Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García
Un hurra por Irma, la caricaturista
Hace más o menos unos 75 años, mi madre metió un mensaje en una botella y la arrojó lejos hacia las olas del mar. La botella flotó entre mareas, tormentas y chubascos hasta que muy recientemente, unos 40 años después de la muerte de mi madre llegó a una playa y quedó junto a mis pies. Por supuesto, estoy hablando metafóricamente. Sin embargo, lo que pasó, aun despojado de la metáfora, ciertamente me sorprendió. Entonces, al día siguiente de mi cumpleaños número 71, he aquí una pequeña historia sobre una botella, un mensaje, el tiempo, la guerra (al estilo estadounidense), mi madre y yo mismo.
Hace unos días, después de una búsqueda en Google, una mujer mandó un correo electrónico al sitio web que yo gestiono, TomDispatch, acerca de un bosquejo hecho en 1942 por Irma Seltz, que ella había comprado en una subasta en Seattle. La mujer quería saber si el dibujo tenía algún valor.
Bien, Irma Seltz era mi madre; le respondí a la mujer que, hasta donde yo sabía, el dibujo que ella había comprado no tenía mucho valor en metálico, pero que en la ciudad de Nueva York en su momento -estamos hablando de los cuarenta del siglo XX- mi madre era una persona notable. En las columnas de cotilleo de los medios escritos de aquellos tiempos, ella era conocida como la «jovencísima caricaturista de Nueva York». En su profesión, ella utilizó su apellido de soltera -Seltz-, algo que no era muy corriente en un tiempo que ya no existe y en un mundo en el que humoristas gráficos e ilustradores eran todos abrumadoramente masculinos.
Desde los años treinta y durante los cuarenta, ella dibujó caricaturas teatrales prácticamente en todos los periódicos de la ciudad: El Herald Tribune, el New York Times, el Journal-American PM, el Daily News, el Brooklyn Eagle, por no hablar del King Features Syndicate. Habitualmente, ella dibujaba «perfiles» para el New Yorker, y sus trabajos aparecían en revistas como Cue, Glamour, Town & Country y en la American Mercury. En los cincuenta, dibujó caricaturas políticas para el New York Post cuando era un periodicucho liberal, antes de que lo comprara Murdoch para convertirlo en un medio de la derecha.
Lo suyo eran las caras; en realidad, eran su obsesión. Muchas mañanas, a la hora del desayuno, ella cogía un lápiz o una estilográfica y retocaba las caras de quienes aparecían en la primera plana del New York Times. En los restaurantes, los comensales de las mesas vecinas le recordaban a los personajes -mayordomos, mucamas, vampiresas, detectives- de las obras teatrales de Broadway que ella había dibujado una vez en su vida profesional. Extraía una estilográfica del bolso y rápidamente empezaba a hacer croquis de esas caras en la servilleta (en aquellos días, los restaurantes donde la gente iba con sus críos no tenían servilletas de papel ni la abundancia de lápices de colores de hoy). Por supuesto, recuerdo estas ocasiones no por las notables caricaturas dibujadas sino por la vergüenza que sentía el pequeño Tom Engelhardt. Hoy, daría mi brazo derecho por tener aquellos dibujos sobre tela. Ya mayor, mientras caminaba en la playa, mi madre cogía piedras, miraba su textura y color y ahí veía el mismo conjunto de rostros, los repasaba con tinta y me las regalaba, dejándome años más tarde una verdadera colección de apagados mayordomos de piedra.
Ella vivía inmersa en un mundo de humoristas gráficos, publicistas, periodistas y tipos teatrales, todos ellos grandes fumadores y bebedores (por eso, cuando en la televisión se estrenó Mad Men, en la que a ningún personaje le faltaba el cigarrillo y la copa, todo era muy natural para mí). Todavía recuerdo las fiestas en nuestro piso, el alcohol consumido y, quizás a mis siete u ocho años, a Irwin Hasen, el creador de Dondi, la tira cómica hoy completamente olvidada cuyo protagonista era un huérfano italiano de la Segunda Guerra Mundial, sentado junto a mi cama antes de que se apagara la luz. En esos momentos, él dibujaba a su personaje para mí sobre un papel de calco mientras el bullicio de la fiesta llegaba por la escalera. Para mí, la vida era justamente así. Que yo supiera, era así como todos crecíamos. Entonces, la ocupación de mi madre y sus preocupaciones no eran algo a lo que yo dedicara mucho tiempo para pensar.
Yo llegaba de la escuela con la cartera en la mano y encontraba a mi madre ante su caballete -¿dónde, si no?- dibujando junto a la ventana que era lo mejor que tenía el piso que alquilábamos en Nueva York en esos años. Como resultado de ello y para mi eterno arrepentimiento, dudo que -aun en mi vida adulta- le preguntara alguna vez acerca de su mundo, cómo había llegado a él, o por qué había dejado su ciudad natal -Chicago- y venido a Nueva York, o qué la motivaba, o cómo había ella llegado a ser quien era y lo que era. Me temo mucho que esto ocurre a menudo con los padres: que solo después de su muerte y cuando ya no hay respuestas posibles, es cuando las preguntas empiezan a amontonarse.
Era claro que ella se sentía atraída por el dibujo desde la niñez. Todavía guardo un álbum de recuerdos de cuando ella era pequeña, entre esos recuerdo estaba la viñeta que posiblemente fuera su primera publicación profesional. Entonces, mi madre tenía 16 años y su dibujo formaba parte de una tira llamada ‘Harold Teen’ en un Chicago Daily Tribune de abril de 1924, naturalmente sobre una chica de los años veinte y su novio. Su panel central mostraba posible peinados («melenas») para la chica, entre ellos «la fregona», «la melena en forma de piña» y la «melena del fulano Brown». Hay una breve nota debajo que dice: «dibujados por Madelon Selz» (en realidad, su segundo nombre no se escribe así pero a ella le encantaba ponerlo así). Más tarde, ella empezó a hacer bocetos teatrales y viñetas humorísticas para el Tribune antes de mudarse a Nueva York.
También conservo la libreta donde apuntaba sus cobros; es triste ver lo que le pagaban las publicaciones más importantes por su trabajo freelance en tiempos de la guerra y después. Esto ayuda a entender por qué en los que para muchos estadounidenses fueron los Dorados Cincuenta -una época en la que mi padre estuvo algunas veces en el paro- las discusiones en casa cuando se suponía que yo ya estaba «dormido» (aunque por supuesto estaba escuchando atentamente) eran tan feroces, incluso violentas, sobre las facturas, las deudas y cómo pagar lo que «Tommy» necesitaba. Pero aparte de esos recuerdos y algunas cosas que mi madre me decía como de pasada, sobre ella sé mucho menos de lo que me gustaría.
«Una señora lo dibujó para mí»
Ahora que cumplo 71 -dos años más que los que tenía mi madre cuando falleció- me resulta difícil contar cómo me conmovió tener un pequeño rastro de su vida llegado de los tiempos de la guerra antes de que yo viera la luz en este mundo. Lo que mi remitente había comprado en esa subasta -después de su primer correo, ella me mandó una foto del dibujo- era un retrato rápido que mi madre había hecho de un joven uniformado sin duda entrenado en la escuela de mecánica de la Guardia Costera de Estados Unidos de la isla de Elis (ocupada después en su totalidad por este servicio). En el papel, ella escribió «Cantina de la puerta del teatro» y firmó, como siempre lo hacia con sus trabajos, «Seltz». Era abril de 1942, el mes de la Marcha de la Muerte en Bataan y el bombardeo de Doolite contra Tokio. Es probable que el joven que servía en la Guardia Costera haya sido muy pronto enviado a la guerra. El joven firmó el boceto de mi madre «Para Jean, con todo mi amor, Les» y lo mandó a su novia o esposa.
«Les», dibujado por mi madre en The Stage Door Canteen el 20 de mayo de 1942
Más tarde en esa noche de abril en medio de una gran guerra mundial, Les le escribió una carta a Jean en la lejana Seattle -en el dibujo enmarcado de la subasta estaba también la carta- cargada de nostalgia, añoranza y deseo («Bueno, veo que ya es la hora del ferry; tengo que cerrar y soñar contigo. Puedo soñar contigo. Ay, muchacho»). El encuentro que tuvo con mi madre lo describe brevemente así: «Bueno, te dije que iba a mandarte un dibujo; aquí está. Yo estaba en la cantina junto a la salida del teatro, un lugar donde vamos los compañeros del servicio y una señora lo hizo para mí».
Esa institución [de enseñanza], administrada por el Ala Teatral Estadounidense (ATW, por sus siglas en inglés), empezó a funcionar en el sótano de un teatro de Broadway, Nueva York, en marzo de 1942. Todo junto en un solo local, el ATW tenía una cafetería, una pista de baile y un club nocturno; allí los hombres del servicio de la Guardia Costera podían cenar, escuchar una banda de jazz y relajarse, todo gratis, y ser servidos o entretenidos por figuras del teatro, incluso algunas celebridades de la época. Fue todo un éxito; muy pronto se abrirían otras en distintas ciudades de Estados Unidos (con el tiempo, también en París y Londres). Fue solo una de las formas con las que los estadounidenses del frente interno de todos los estratos trataron de apoyar el esfuerzo bélico del país. En ese sentido, la Segunda Guerra Mundial en Estados Unidos fue claramente una guerra popular y vivida como tal.
Mi padre, que a los 35 años se alistó como voluntario en las fuerzas armadas inmediatamente después de Pearl Harbour, fue incorporado como comandante en una unidad aérea del ejército (en ese tiempo no existía una Fuerza Aérea propiamente dicha). En 1943, fue destinado a Birmania, como oficial de operaciones en los primeros comandos aéreos en ese país. Otro comandante de la misma unidad, Phil Cochran, se convirtió en uno de los personajes de la popular tira cómica Terry and the Pirates -los humoristas gráficos se movilizaron con motivo de la guerra-, «Flip Corkin». En mayo de 1944, el dibujante Milton Caniff utilizó el apodo de mi padre, Englewillie, para crear un personaje de historieta; en 1967, Phil le regaló los originales de su trabajo con una nota que ponía: «Para el mismo comandante ENGLEWILLIE… con un nostálgico saludo en recuerdo de la Gran Aventura».
Mi madre también hizo lo suyo. Estoy seguro de que nunca se le ocurrió no hacerlo. Eran los tiempos del popular personaje «Rosie the Riveter» (Rosita la remachadora)*, e Irma echó una mano.
He aquí una descripción del editor de mi madre -años mas tarde, ella escribió e ilustró algunos libros infantiles- sobre su papel en la cantina de la puerta del teatro: «Durante la guerra, ella presidió la Comisión de Artistas del ATW. Ella ayudó a proyectar los murales que decoraron las cantinas del la puerta del teatro y la de los marinos mercantes. La señora Selz recuerda cuando plantaba su caballete y producía sus caricaturas de los hombres de la Guardia Costera. Algunas noches, ella hacía centenares de esos dibujos de cuatro rápidos trazos y muchos de los hombres todavía atesoran sus retratos ‘hechos por Selz'».
Mis padres frente a un mural pintado por mi madre en The Stage Door Canteen
Imaginad que en la noche de abril que ella dibujó a Les, esa «señora» quizás haya dibujado a 100 o más soldados y marineros, recuerdos que serían enviados a la familia o a la novia de esos hombres. Por supuesto, se trataba de retratos de hombres a punto de ser enviados al frente de batalla. Sin duda, algunos de los dibujados resultaron muertos. Muchos de los dibujos hará largo tiempo que han desaparecido, pero es posible que algunos todavía sean apreciados; otros van a parar a alguna subasta, al mismo tiempo que los últimos ciudadanos estadounidenses movilizados por la Segunda Guerra Mundial finalmente se han ido muriendo.
Por unas fotos que yo conservo, está claro que mi medre también dibujó a varios hombres de la Guardia Costera y personas famosas en el plató de The Stage Door Canteen, la película de propaganda para el frente interno que Hollywood filmó en 1943 sobre la institución (quien la vea, en el momento que aparece Katharine Heburn podrá tener una vislumbre del mural que ella pintó). En aquellos años, pare que mi madre también se ofrecía regularmente para dibujar a personas que querían expresar su apoyo al esfuerzo bélico mediante la compra de bonos de guerra. Este, por ejemplo, es el texto de un anuncio del almacén Bonwit Teller del 16 de noviembre de 1944 sobre el acontecimiento que se avecinaba: «Irma Selz, conocida caricaturista de las estrellas del teatro y el cine, dibujará una caricatura de quien compre un bono de guerra de 500 dólares o más».
Mientras mi padre estaba en ultramar, también ella se movilizó de distintas maneras. Todos los meses le mandaba un pequeño álbum artesanal con sus trabajos (El álbum de recortes de Willie, la revista para los jóvenes comandos»). Todos ellos tenían una intrincada mezcla de noticias, cotilleos del mundo del teatro, anuncios cinematográficos, concursos, fotos de mujeres desnudas e historietas, lo mismo que caricaturas y dibujos más elaborados que ella hacía especialmente para él. En el «Ejemplar de la Pascua de marzo de 1944», ella incluyó una foto suya mientras dibujaba rotulada «La clase trabajadora».
Todavía tengo cuatro de esos «álbumes de recortes». Yo los veo como pequeños clásicos de la movilización en tiempos de guerra realizados del modo más personal imaginable. Uno, por ejemplo incluía -en ese momento, ella estaba embarazada- una ilustración a doble página en la que el protagonista se suponía que fuera yo mismo, aunque todavía no había nacido. La primera parte llevaba la leyenda «Mi hermana» y mostraba a una niña rubia con camiseta y pantalones cortos y un bate de béisbol al hombro (por cierto, mi madre se había roto la nariz jugando de catcher en un partido de softball cuando era joven). El título de la segunda parte es «Tu hija» y mostraba a una niña rubia con un enorme lazo rosa en el pelo ensortijado, un vestido de volantes rosado y zapatillas de ballet de color rosa.
En el interior de una de esas pequeñas revistas había una minúscula separata hecha en papel de calco con el título de «Una guía de bolsillo de SELZ» («Para exclusivo uso militar. Preparada por la División de Servicios Especiales. Representante Oriental, Proyecto Especial 9, Washington DC»). Empezaba así: «Si usted empieza a preocuparse sobre cómo estará Selz, aquí está su referencia hora por hora en cualquier momento del día o la noche». En cada página había un rápido esbozo; el primero la mostraba durmiendo («9 A.M.») con una expresión nada feliz, soñando con un avión enemigo; en el segundo («10 A.M.»), ella sonríe mientras sueña que el avión se precipita envuelto en llamas. La separata termina con un croquis en el que aparece ella dibujando a un marinero en el club de los marinos mercantes y después frente a la puerta de la cantina del teatro a punto de marcharse a casa («11.30 P.M.»). «Y ahora, a la cama», pone la última línea.
Sé que mi padre respondía fervorosamente; tengo una carta que le mandó mi madre que empieza así: «Ahora, para responder a tus tres cartas recibidas ayer, las Nº 284, 285 y 289, escritas el 26, el 27 y el 29 de abril. Fue un alivio muy grande leerte diciendo que al fin has recibido una pila de cartas mías y que también te llegó por fin el primero de los álbumes de recortes y, mejor todavía, saber que lo has disfrutado».
Para ambos, la Segunda Guerra Mundial fue su momento de trabajo voluntario. Dudo que desde 1946 en adelante mis padres hayan vuelto a tener alguna actividad voluntaria.
Las guerras sin gente
He aquí lo extraño: las guerras no terminan, pero el trabajo voluntario sí. Pensémoslo así: en el frente interno durante la Segunda Guerra Mundial hubo dos fuerzas notables, una visión temprana de lo que en los años que siguieron se convertiría en el estado de la seguridad nacional y la gente de Estados Unidos. El estado militarizado que produjo la victoria mundial de 1945 salió de aquella guerra envalentonado y autorizado a empresas mayores. Desde aquel momento hasta hoy -ya sea que hablemos del Pentágono, del complejo industrial-militar, de los servicios de inteligencia, de los contratistas privados, de las fuerzas de operaciones especiales o del departamento de la Seguridad Interior y del complejo industrial del interior, que crecieron a su alrededor después del 11-S [de 2001]- todo ha sido alegría.
En estos 70 años, el estado de la seguridad nacional no ha parado de expandirse: su poder crece cada día, los mismo que su presupuesto; sin embargo, el control democrático se ha debilitado sin cesar durante la última década. En el mismo lapso, el pueblo de Estados Unidos, desmovilizado después de acabada de Segunda Guerra Mundial, nunca volvió a movilizarse a pesar de la interminable serie de guerras libradas desde entonces. La única excepción podría ser lo acontecido en los años de la guerra de Vietnam y otra vez en el breve periodo anterior a la invasión de Iraq en 2003, cuando efectivamente muchísimos estadounidenses se movilizaron y marcharon voluntariamente para oponerse a un nuevo conflicto en un país remoto.
Y aunque su «arma de la victoria» privó al mundo de su posibilidad de pelear una tercera Guerra Mundial y salió intacta de la Segunda, la guerra y la actividad bélica parecen no haber cesado en «los arrabales». Fue allí, en los tiempos de la Guerra Fría, donde Estados Unidos se enfrentó con la Unión Soviética, con variadas insurgencias y con movimientos independentistas de muchos tipos, tanto en guerras encubiertas como abiertas (Corea, Tibet, bahía de los Cochinos y la crisis de los misiles [Cuba], Vietnam, Laos, Camboya, Afganistán, Líbano y Libia, para nombrar solo los conflictos más conspicuos). Después de la desaparición de la Unión Soviética en 1991, las guerras, los conflictos y las operaciones militares solo parecen haber aumentado -Panamá, Grenada, Somalia, Haití, Bosnia y Kosovo, Iraq (otra vez Iraq y todavía otra vez), Afganistán (otra vez), Pakistán, Libia (otra vez), Yemen y así de seguido-. Y esta lista no incluye las operaciones encubiertas -semiguerras- contra Nicaragua en los ochenta e Iran desde 1979, para citar solo dos países.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el tiempo de guerra -ya fuera una «guerra fría» o una «guerra contra el terror»- ha llegado a ser el único tiempo vivido por Washington. Y aun así, según se soltaban las riendas del poder militar estadounidense y la CIA en una variedad de formas, ha habido cada vez menos cosas que un estadounidense de a pie pudiera hacer y prácticamente nada en los que los civiles de Estados Unidos pudieran trabajar voluntariamente (excepto, por supuesto, en los años que siguieron al 11-S, la participación en los ritos de agradecimiento a los militares). Después de Vietnam, ya ni siquiera habría un ejército de ciudadanos en el que todos debían servir -el servicio militar obligatorio-.
En esas décadas, la guerra, cada vez más «encubierta» y «de unidades de elite», paso a ser propiedad exclusiva del estado de la seguridad nacional, ya no del Congreso ni del pueblo de Estados Unidos. Sería privatizada, corporativizada y entregada a los expertos (el hecho es que sin el trabajo voluntario del pueblo y dejado todo en manos de los expertos, el país nunca volverá a ganar una guerra importante y, en lugar de eso, sufrirá una sucesión de puntos muertos y derrotas).
Mi madre retrata a un soldado en el plató de la película «The Stage Door Canteen».
En otras palabras, cuando se trata de la guerra al estilo estadounidense, los 73 años que han pasado desde que Irma Selz dibujó a aquel garboso joven de la Guardia Costera en la cantina de la puerta del teatro muy bien podrían ser un milenio. Naturalmente, cuando pienso en la vida de mi madre me siento nostálgico. Sin embargo, no hay razón alguna para añorar la guerra por la cual ella y mi padre se movilizaron. Fue un cataclismo más allá de lo imaginable que destruyó importantes zonas del planeta. Implicó la crueldad de todos los contendientes a una escala que se podría llamar industrial -desde el genocidio hasta el bombardeo de ciudades enteras- y sin parangón en la historia. Considerando el arma total que eliminó Hiroshima y Nagasaki, una guerra como esa no puede volver a darse, al menos sin contar con la destrucción de la humanidad y el planeta que ella habita.
Mi madre me da la bienvenida a un mundo aún en guerra. 20 de julio de 1944. El anuncio de mi nacimiento dibujado por «Selz».
No obstante, algo se perdió cuando se evaporó la campaña solidaria de la población civil durante la guerra, cuando la guerra pasó a ser la propiedad privada del estado imperial.
Mi madre murió en 1977 y mi padre el día del aniversario de Pearl Harbour de 1983. Ellos y su impulso de servir voluntariamente ya no tienen un lugar en el mundo de 2015. Cuando hoy intento imaginar a Irma Selz en el nuevo contexto de tiempo de guerra en Estados Unidos y sus interminables enfrentamientos bélicos, ataques y asesinatos desde el aire, la pienso dibujando drones (o a sus operadores) u obligada a visitar una versión Operaciones Especiales de The Stage Door Canteen, tan secreta que ningún estadounidense normal podría saber siquiera de su existencia. La veo dibujando a soldados de unidades tan de «elite» que con toda seguridad no se les permitiría enviar su retrato a su novia o esposa.
En las últimas décadas hemos recorrido el camino que va desde una versión estadounidense de guerra popular y movilización nacional hasta una población desmovilizada. La guerra sigue siendo una constante, pero nosotros no. En nuestra nueva democracia del 1 por ciento, esto es una pérdida. Dado esto, quiero dar un pequeño aunque tardío hurra por Irma, la caricaturista. Ella importa y la echo de menos.
* Durante la Segunda Guerra Mundial, muchas mujeres estadounidenses empezaron a trabajar en la producción industrial de material bélico. La primera mención de «Rosie the Riveter» fue en una canción de 1942; después, el personaje se hizo muy popular. Véase https://es.wikipedia.org/wiki/Rosie_the_Riveter. (N. del T.)
Tom Engelhardt es cofundador de American Empire Project y autor tanto de The United States of Fear como de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Dirige TomDispatch.com, del Nation Institute. Su nuevo libro es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World (Haymarket Books).
[Nota: También me gustaría dar mi último saludo a Henry Drewry, uno de los más longevos y grandes veteranos de la Segunda Guerra Mundial; falleció el 21 de noviembre de 2014. Tom]