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800 días en Guantánamo

Fuentes: El Comercio Digital y Diario de León

Habla bajito, apenas gesticula y agacha el rostro, como avergonzándose de lo que cuenta. Hay que acercarle el oído para no perder el hilo de sus palabras. Brahim tiene 26 años, pero sea por genética o por lo que ha sufrido pareciera tener cuarenta y muchos. Su pelo y su barba están llenos de canas. […]

Habla bajito, apenas gesticula y agacha el rostro, como avergonzándose de lo que cuenta. Hay que acercarle el oído para no perder el hilo de sus palabras. Brahim tiene 26 años, pero sea por genética o por lo que ha sufrido pareciera tener cuarenta y muchos. Su pelo y su barba están llenos de canas. Sus ojos grandes encierran una melancolía infinita. Su piel tostada, sin embargo, no presenta arrugas y luce brillante sobre un semblante siempre serio. Es Brahim Benchecrún (Casablanca, 4-8-1979), que ha decidido relatar su paso por la base norteamericana de Guantánamo mientras disfruta de la libertad condicional antes de su próxima cita ante los tribunales marroquíes el 4 de julio. Forma parte de un grupo de cinco marroquíes repatriados en agosto de 2004 desde Guantánamo. Allí quedan todavía nueve ciudadanos de esta nacionalidad para ponerlos a disposición de la Justicia de su país. Aunque el lunes 28 de marzo salió de la cárcel de Salé, junto a Rabat, ni olvida ni perdona.

La pesadilla de Brahim empezó a finales del 2001, en Lahore, Pakistán. Estaba allí realizando sus estudios islámicos, como miles de musulmanes que buscan en las madrazas (escuelas coránicas) paquistaníes una interpretación más auténtica del Islam. Su ilusión, cuenta, era terminarlos para volver a Marruecos y ser profesor. «Las redadas eran constantes y los policías que entregaban a ciudadanos árabes recibían 500 dólares», explica.

Brahim estuvo detenido 40 días en Lahore. Durante todo este tiempo nadie lo interrogó y nadie le dijo de qué le acusaban. Hasta que un día de finales de año le entregaron a los norteamericanos en el aeropuerto militar de Islamabad. Su destino era Afganistán, en concreto la base de Bagram, un antiguo fortín soviético al norte de Kabul que Estados Unidos había convertido en uno de sus principales destacamentos tras su victoria sobre los talibanes. Entonces, según relata el joven, comienza la etapa más dura de su cautiverio. «Lo de Guantánamo fue más largo en el tiempo, pero Afganistán fue mucho más duro».

De Bagram, fue trasladado a la base de Kandahar, al sur del país. Fueron dos meses y medio «terribles, los peores de todo el cautiverio». Brahim ocupaba junto a otros nueve presos una carpa de madera de 10 metros cuadrados. Dormían unos pegados a los otros, en fila, para aprovechar el espacio y combatir el terrible frío del invierno afgano. La situación se volvió aún más insoportable cuando llegó el calor.

Soldados norteamericanos rompían y arrojaban el Corán a las letrinas

Las torturas y los interrogatorios se volvieron sistemáticos en la semana que pasó en Bagram y en los dos meses y medio que estuvo en Kandahar. «Nos hacían correr durante media hora encadenados. Nos impedían rezar. Cogían el santo Corán, lo tiraban al suelo, lo rompían, meaban sobre él y luego y lo arrojaban a las letrinas… Le explicábamos a los soldados que ese libro sagrado no es de los terroristas sino que pertenece a todos los musulmanes. Ahí fue donde descubrí que Estados Unidos no está en contra del terrorismo sino contra el Islam», relata abochornado.

Sabe que él no se llevó la peor parte de los maltratos físicos, pero deja claro que las ofensas hacia su religión era lo que más le dolía «y los soldados norteamericanos lo sabían bien A mí no me aplicaron descargas eléctricas, pero sé que las había. Cuando llamaban a la oración, los americanos se reían, cantaban, bailaban…». ¿Has estado alguna vez en Afganistán? ¿Conoces a gente de Al-Qaida? ¿Has combatido con los talibanes?… los interrogatorios se repetían una y otra vez dirigidos por «detectives» -así se refiere a ellos- asistidos por intérpretes de árabe. Cuando el testimonio se resistía a salir a la luz una pistola sobre la sien y el siniestro crujir del gatillo ayudaban a recuperar la locuacidad al interrogado, que vestía «un mono azul como el de los mecánicos».

Una ducha al mes

«Seríamos unos 200. De muchas nacionalidades. Agolpados de diez en diez en casetas de madera de unos 10 ó 15 metros cuadrados. Una vez al mes nos sacaban desnudos al campo y allí nos dábamos una ducha colectiva». Mientras tanto, se iban llevando a cabo los traslados de presos hacia la base militar del sur de Cuba, de cuya existencia se habían ido enterando por boca de los propios militares. Ese era el destino que esperaba también a Benchecrún, que se había convertido ya en el prisionero número 587.

«Me avisaron veinte horas antes de la partida. Nos cambiaron de ropa. Nos dieron la camisa y el pantalón naranjas. Íbamos descalzos. Ni reloj ni nada. Sólo la pulsera con el número. Teníamos los ojos y los oídos tapados y las manos y los pies encadenados». Así fue como se produjo su traslado a la base de Guantánamo. «Escuchábamos los ruidos de los aviones, pero no sabíamos dónde íbamos, aunque lo sospechábamos. Durante todo el viaje tuvimos las manos encadenadas a la espalda. A unos les administraron calmantes, a otros les dieron descargas eléctricas».

Una mañana de abril o mayo del 2002 uno de los militares norteamericanos trajo una lista con números. El 587 estaba en ella. Los seleccionados fueron desnudados. Les taparon los ojos y les pusieron unos cascos en la cabeza. «Estuvimos así unas veinte horas, sentados y sin saber a dónde nos iban a llevar. Nos subieron a un avión. A algunos les dieron sedantes para que no molestaran, a otros descargas eléctricas para inmovilizarlos», dice.

Fueron ocho horas de vuelo, una escala para cambiar de avión, dos manzanas para comer y otras quince horas de viaje, siempre con las manos atadas a la espalda. Y entonces, llegaron a Guantánamo. Eran las dos de la tarde y caía un sol de justicia. «Me volvieron a hacer las mismas preguntas que en Kandahar y volví a darles las mismas respuestas. Entonces el militar cogió un papel en blanco y escribió ‘Al Qaida’. Me lo enseñó y lo metió en la carpeta de mi expediente. Después me dijo: ‘Te vas a pasar aquí metido toda tu puta vida'».

Los interrogatorios fueron diarios las dos primeras semanas. Después se fueron espaciando en el tiempo, hasta hacerlos quincenales. «Guantánamo está pensado para volverte loco. Todo está construido para minarte la moral. La celda es claustrofóbica, en las jaulas de paseo no hay espacio ni para correr un poco. Estás todo el tiempo solo y no está permitido hablar, aunque lo hacíamos a escondidas.

Los métodos de tortura son de los que no dejan huella, pero te hunden. Como meterte en una habitación con el aire acondicionado muy muy frío y luego subírtelo de repente a un calor insoportable. Aquello es tan duro que hasta los guardias americanos nos preguntaban cómo podíamos aguantarlo, porque ellos no podrían».
Las humillaciones sexuales, a las que tan sensibles son los musulmanes, también estaban presentes. «Ellos sabían lo que a nosotros nos hacía más daño y no dudaban en usarlo», dice. Brahim cuenta que entre los prisioneros se oían testimonios de abusos e incluso de violaciones, pero él dice que no sufrió ninguno. «Lo que sí ocurría a veces es que las militares que tenían la regla -algo que en el Islam tiene connotaciones muy pecaminosas- venían delante de tí, se quitaban la compresa y la tiraban a la cara», dice.

Brahim pasó dos años y tres meses en Guantánamo. Salió de allí el 31 de julio del año pasado, después de que una oficial llamada Ana le comunicara que no tenían nada contra él. «Les llevó dos años y medio de interrogatorio darse cuenta de que los paquistaníes les habían engañado», comenta. Fue entregado a las autoridades de Marruecos, que lo encarcelaron hasta finales de marzo. En todo este tiempo nunca hubo una acusación formal contra él.