Su trabajo está hecho y ahora una reluciente ciudad le espera. Dios bendiga a Ronald Reagan. – Presidente George W. Bush – No sólo le admiraba, sino que fui lo suficientemente afortunado para conocerle. Era un héroe para mí. I did not just admire him, I – Arnold Schwarzenegger. Gobernador de California – Lo recuerdo […]
Su trabajo está hecho y ahora una reluciente ciudad le espera. Dios bendiga a Ronald Reagan.
– Presidente George W. Bush –
No sólo le admiraba, sino que fui lo suficientemente afortunado para conocerle. Era un héroe para mí. I did not just admire him, I – Arnold Schwarzenegger. Gobernador de California –
Lo recuerdo vagamente. Cuando Ronald Reagan fue nombrado emperador yo tenía 8 años. En España salía bastante en los telediarios. El corresponsal de Televisión Española en Nueva York -o en Washington- contaba algo casi todas las semanas. Dos imágenes: Una en el despacho oval, mirando de frente a la cámara para dirigirse a la nación; Dos, recorriendo una extensión césped en dirección a un helicóptero color ballena orca en compañía de una vieja enclenque. De los rusos sólo veíamos enormes colas a la puerta de las panaderías, frigoríficos vacíos, gorros forrados de piel y un frío que pela. Los americanos eran los buenos, los rusos los malos. No era capaz de extraer mayores conclusiones. Luego llegaron la Guerra de las Galaxias, la Perestroika y el Irán-Contra. Informaciones someras, imágenes filtradas, rebotadas de los medios americanos, comentadores pretendidamente objetivos.
Como telón de fondo del omnipotente aparato de televisión que dominaba el salón de mis padres, Ronald Reagan me acompañó durante 8 años de mi vida. Una presencia, el punto de fuga de la perspectiva, alguien de quien dependíamos. Un día desapareció para ser sustituido por otros presidentes que miraban de frente a la cámara desde el despacho oval y pisaban un césped muy verde acompañados de una mujer. A veces de un perro. El mismo guión, los mismos exteriores, distintos actores interpretando el mismo personaje. Era un programa televisivo en sí, con su particular formato y puesta en escena. Las barras y estrellas de la bandera, la alfrombra roja contrastando con el mármol blanco blanco de los palacios, la mística imperial se imprimieron en la película fotosensible de mi memoria. O se hizo todo lo posible para que así fuera.
Se crece después. Se pone en duda lo aprendido. A partir de experiencias vitales se extraen conclusiones extrapolables a otros ámbitos. A todos los ámbitos. Uno se entera de lo de Chile, de lo de Cuba, de lo de El Salvador, de lo de Guatemala, de lo de Colombia, de que los buenos eran los malos. Uno espera entonces que quienes tanto sufrimiento provocaron desaparezcan pronto, que sean olvidados. Pero como si de una maldición se tratara, como si la tierra hubiera comenzado su exterminio, personajes como Ronald Reagan, como Augusto Pinochet, como Margaret Thatcher, como Karol Wojtila, se pudren tranquilamente en sus poltronas antes de exhalar su último suspiro. Los poderosos dioses que los protegieron mantienen al espantajo con pulmones hidraúlicos, sueros enriquecidos, para ya inertes, momificarlos en una gloria con pretensiones de eternidad. Como una estirpe voraz se suceden sobre una pirámide de calaveras, para estar más cerca de Dios y ser así su predilecto.
La campaña informativa destinada a la glorificación de la marioneta Reagan refleja una vez más que la moderna conquista imperial se juega en el terreno de la representación. Justicia para el delator macartista, el que le robó la agenda a Carter, el creador del mayor déficit en la historia del país, el enemigo de la sanidad pública, el protector de petroleros, el que le vendió armas a Irán para pagar mercenarios, el financiador de militares, el aliado de Sadam Hussein, el profeta de Armaggedon, el previsor de la invasión marciana, el verdugo de Nicaragua y la Isla de Granada, el mentiroso compulsivo, el demente senil, el fanático alucinado. Burdamente desafiando los hechos, las baterías de la propaganda bombardean con desmesurados epítetos: Caudillo de la libertad, héroe victorioso de la Guerra Fría, mago artífice de milagros económicos, profeta y hombre justo, se pide para él una plaza en el Panteón. Algunos «profesionales» feriantes de la ambigüedad, realizan un juego de balanza, un inventario de crímenes y virtudes, que arroja finalmente un balance positivo, moderado, tranquilizador. La gran fuerza del imperio americano ha sido la impostura espectacular. El arte de transformar la libertad en esclavitud, los derechos humanos en tortura, la esperanza en terror. Hollywood y la televisión le ganaron la batalla a los tanques rusos. Los que gobiernan no son los que dicen que gobiernan sino los que tienen las armas, el dinero, la historia, la religión, las mentes. Las últimas verdades duermen en una caja fuerte de Zurich o en una playa de las Islas Caimán.
¿Qué tenía Reagan para que los dioses se fijaran en él? ¿Era quizás el héroe de su serie televisiva favorita? ¿El sueño húmedo de la mujer del general? ¿El chico provinciano, simple, sumiso y agradecido, demasiado inofensivo para llevar la contraria o levantar la voz? ¿Llegó a existir Ronald Reagan al margen de su empleo full-time como presidente-actor? Es un hecho, a la gente le gustan los guapos y los simpáticos. John Wayne no lo hubiera hecho mejor. Terminator quizás sí. Las armas siguen cargadas y el carrusel gira más rápido que nunca.