General Motors, el nombre más poderoso del firmamento empresarial norteamericano hasta hace no mucho tiempo atrás y durante 77 años el líder mundial en venta de automóviles (hasta el año pasado), se encuentra en serias dificultades. El pasado 27 de mayo los acreedores de General Motors rechazaron canjear una deuda de 27.200 millones de dólares […]
General Motors, el nombre más poderoso del firmamento empresarial norteamericano hasta hace no mucho tiempo atrás y durante 77 años el líder mundial en venta de automóviles (hasta el año pasado), se encuentra en serias dificultades. El pasado 27 de mayo los acreedores de General Motors rechazaron canjear una deuda de 27.200 millones de dólares por una participación accionaria del 10% en la compañía. Ello deja a la mítica empresa en situación de cesación de pagos y a corta distancia de la quiebra.
Este episodio resulta altamente representativo de la realidad corporativa que prevalece en Estados Unidos y pone sobre el tapete tendencias como las siguientes:
El poco significado que asume la tradición en una economía globalizada. Las fuerzas liberadas del mercado a escala mundial no admiten rezago de ninguna especie, aún cuando éste venga representado por quienes hasta poco tiempo antes lo dominaban. Dentro de la larga lista de íconos del escenario empresarial internacional y norteamericano, hoy en serios problemas, encontramos también a AT&T. Esta corporación, que por largos años detentó el liderazgo planetario en telecomunicaciones, se vió tragada por su antigua filial SBC. Mientras GM no supo adaptarse con rapidez suficiente a los gustos cambiantes de los consumidores y a los menores costos de producción de sus competidores asiáticos y europeos, AT&T no tuvo la velocidad necesaria para asimilar la convergencia entre las comunicaciones y la computación o la flexibilidad para responder al nuevo ambiente de desregulaciones. No en balde, como bien decía Andy Grove, antiguo Presidente de Intel, en el escenario empresarial de nuestros días sólo el paranoico sobrevive.
La esencia desnacionalizadora propia de la globalización. Si bien es cierto que la trasnacionalización es un fenómeno de antigua data, también lo es el que las compañías por más que extendieran sus tentáculos por el mundo, solían resultar símbolos distintivos de su país de origen. Y de todas ellas ninguna exhibía con mayor orgullo su condición norteamericana que la venerable General Motors. Como bien señaló en frase clásica Charles Wilson, Presidente de esa empresa en los años cincuenta: «Lo que es bueno para General Motors es bueno para Estados Unidos». En nuestros días, sin embargo, el vínculo que une a los nacionales de un país con las empresas que simbolizan la identidad de éste, ha desaparecido. Hace unos años atrás estuvo planteada la venta de GM a la francesa Renault sin que nadie en Estados Unidos pareciese inmutarse por el traspaso a otra nacionalidad de un factor emblemático de su identidad corporativa. Hoy su desaparición del firmamento empresarial norteamericano se plantea con la mayor naturalidad, como simple expresión de la preferencia de los consumidores de ese país por los productos de empresas foráneas como Toyota o de Nissan. Es la consecuencia inevitable de la erosión de las lealtades impuesta por la globalización.
La inevitable visión a corto plazo de las empresas norteamericanas, resultante de la dictadura de los informes financieros trimestrales. Según refería en 1990 un celebre informe del Massachussets Institute of Technology, la industria y las finanzas no hacen buena pareja. Ello hace centrar la atención de las empresas en la rentabilidad inmediata a expensas de la visión de largo plazo. Una compañía que da pérdidas durante algunos trimestres sucesivos, entra en fase acelerada de depreciación en el mercado, independientemente de sus fortalezas estructurales. Más significativo aún, el énfasis en la rentabilidad financiera inmediata sólo puede lograrse a expensas de los factores estructurales de la empresa. No deja de resultar curioso, en tal sentido, que fue Charles Wilson quien en los años cincuenta fundó el primer fondo de pensiones de la historia, el de GM, sentando las bases para la futura dependencia de la industria a las finanzas.
La incapacidad que tienen las empresas que cuentan con sindicatos estructurados para competir con aquellas que enfatizan el trabajo temporal y la mano de obra desprotegida. Lo que Henry Ford no pudo lograr en la fase de consolidación de su empresa -la eliminación a garrotazos del naciente sindicato de Ford Motors Company- lo han logrado en Estados Unidos empresas como Toyota. La permisividad del mercado laboral impuesta por la globalización, ha permitido el surgimiento en ese país de un nuevo sector automotriz liberado del influjo de los sindicatos. En efecto, las empresas automovilísticas extranjeras se han establecido en el Sur de los Estados Unidos, beneficiándose de unas reglas de juego que privilegian claramente a los inversionistas en claro detrimento de los trabajadores. Para la industria automovilística de Detroit el enemigo no está en China sino en estados como Tennessee.
General Motors está perdiendo su carácter emblemático dentro de la economía estadounidense. Sin embargo, va camino a transformarse en paradigma de la naturaleza depredadora de la globalización. Esta empresa, que el año pasado cumplió cien años de existencia, podría desaparecer del mercado en un abrir y cerrar de ojos, dejando en la calle a decenas de miles de empleados y obreros y a miles y miles de empleados de sus concesionarias. Seres humanos que creyeron que asociando sus vidas a un árbol frondoso podrían obtener estabilidad laboral y una vejez tranquila. Lo que hoy ocurre en General Motors es una faceta más del carácter despiadado del capitalismo de mercado. Bajo sus normas ningún empleo es seguro y todos nos encontramos sometidos a la más absoluta incertidumbre. Siempre a media calle de distancia de la intemperie, en medio de la tormenta.