Me sorprende el revuelo que se arma cada vez que la CIA decide desclasificar documentos tenidos por secretos. Desde que quedan al descubierto las pretendidas hojas de la confiscada historia, todos los grandes medios se dan cita en la fiesta de la desclasificación con un candor y regocijo que asombra. No faltan los historiadores, […]
Me sorprende el revuelo que se arma cada vez que la CIA decide desclasificar documentos tenidos por secretos. Desde que quedan al descubierto las pretendidas hojas de la confiscada historia, todos los grandes medios se dan cita en la fiesta de la desclasificación con un candor y regocijo que asombra. No faltan los historiadores, escritores y hasta particulares, obsesionados con las revelaciones que pueda hacer la CIA, que se abalanzan, como si se tratara de ofertas por rebajas, a nutrirse con las infamias descubiertas.
En unos días, los revelados documentos se convierten en titulares de todas las primeras páginas de esos grandes medios y las tertulias de emisoras de radio y televisión encuentran nuevos temas para seguir hablando.
Como si fuera palabra de Dios que un ángel revela, y no relato del Demonio en boca de la CIA, así de crédulos y gozosos acuden los medios de comunicación a recibir las pruebas del delito.
Y es que más que el revuelo que se arma, me sorprende la credibilidad con que los medios de comunicación se asoman a esas páginas prohibidas.
Nadie ignora que hay otros miles de documentos que permanecen celosamente guardados, donde ninguna curiosidad los comprometa, para mejor velar por la salud mental de una sociedad menor de edad que no tiene derecho a conocer su historia.
Y tampoco se puede soslayar la manipulación a que se ha podido someter las informaciones que se declaran y que, en cualquier caso, son pruebas documentadas de toda clase de crímenes y delitos a los que los años transcurridos prometen dejar impunes.
De hecho, más que a los medios de comunicación, el anuncio de la desclasificación de los citados documentos debiera alarmar a la justicia para que, además de motivar de tan extraordinaria manera a periodistas y comunicadores, también despierte el interés de jueces y fiscales, pero no es el caso. Y si embargo, el que una organización terrorista, si me atengo a las definiciones en boga, reconozca cuando le plazca y convenga, los crímenes y delitos que considere, y no ante un tribunal sino en multitudinaria rueda de prensa, no parece merecer, al margen del repudio general, tanta generosa credibilidad por parte de los medios de comunicación, y tan absoluto desprecio de las cortes de justicia.
Más importante que saber lo que dicen esos informes sería conocer lo que callan, poder leer esos otros miles de documentos que esperan ver la luz o que nunca fueron redactados ni registrados para que ni siquiera el futuro pudiera rescatarlos. Esas páginas en blanco de la historia estadounidense que remiten, por ejemplo, al año 2029, la revelación del magnicidio de John F. Kennedy, de aquel «golpe de Estado» que sólo podrá saberse, si acaso, 66 años después de perpetrado.
La historia de los Estados Unidos también se blanquea, y para los casos en que se redactan algunos garabatos, éstos deben purgar veinte o treinta años de confinamiento antes de ser liberados y confirmar, entonces, que no fue un accidente aéreo lo que le costó la vida a aquel líder popular; que el hostil político que decidiera, súbitamente, suicidarse, contó con la inestimable ayuda de algunos funcionarios del Estado; que el lamentable error en el bombardeo que provocara la matanza de civiles, estuvo calculado hasta en sus mínimos detalles; que los desaparecidos, no desaparecieron motu propio, que también contaron con ayuda; que el obús que impactó el hotel matando a un periodista e hiriendo a otros, tampoco fue un error; que la bomba que provocó la masacre no la colocaron fundamentalistas manos sino cristianos principios… Lamentablemente, hasta que todos estos documentos se hagan públicos, faltan por pasar decenas de años de impunidad, antes de que empiecen a contarse otros tantos años de olvido. Y ni entonces ni ahora hay garantía alguna de que lo que se confiesa se ajuste a la verdad, máxime considerando la catadura moral del delincuente.
Pero ningún gran medio repara en tan simple detalle, a ninguno le interesa preguntar por la justicia, ninguno de sus editoriales va a exigir responsabilidades, ningún articulista va a echar mano de la hemeroteca para comprobar qué dijo entonces el medio para el que trabaja hoy, nadie va a exigir el desmantelamiento de la banda, nadie va a demandar la divulgación de todos los documentos secretos, de todos los crímenes ocultos…
Suerte que la calle no necesita que le cuenten la historia cuando guarda memoria y dignidad.