Leo el resultado de los sondeos que se han realizado en EEUU tras el primer debate televisado entre George Bush y John Kerry y confirmo mis más lúgubres presagios. Es descorazonador. Puedo entender que haya un importante sector de la población de aquel país que sea muy conservador. Incluso ultraconservador. Puedo entender que crea a […]
Leo el resultado de los sondeos que se han realizado en EEUU tras el primer debate televisado entre George Bush y John Kerry y confirmo mis más lúgubres presagios. Es descorazonador.
Puedo entender que haya un importante sector de la población de aquel país que sea muy conservador. Incluso ultraconservador. Puedo entender que crea a pie juntillas que el Todopoderoso ha asignado a sus dirigentes la misión de ordenar y dirigir el mundo, otorgándoles el derecho a hacer lo que tengan a bien, sin que ninguna ley internacional pueda coartar su voluntad. Puedo entender también que considere que Bush está ejerciendo una Presidencia correcta, o aún más: magnífica, y hasta excelsa. Puedo entender -que no aprobar- todo eso, e incluso más.
Lo que llevo peor no es que la gente reflexione así o asao, sino que no reflexione.
Es deprimente la capacidad que tiene una parte importante de la opinión pública estadounidense para frivolizar la política. Asiste a esos debates televisados como si fueran combates de boxeo por el título mundial de los pesos pesados, y es capaz de cambiar de bando según qué contendiente le parezca que se ha mostrado más hábil en la pelea.
Después de haber tenido a Bush durante casi cuatro años como presidente -lo que da materia como para conocerlo más que de sobra, en todos los planos-, millones de ciudadanos de los EEUU esperan hasta el final de la campaña para ver qué tal está de reflejos, de cintura y de punch en el cuerpo a cuerpo, antes de decidir si le darán o no su voto. El mero hecho de que haya un 21% de los encuestados (¡uno de cada cinco!) que admita tranquilamente que el debate le ha hecho mejorar la opinión que tenía sobre Bush, da ya cuenta de la solidez de las bases en las que muchos estadounidenses asientan sus preferencias políticas.
Y va a ser gente como ésa, demostradamente incapaz de distinguir entre las opciones estratégicas y las habilidades polémicas, la que va a decidir quién será el gran patrón del mundo durante los próximos cuatro años.
No se tomen ustedes estos comentarios míos como las suficiencias propias del típico pedantón de «la vieja Europa» que mira por encima del hombro la tosquedad y el simplismo de las cosas del Imperio trasatlántico. De ningún modo. Lo mío no es displicencia; es miedo. Porque la experiencia demuestra que todo lo que se impone en EEUU acaba implantándose entre nosotros a la vuelta de pocos años.
Me asomo a la ventana y veo pasar grupos de chavales que parecen rescatados de cualquier barrio de Nueva York, con sus gorras al revés, sus sudaderas con número a la espalda, sus pantalones tres cuartos y sus enormes zapatillas deportivas.
Y esa manera de gesticular, tomada de los telefilmes. Se han desnacionalizado españoles.
Qué más quisiera yo que poder mirar las cosas de los EEUU con distancia.