No alcanzo a comprender como un dirigente, tan evidentemente desquiciado como George W. Bush, sigue teniendo la aprobación de la mitad de los electores estadounidenses. Pese a que cada día es más notorio su desequilibrio mental, muchos en su país consideran que es el garante de la seguridad y la firmeza cuando es, en realidad, […]
No alcanzo a comprender como un dirigente, tan evidentemente desquiciado como George W. Bush, sigue teniendo la aprobación de la mitad de los electores estadounidenses. Pese a que cada día es más notorio su desequilibrio mental, muchos en su país consideran que es el garante de la seguridad y la firmeza cuando es, en realidad, todo lo contrario.
Una de las grandes incógnitas en la vida de George W. Bush concierne su relación con la muerte de su biógrafo J.H. Hatfield, quien en su libro: «Hijo afortunado: la construcción de un presidente americano», reveló que Bush fue arrestado en 1972 por posesión de cocaína y su poderoso padre utilizó sus influencias para borrar esa mancha de su expediente legal.
Hatfield murió, en un aparente suicidio, en julio de 2001. Antes, Hatfield fue enlodado con una campaña de vilipendios, escarnios y detracciones que logró enviarlo a la cárcel por cinco años. La campaña contra Hatfield fue iniciada por el diario tejano Dallas Morning News, tan cercano a los Bush. La editorial Saint Martin Press fue obligada a retirar el libro de los anaqueles e incinerar 70 mil copias, el tiraje completo. En esas circunstancias Hatfield se vio forzado a revelar el nombre de su informante: Karl Rove, íntimo asesor de los Bush.
En el libro se examina no solamente el pasado narcómano del actual Presidente sino sus manejos espurios para recaudar fondos manipulando acciones de bolsa y sus sucesivos fracasos en los negocios. Revela como su primera compañía petrolera, Arbusto, tenía el respaldo financiero de la familia Bin Laden a través de James Bath, vinculación que también subraya Michael Moore en su documental Fahrenheit 9/11.
Para arruinar la credibilidad y la reputación de Hatfield se reveló que éste había contratado a un hampón para liquidar a un ex jefe suyo, quien estaba complicado en un chantaje. Así Hatfield perdió dos contratos para publicar sus libros y se vio sumido en la ruina total. Hatfield apareció muerto en una habitación de hotel en Springdale, por ingestión de sustancias tóxicas. A su lado había una nota donde explicaba que su ruina y problemas de alcoholismo eran los causantes de su decisión. Como es sabido, muchos asesinatos bien planificados suelen falsificar estas notas de despedida de supuestos suicidas. Nadie ha podido probar fehacientemente que Hatfield se suicidó. En el momento de esa muerte Bush padre era el Director General de la CIA.
Frank Martin, en World Data Service, ha revelado en un escalofriante artículo, que Bush deambula deprimido y paranoico por los corredores de la Casa Blanca. Cita varias fuentes que han permitido conocer que el Presidente se aleja de sus asesores y ha generado un rechazo hacia la prensa, solo los más fervorosos incondicionales son admitidos a su presencia. Martin afirma que los consultores de imagen están preocupados por la endeble condición psíquica de Bush que quizás no resista los rigores de la campaña.
Recientemente su médico, Coronel Richard J. Tubb, lo puso bajo el efecto de fuertes antidepresivos tras un incidente con periodistas que lo sumieron en una de sus furias al preguntársele sobre su relación con Richard J. Lay, ejecutivo de la firma ENRON, envuelto en un escándalo de corrupción. Bush reaccionó tan violentamente que pidió que echaran a todos los periodistas de la Casa Blanca y que si sus voceros de prensa no lo hacían mandaría al Servicio Secreto a que lo hiciera.
Ni siquiera Dick Cheney goza ahora del favor presidencial, sino el favorito de turno, John Ashcroft, a quien los periodistas llaman el «Himmler de Bush», aludiendo al nazi jefe de la Gestapo. En la Casa Blanca, informa Martin, existe un clima de suspicacia y acoso, se hostiga a quienes sean sospechosos de deslealtad y se investiga en los archivos los antecedentes de cada quien para hallar sus trapos sucios. Algunos republicanos eminentes comienzan a dudar sobre la racionalidad y el equilibrio mental del Presidente.
La paranoia de Bush lo incita a continuar su política de «¡ahí viene el lobo!» Cada día se decretan nuevas alertas «naranja» por imaginarias amenazas terroristas. Ello sirve en su campaña electoral para presentarlo como el mandatario preocupado por la seguridad de sus conciudadanos, pero las molestias que causa le merman credibilidad.
Ahora acaba de cercar Wall Street con un cinturón de cautela, obligando a registros personales y esparciendo arcos detectores de metales, pero esta nueva alerta se basa en informes obtenidos en Pakistán anteriores al 11 de septiembre, por lo que no tiene efectividad.
Bush es un desquiciado peligroso que está poniendo en riesgo la vida en este planeta y mientras el electorado norteamericano no sea persuadido de esta simple verdad todos seguiremos amenazados.