La cárcel está bajo el agua, pero en cuatro días se construyeron a toda prisa unas jaulas con alambradas que recuerdan a Guantánamo para los presos en la estación de autobuses. La imagen de Nueva Orleans, ciudad sin ley, pasó a la historia. Más de 250 supervivientes han pasado ya por la prisión provisional, y […]
La cárcel está bajo el agua, pero en cuatro días se construyeron a toda prisa unas jaulas con alambradas que recuerdan a Guantánamo para los presos en la estación de autobuses. La imagen de Nueva Orleans, ciudad sin ley, pasó a la historia.
Más de 250 supervivientes han pasado ya por la prisión provisional, y los que aún quedan.
«Si queremos reconstruir la ciudad, tenemos que pensar primero en la seguridad», afirma Burl Cain, 63 años, alcaide en funciones de esta improvisada árcel atestada de saqueadores y saqueadoras.
«A los que roban comida y agua no les arrestamos: lo hacen por pura supervivencia. Pero a todos éstos los hemos pillado robando posesiones y objetos por más de mil dólares. Es inmoral que la gente pueda hacer eso en estas circunstancias».
Cain está orgulloso en su papel de carcelero de Nueva Orleans.Sin quitarse la gorra de béisbol que le identifica como guarda de la prisión estatal de Angola, nos pone al tanto de cada mínimo detalle en la prisión provisional: «Aquí, la oficina del fiscal del distrito; allí, la del fiscal federal. Respetamos los derechos constitucionales de los reos, les tratamos con dignidad y respeto, comida y agua no les falta».
Con aplomo y firmeza, aderezados con brotes de humor sureño, el alcaide Cain deja atrás el vestíbulo de la estación y nos invita a pasar a los andenes, donde se han construido media docena de jaulas, con alambradas que traen inmediatamente el recuerdo de Guantánamo.
En la jaula colectiva de hombres hay 15 presos, vestidos con los mismos andrajos con los que fueron detenidos, codeándose en 20 metros cuadrados.
En una esquina hay un urinario portátil; el resto es asfalto puro y duro. Hay algún que otro charco en el suelo, pero al menos están protegidos por la sombra. Se les ve resignados, en eterna actitud de espera. Les hierve el deseo por poder salir de allí: «Eh, vosotros, tenéis un cigarrillo».
«Aquí los dejamos 24 o 48 horas», explica el alcaide. «Luego los mandamos al centro correccional de Hunt, donde verán a un abogado… Todos éstos están ahí por saquear; a los más peligrosos los encerramos aparte». En la jaula de las mujeres contamos hasta nueve presas de todas las razas (incluida una con apariencia de turista japonesa que esconde el rostro a todas horas). La voz cantante la lleva una ciudadana blanca de unos 40 años, identificada como Elizabeth Nette y detenida recientemente mientras robaba metadona, oxycon y otras drogas legales en una farmacia de Nueva Orleans.
Elizabeth lleva una camiseta sucia donde puede leerse I love USA (Amo a Estados Unidos). Su cuerpo y su rostro delatan su adicción a las drogas. Suspira por un cigarrillo. No les dejan fumar.
«Por lo que a mí respecta, la gente que está en la droga son delincuentes como los otros», sentencia Cain. «Aquí no reciben ningún tratamiento especial: los encerramos juntos y sólo aislamos a los que nos parecen más peligrosos», añade el alcaide.
Nueva Orleans es una de las ciudades americanas más azotadas por la droga. Los primeros saqueos tras la inundación fueron precisamente a grandes farmacias, a la busca de drogas legales con las que combatir el mono.
Durante el encierro del Superdome, según testigos, gran parte de los problemas los causaron los adictos que quedaron desasistidos y a los que en varias ocasiones se les llegó a ver golpeándose la cabeza contra las paredes.
La inseguridad ciudadana fue también el caldo de cultivo de lo que ocurrió después del huracán. Con 200 asesinatos en el último mes, Nueva Orleans se disputa con Detroit el título de la gran ciudad más peligrosa de Estados Unidos.
Después de las farmacias, los saqueadores entraron en las armerías y en los supermercados e hicieron acopio de pistolas y municiones en el caos que siguió al huracán Katrina.
Los 1.200 policías de Nueva Orleans no pudieron hacer frente a la avalancha humana que luchaba con desesperación por ponerse a salvo o saciar el hambre o la sed. Decenas de agentes desertaron, al menos uno se suicidó y la ciudad quedó a expensas de bandas armadas y francotiradores que dispararon contra los enfermos, los autobuses y los helicópteros en plena evacuación.
Tuvo que llegar el Ejército para devolver la normalidad a las calles: hoy por hoy, Nueva Orleans es una ciudad invadida por más de 20.000 soldados que vigilan desde sus camiones y sus tanquetas con el mismo celo que si estuvieran en Bagdad. «La seguridad ha mejorado mucho», presume el alcaide Cain. «Los saqueadores saben lo que les espera, y también los delincuentes comunes.Estos días he visto rostros que me resultaban familiares, de gente que ha pasado por la cárcel o que logró escapar de prisión tras el huracán Katrina».
Cain lleva un registro de todo el que pasa por las jaulas: 194 saqueadores, 26 ladrones de coches, 25 con posesión ilegal de armas, 22 por resistirse a la autoridad, uno por disparar contra un helicóptero, otro por intento de violación, otro por asesinato de primer grado…
«Los delincuentes habituales siempre los vas a tener, pero lo que a mí me duele son los saqueadores», reconoce el alcaide.
«Yo soy una persona muy religiosa, baptista del sur, y todo lo que hemos visto estos días me parece inmoral. Para mí, los saqueadores están al mismo nivel que los ladrones de tumbas», sentencia Burl Cain.