Inicialmente pensé que pocas veces había escuchado unas palabras aplaudidas con más fervor que el despertado por el primer discurso sobre el Estado de la Unión que pronunciara el Presidente Donald Trump ante el Congreso de su país. Después recordé el de George W. Bush con posterioridad a los atentados del 11 de septiembre de […]
Inicialmente pensé que pocas veces había escuchado unas palabras aplaudidas con más fervor que el despertado por el primer discurso sobre el Estado de la Unión que pronunciara el Presidente Donald Trump ante el Congreso de su país. Después recordé el de George W. Bush con posterioridad a los atentados del 11 de septiembre de 2001, o el de Barack Obama en enero de 2015, donde argumentó su nueva política hacia Cuba.
Una élite -muy bien representada en el Congreso de EE.UU., y compuesta por millonarios o por aspirantes a serlo- está muy satisfecha con las políticas trumpistas. Aun conociendo que esas intervenciones son puestas en escena en las que la demagogia suele tener un peso muy importante y están diseñadas milimétricamente para mostrar a un líder seguro y respaldado por una amplia mayoría, es difícil después de haberlo visto no cuestionarse la idea de que Trump es un loco aislado e impopular en la que insisten muchos medios de comunicación.
Al menos, una élite -muy bien representada en el Congreso de EE.UU., y compuesta por millonarios o por aspirantes a serlo- está muy satisfecha con las políticas trumpistas. No se trata de locos o ignorantes, sino de que mientras las boutades de Trump ocupan los titulares personas muy bien formadas y que saben absolutamente lo que están haciendo imponen una agenda que beneficia aún más a su clase y otra parte de la misma clase, que también piensa a partir del volumen de sus cuentas bancarias, trata de adaptarse al «cambio de clima» en el gobierno y lucha su tajada del pastel.
Ha habido cambios, quién puede negarlo. Si antes el gobierno norteamericano hablaba de eliminar el bloqueo a Cuba y establecía récords de multas por violarlo mientras le hacía la guerra al principal aliado económico cubano (Venezuela) para hacer más dependiente a la Isla de su seducción, prometía favorecer a los migrantes e imponía récords de deportaciones, anunciaba un «nuevo comienzo» con una Améria Latina a la que retornaron de su mano los golpes de estado -abiertos o disfrazados- declaraba al gobierno de Caracas «amenaza inusual y extraordinaria», definía Internet como el reino de la libertad y perseguía hasta el suicidio a Aaron Swartz por creérselo, ahora dice sin tapujos que perseguirá todos los fines de aquellas acciones de la manera más directa posible, sin dar rodeos por la carretera que tiene más o menos curvas según quien vaya al volante pero conduce hacia una misma meta, la hegemonía imperial, aunque actualmente con un pie en el acelerador que acerca a la humanidad al despeñadero mucho antes de lo previsto por las mentes más lúcidas.
Uno no puede evitar preguntarse a dónde fueron a dar -en el momento en que más se les necesita- aquellos editoriales y encuestas de la gran prensa norteamericana respaldando el fin del bloqueo, qué fue de los costosos anuncios en el metro de Washington pidiendo un cambio de política hacia Cuba, por qué ya no viajan a La Habana las estrellas de la música y el cine que inundaron la capital cubana antes de que llegara Donald Trump, ¿eran independientes de ese gobierno entonces, lo son ahora?
Pero entre los adaptados al ritmo del nuevo gran timonel hay no solo estadounidenses, también están personas como el Secretario General de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, que sólo ahora se animó a calificar a Cuba como «dictadura», casualmente apenas un par de semanas después que lo hiciera Donald Trump en su discurso ante el Congreso, o el canciller español Alfonso Dastis, quien de pronto perdió de su memoria el entusiasmo que poco antes había manifestado por una visita de sus monarcas -no los de los latinoamericanos- a la Isla para volver ahora al viejo rol de canciller de ese imperio de séptima categoría que le queda tan triste a la antigua metrópoli colonial.
Y más allá del tema cubano: ¿Qué decir del gobierno peruano, quien justo después de recibir la visita del Secretario de Estado norteamericano Rex Tillerson decidió desinvitar al Presidente venezolano Nicolás Maduro a la Cumbre de las Américas que tendrá lugar en Lima a mediados de Abril? ¿Y de la oposición venezolana, levantada de la mesa negociadora en Santo Domingo con el gobierno de Caracas cuando ya existía un acuerdo listo para firmar por una llamada del mismo Tillerson?
Sin mayoría en la OEA y sin consenso para poder aislar allí a Venezuela, Estados Unidos ha utilizado un microministerio de colonias para que hable a su nombre y declare no grato a Maduro en la Cumbre de Perú: El grupo de Lima, compuesto por Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Guyana, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú y Santa Lucía, pero el nombre correcto debería ser «Grupo de Washington», que es de donde vienen las instrucciones. Sin embargo, Maduro ha anunciado que «llueva, truene o relampaguee» se hará presente en la capital peruana.
«Alfombra de nuevo el puente y engalana la alameda, que el río acompasará tu paso por la vereda», cantaba la gran peruana Chabuca Granda en una descripción que parece más cercana al discurso de Trump en en el Congreso de Washington que al escenario que encontrará en Lima, cuando independientemente de la presencia asegurada por Maduro tenga que escuchar, a la mayoría de países del continente que no se han plegado a sus presiones, condenar esas y otras acciones como sus políticas migratorias, sus discursos proteccionistas y su retroceso en la relación con Cuba; probablemente regrese de allí tarareando otra parte de la misma inolvidable canción: «Déjame que te cuente, limeña…».