos a las ganancias exorbitantes de Wall Street… Aunque ofreció mucho y cumplió poco, su mensaje bastó para que derrote a Hillary Clinton, digna representante de los neocon, que Trump a su manera combate.
Parece que los neocon no aceptaron ni su propia derrota ni las propuestas de Trump, por lo que, para pescar en río revuelto, impulsan el actual desbarajuste. Para ello han satanizado la figura de Trump, tarea bastante fácil, y con multitudes descontentas organizan un golpe de Estado, tipo Maidán. Esperan que si las revoluciones de colores han sido exitosas en el mundo, ¿por qué no va a triunfar en casa propia?
La crisis estadounidense es consecuencia de la globalización, porque los productores de EEUU, por pura avaricia, y buscando minimizar el costo de sus productos, se aprovecharon de los bajos salarios en China y trasladaron sus fábricas a ese país. La elevada capacidad industrial de China está basada, en parte, en las exportaciones a EEUU de productos que ese país no produce. El déficit comercial de EEUU con China se da porque los estadounidenses consumen más productos chinos que los chinos productos norteamericanos. Esto fue el pretexto para que Trump iniciara la guerra comercial contra la China; realmente, intenta frenar el desarrollo chino, pues EEUU no quiere perder su actual hegemonía.
Para triunfar en esta batalla, el Presidente Trump no encontró mejor remedio que declarar la guerra a todo el mundo. Sus principales contrincantes, aún a riesgo de una nueva guerra mundial, son Rusia y China. Su predica, de que volvería a EEUU un país grande, se convirtió en optar por el proteccionismo a raja tabla, lo que va contra las reglas del neoliberalismo y lentamente disminuye la competitividad del sistema productivo estadounidense.
El deshonrar la palabra empeñada ha causado que los aliados de EEUU pierdan la confianza en el actual sistema de comercio y en el orden político internacional; además, la política de sanciones contra todo el mundo es contraproducente, porque lleva a que los sancionados unifiquen sus fuerzas. Incluso, sus aliados de Occidente opinan que “la interferencia en la soberanía de Alemania y de la Unión Europea ha alcanzado un nivel de agresión sin precedentes, que no debe quedar sin respuesta” y que las empresas europeas necesitan protegerse frente a los “métodos del salvaje oeste que usa Washington”.
En este contexto, Pompeo se convierte en el portaestandarte de la declaratoria de guerra contra China. El representante de la diplomacia de EEUU instiga a que el mundo realice una cruzada contra el Partido Comunista Chino, PCCH. Sus propias palabras, viejas cantaletas desempolvadas del basurero de la historia y pronunciadas para ocultar el grave momento que vive la sociedad de EEUU, se rebaten a sí mismo. Acusa a Xi Jimping, Secretario General del PCCH, de ser un convencido absoluto de la ideología totalitaria, que impulsa al comunismo chino hacia la hegemonía global. Según Pompeo, los comunistas casi siempre mienten, por lo que aconseja decir la verdad y no actuar con esta encarnación de China, como si fuera un país normal. Olvida que hace poco se jactó de que en la CIA le habían enseñado a mentir descaradamente, a engañar sin colorearse y a superar a Tartufo en el arte de pasar por santurrón. “La defensa de nuestra libertad del PCCH es la misión de la época, y América está mejor preparada que nadie para asumir esa tarea, pues nos otorgan esa posibilidad nuestros principios fundamentales”, concluye.
Pompeo ignora que en los últimos 40 años el gobierno chino ha elevado 20 veces el nivel de vida de su pueblo; que China es la primera economía del mundo, el principal socio comercial de casi todos los países y su gran desarrollo científico tecnológico, superior al estadounidense en todos los campos, le permite continuar avanzando; que la historia de EEUU se numera en siglos y la de China, en milenios; además, China cuenta con una gran unidad interna, algo que EEUU no posee.
China sostiene que, respecto a sus relaciones con Pekín, en EEUU “han perdido la razón y se han vuelto locos” y expresan la esperanza de que las autoridades de Washington “vuelvan a la racionalidad… un gorrión no puede entender la ambición de un cisne”, pues China no tiene la intención de reemplazar a EEUU. Pompeo quisiera que Moscú se involucrara en la confrontación contra Pekín. En EEUU piensan que “Rusia tiene poco interés en preservar el orden mundial existente, mientras que China es el mayor beneficiario de este orden”.
María Zajárova, portavoz del Ministerio de Exteriores de Rusia, les contesta: “Consideramos que las declaraciones de Pompeo sobre la posibilidad de arrastrar a Moscú a la campaña antichina de EEUU es otro intento ingenuo de complicar la asociación ruso-china, de abrir una brecha en los lazos amistosos entre Rusia y China”; además, Rusia “tiene la intención de fortalecer aún más la cooperación con China, que consideramos como el factor más importante para estabilizar la situación en el mundo”. Por lo visto, Pompeo tiene sueños de perro y no quiere despertar.
Por las razones expuestas, la crisis económica que afecta a EEUU ha dejado en soletas las candidaturas de Biden y Trump, que sólo ofrecen más de lo mismo y son incapaces de encontrar la salida a los problemas de su pueblo. Sea lo que fuere, se necesita de un análisis sesudo sobre el enfrentamiento que se da en las altas esferas del poder de EEUU y que bien puede conducir al exterminio de las élites beligerantes, a la desintegración del país o a su transformación revolucionaria.
Las actuales protestas de EE.UU. tienen un largo prólogo y un epílogo que está lejos de terminar con la elección de noviembre, y después de ella, independientemente de quien la gane, pues las candidaturas de Biden y Trump están fuera de las demandas que el pueblo exige. Sólo se ve la epidermis de un problema mucho más profundo: la sociedad de ese país se está dividiendo cada vez más en dos bandos intolerantes, que no se soportan mutuamente y que, lastimosamente, están armados hasta los dientes.
Como la economía de EEUU no es lo suficientemente fuerte como para resistir la crisis actual, pronto se producirá el desenlace, o sea, lo que decidan el Complejo Militar Industrial, la FED, el AIPAC, la gran banca, los grandes monopolios y la gran prensa, que son los realmente que mandan en EEUU. La situación que atraviesa esa colectividad es variada y compleja, precisa de un estadista con capacidad de diálogo y no de un bravucón, acostumbrado a ser obedecido por sus servidores. Por eso, por la falta de liderazgo, pasa lo que está pasando y es necesario rectificar, pero esa es una palabra que Trump desconoce.