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Visita de Juan Carlos de Borbón a China

Con la cartera en la mano

Fuentes: javierortiz.net

El Gobierno de Pekín ha aprovechado la visita de Juan Carlos de Borbón para anunciar su decisión de permitir que entre en China carne de cerdo procedente de España. Dejando a un lado los chistes fáciles -los hay que se hacen solos-, constato qué bien retrata ese hecho la expansión de los negocios que los […]

El Gobierno de Pekín ha aprovechado la visita de Juan Carlos de Borbón para anunciar su decisión de permitir que entre en China carne de cerdo procedente de España. Dejando a un lado los chistes fáciles -los hay que se hacen solos-, constato qué bien retrata ese hecho la expansión de los negocios que los gobernantes y los empresarios del Reino de España mantienen con los gobernantes y empresarios de la República Popular China. Es lo que ellos, muy dados a identificar a los pueblos con aquellos que controlan sus instituciones y su economía, llaman «las excelentes relaciones de amistad y cooperación entre nuestros dos países».

No tendría nada sustancial que objetar a esas «excelentes relaciones», en lo fundamental mercantiles, si fuera norma invariable del Estado español la aplicación del viejo principio de coexistencia pacífica entre estados de regímenes políticos diferentes. Cuando rige ese principio, los estados defienden el mantenimiento de relaciones civilizadas entre sí, con independencia de la mayor o menor simpatía que les susciten los sistemas político-sociales ajenos. Consideran que esas cuestiones forman parte de los asuntos que deben dirimirse en el interior de cada país, sin injerencias externas.

Pero no es ése el criterio que maneja el Estado español, el cual, a través de los sucesivos gobiernos que lo han representado en la arena internacional, se viene considerando desde hace años autorizado a repartir bendiciones y condenas urbi et orbi, pronunciándose sobre qué estados merecen ser tratados con respeto y a qué otros hay que atar en corto o incluso, si hace al caso, obligarlos a cambiar de régimen político, aunque su población no haya dado pruebas de desear nada por el estilo.

Hay casos muy chocantes, particularmente por los agravios comparativos que encierran. Así, el Gobierno español no sólo ha llegado a impartir instrucciones sobre lo que deberían hacer o dejar de hacer los cubanos para merecer su visto bueno, sino que incluso se ha pronunciado sobre decisiones legales adoptadas por instituciones foráneas legítima y democráticamente constituidas, caso de las venezolanas. Lo cual no le impide, en injusta correspondencia, abstenerse de condenar las violaciones de los derechos humanos, sistemáticas y brutales como pocas, en las que incurren las autoridades chinas, o las marroquíes, o las argelinas, por poner tres ejemplos de estados catalogados como amigos de primera. Es una diferencia de trato que le viene aconsejada, de manera tan obvia como impresentable, por la importancia capital que asigna a los negocios que realiza con los estados a los que ampara con su silencio.

Por cierto: ¿habéis oído a alguien del PP declararse «abochornado» por la regia visita a China y por los contenidos hagiográficos de los discursos que por aquellos lares ha ido sembrando a gogó el monarca? Nadie del PP ha dicho ni pío. Al contrario: se han declarado encantados con el baboseo del Borbón. Ninguna queja porque no se haya entrevistado con la oposición perseguida, ni haya llamado al orden democrático a los herederos de Liu Shao-chi, aquel al que le daba igual que el gato fuera negro o fuera rojo, siempre que cazara ratones.

Todos están en realidad en esas mismas. Lo que les importa de verdad es el negocio. Y si en el lote negociado entra el precio del silencio, tanto mejor.