Cuba no es el problema más urgente e importante que tiene que enfrentar el nuevo gobierno de Estados Unidos. Tampoco el más difícil. Al llamado «problema cubano» nunca le correspondería ser muy importante para Estados Unidos dadas las dimensiones de la isla y su escasa significación económica respecto al tamaño, desarrollo tecnológico-industrial, y opulencia financiera […]
Cuba no es el problema más urgente e importante que tiene que enfrentar el nuevo gobierno de Estados Unidos. Tampoco el más difícil.
Al llamado «problema cubano» nunca le correspondería ser muy importante para Estados Unidos dadas las dimensiones de la isla y su escasa significación económica respecto al tamaño, desarrollo tecnológico-industrial, y opulencia financiera de la superpotencia.
Ni siquiera después del triunfo de la revolución, que excluyó a la isla de la subordinación a Washington, o cuando el tema entró a formar parte de las tensiones de «guerra fría» –si se excluyen los días de la Crisis de Octubre o de los misiles, en 1962, que no debía considerarse un asunto bilateral Cuba-EEUU–, correspondería tratar el tema como asunto de la más alta prioridad para Washington.
Sin embargo, la demencial política de la superpotencia contra la revolución cubana en los últimos 50 años, por la magnificación que ha hecho del pretendido «peligro de Cuba» para la seguridad de Estados Unidos y las acusaciones por el supuesto irrespeto por los derechos humanos y la ausencia de democracia en la isla como pretextos para su hostilidad, ha manipulado conciencias mediante una monumental y multimillonaria campaña mediática, tanto en Norteamérica como en todo el orbe.
El objetivo ha sido hacer incomparablemente más difícil tratar de normalizar los nexos que mantener las tensiones. Pero como ni una sola de las inculpaciones es capaz de soportar la más simple y sencilla prueba a la luz de los hechos y de la historia, no haría falta más que decisión y mucha valentía –considerando la influencia de los grupos de poder que patrocinan y se benefician de la política hostil contra Cuba– para desmontar el andamiaje de prejuicios y temores construido en torno a la isla y su pasión por la defensa de su independencia.
Para terminar con el centro para la tortura de prisioneros que el gobierno norteamericano creó en la base naval de Guantánamo, el Presidente Obama seguramente contará con unánime apoyo de la comunidad mundial por el repudio general que justificadamente ha concertado este centro que Washington opera.
Tampoco encontraría obstáculos a nivel mundial cuando aquel territorio cubano, ocupado a raíz de la intervención militar que impidió que los cubanos lograran en 1898 la independencia por la que habían luchado desde 1868 contra el colonialismo español, sea devuelto a los cubanos. Nada justificaría no proceder a esto con inmediatez, si el objetivo fuera promover relaciones fundadas en el respeto recíproco.
Las prohibiciones de que los inmigrantes cubanos en Estados Unidos puedan viajar a su país de origen y remesar a sus familias en las mismas condiciones que lo hacen los inmigrantes de los demás países, son tan absurdas que nadie se atrevería a objetar su levantamiento.
Cuando esto ocurra, los demás ciudadanos estadounidenses se sentirán discriminados por estar impedidos de disfrutar de su derecho constitucional de visitar la isla vilipendiada para determinar, por si mismos, si los medios le engañan o le cuentan la verdad. Se hará entonces obligatorio eliminar cuanto antes la prohibición de viajar a Cuba para toda la población norteamericana, algo que aprobaría la opinión pública mundial pese a la sedimentación dejada por la campaña difamatoria de medio siglo contra la isla.
El nuevo mandatario norteamericano tendría fuertes aliados en los exportadores de su país para extender el otorgamiento de las licencias para la exportación de mercancías, actualmente limitadas a productos del agro, a otras áreas. Esto sería, seguramente un paso previo al levantamiento del boqueo, algo que es esencial para la normalización de las relaciones con Cuba.
Seguramente, asuntos como la liberación de los cinco cubanos prisioneros por más de una década sobre la base de un fraudulento juicio celebrado en Miami por el delito de haberse infiltrado en las bandas de terroristas que allí operaban contra Cuba, estarían en el rango de las decisiones que el Presidente podría tomar.
Lo mismo cabría decir acerca de la negativa de Washington a extraditar a Venezuela o juzgar en Estados Unidos al terrorista de origen cubano responsable de la explosión por bomba de un avión civil cubano en 1973 y otros repudiados crímenes.
De manera muy especial, el nuevo Presidente estadounidense debía examinar el carácter infundado de las imputaciones contra Cuba, tanto en el terreno diplomático como en el mediático.
Las relativas a faltas democráticas no resisten la constatación directa, carecen por ello de efecto perdurable y acaban por volverse contra los acusadores, como se ha visto recientemente el Naciones Unidas en relación con las pretendidas violaciones de los derechos humanos por un país que es modelo a escala mundial en ese terreno, no obstante los requisitos que impone la defensa de la supervivencia frente a la violenta hostilidad de la superpotencia planetaria única.
Quedarían por resolver problemas tan concretos como quién le debe a quién por concepto de daños, y cuánto. De una parte, las compañías estadounidenses afectadas por las nacionalizaciones cubanas de 1959, que no pudieron aceptar oportunamente –por disposición de su propio gobierno– las ofertas del gobierno cubano de compensación, y, de la otra, la nación cubana por los daños y perjuicios ocasionados por el bloqueo y las acciones hostiles estadounidenses. Ellas tendrían que comparar la objetividad de sus reclamaciones respectivas.