La lluvia de críticas desatada por el procesamiento de Khalid Sheik Mohammed, el supuesto cerebro de los ataques del 11-S, no debería ocultar una realidad aún más triste: este juicio no es más que una pieza aislada de la estrategia de Obama sobre Guantánamo. Algunos de los prisioneros de la isla, incluidos aquéllos que llevan […]
La lluvia de críticas desatada por el procesamiento de Khalid Sheik Mohammed, el supuesto cerebro de los ataques del 11-S, no debería ocultar una realidad aún más triste: este juicio no es más que una pieza aislada de la estrategia de Obama sobre Guantánamo. Algunos de los prisioneros de la isla, incluidos aquéllos que llevan siete u ocho años privados de libertad, permanecerán encerrados de manera indefinida sin perspectiva alguna de comparecer ante un tribunal. La tan elogiada intención de Obama de cerrar Guantánamo no cambiará el destino de estos prisioneros, que serán transferidos a otras prisiones de los Estados Unidos o al extranjero. Con ello, el actual presidente dará continuidad a una de las políticas más controvertidas de la Administración Bush. Y si finalmente opta por no revisar esta política, Obama condicionará el futuro margen de actuación del gobierno.
La prisión sin juicio es una afrenta a la Constitución y está reñida con el proclamado compromiso de Obama de ajustar su actuación a derecho y de luchar contra el terrorismo en los términos previstos por la Constitución. Lo que está en juego no es más ni menos que uno de los valores centrales de nuestro sistema constitucional: el principio de libertad. Este principio ocupa un papel central en nuestras tradiciones políticas y suele considerarse uno de nuestros más grandes logros como nación. Desde el punto de vista normativo, encuentra claro fundamento en la exigencia recogida en la Quinta Enmienda según la cual ninguna persona puede ser privada de su libertad sin el debido proceso. Este precepto, junto a la garantía del habeas corpus, prohíbe al gobierno encarcelar a una persona sin que se le impute un delito concreto y sin que sea prontamente procesada ante un tribunal.
En su sentido más profundo, el principio de libertad procura asegurar que sólo aquéllos que hayan cometido un delito puedan verse privados de libertad. Con ese propósito, se prevé la celebración de un juicio en un tiempo razonable y a través de un proceso capaz de proteger al inocente y de dilucidar la veracidad del cargo que se le imputa. Estos procedimientos, que exigen al gobierno probar sus argumentos ante un tribunal público en el que el acusado puede defenderse a sí mismo, sirven para medir el compromiso gubernamental con la equidad y operan como fuente de legitimidad.
El principio de libertad admite excepciones, pero limitadas y siempre celosamente justificadas. La facultad de declarar la guerra, por ejemplo, se encuentra plenamente reconocida por la Constitución, y autoriza a los Estados Unidos a matar soldados enemigos en el campo de batalla y a capturarlos y encarcelarlos durante el tiempo que duren las hostilidades. El Presidente Bush, sin embargo, expandió de manera inédita el alcance de esta excepción argumentando no sólo que la lucha contra Al-Qaeda después del 11-S era una guerra, sino atribuyéndose facultades prácticamente ilimitadas para enjuiciar y encarcelar a quienes considerara agentes de Al-Qaeda. Al prolongar la detención de algunos de los prisioneros de Guantánamo sin someterlos a juicio, el Presidente Obama está asumiendo, en realidad, las mismas facultades.
Si bien Obama ha insistido en que estamos en guerra con Al-Qaeda, se ha cuidado de reconocer lo suficiente que no se trata de una guerra común y corriente. Al Qaeda no es un Estado nación confinado en un área geográfica concreta, sino una organización internacional dispersa y que opera en secreto. Nuestra batalla contra Al-Qaeda no tiene fin a la vista: incluso si se capturara a Bin Laden, subsistirían unidades terroristas a lo largo del planeta capaces de actuar sin su dirección. Y así como es inimaginable tratar cada rincón de la tierra que pueda albergar a luchadores de Al-Qaeda como un campo de batalla, sería también impensable permitir al gobierno retener a sospechosos de Al-Qaeda hasta que la guerra entre esta organización y los Estados Unidos haya concluido. Otorgar al gobierno este poder ampliaría de tal manera las excepciones que la guerra impone al principio de libertad que acabaría por desnaturalizarlo y por socavar los valores que subyacen al mismo. Supondría reconocer al presidente la capacidad de decidir, prácticamente sin constreñimiento alguno, cuándo y cómo aplicar el principio de libertad.
En este caso, la política de detenciones de Obama sólo afecta a personas extranjeras, puesto que no hay estadounidenses detenidos en Guantánamo. Pero la amenaza al principio de libertad no es por eso menor. La cláusula constitucional del debido proceso, fuente primaria de este principio, protege literalmente la libertad de cualquier persona. Debería, por tanto, interpretarse como un condicionamiento a la actuación de cualquier funcionario de los Estados Unidos en cualquier lugar y cualquiera sea la persona afectada. En el pronunciamiento más reciente sobre la materia, el caso Boumediene c. Bush, la Corte Suprema reconoció acertadamente que los prisioneros de Guantánamo no quedaban fuera del alcance de la Constitución. En dicha decisión, la Corte denegaba al Congreso la facultad de privar a dichos prisioneros del derecho al habeas corpus. Al hacerlo, sugería además que eran titulares de otros derechos constitucionales. Y aunque la Corte no especificaba cuáles podrían ser concretamente estos derechos, bien podría presumirse que se refería a ciertos derechos constitucionales básicos, como el derecho a no ser torturado, pero también la libertad personal.
Para su crédito, Obama, a diferencia de Bush, ha admitido al menos que el recurso a la privación de libertad sin juicio le genera reticencias. De hecho, cuando anunció su política sobre Guantánamo en mayo, calificó la posibilidad de tener prisioneros encarcelados de manera prolongado e indefinida como «uno de los problemas más arduos que tenemos por delante». No obstante, en lugar de asumir la responsabilidad que le incumbe por dichas detenciones, Obama ha declarado sin mayores explicaciones que algunos de los prisioneros «no pueden ser procesados». En ningún momento ha explicado por qué el procesamiento no es una opción. Y no se trata aquí de que el derecho estadounidense sea incapaz de tratar con agentes de Al-Qaeda o con el fenómeno del terrorismo en general. Bush, de hecho, procesó y condenó a un buen número de terroristas de Al-Qaeda durante su presidencia, y nada impide que Obama lo haga.
Se ha especulado con que las resistencias de Obama a procesar a algunos de los prisioneros tienen que ver con la preocupación de que las pruebas obtenidas sean el producto de torturas, lo que las tornaría ilegítimas. Esto es así, de hecho, en virtud de la denominada «regla de exclusión», que prohíbe la utilización de pruebas obtenidas en violación de la Constitución. Pero si éste es el razonamiento de Obama, ante lo que se estaría sería ante una distorsión de la propia regla, ya que se propiciaría un estado de cosas en el que las pruebas obtenidas bajo tortura no podrían utilizarse ante un tribunal pero sí como base para privar de libertad a un sospechoso, incluso durante el resto de su vida.
Esta interpretación alternativa de la «regla de exclusión» sólo incentivaría actuaciones indeseables. Los agentes del gobierno encargados de llevar adelante interrogatorios sabrían que una confesión obtenida a partir de la tortura podrá servir de base para un privación prolongada de libertad. Y ello a pesar de que Obama emitiera una orden que prohibía la tortura cuando asumió como presidente. Además, esta interpretación agravaría aún más los daños ocasionados a los prisioneros de Guantánamo que fueron torturados. Tras haber sido sometidos a padecimientos extremos, los frutos de dichos abusos los mantendrían en prisión sin que puedan vislumbrar una salida. La Constitución, por el contrario, no debería invocar ninguna privación de libertad basada en pruebas procuradas mediante tortura, con independencia de que dicha privación sea el resultado de un proceso judicial o de una decisión presidencial unilateral.
También podría ocurrir que la resistencia de Obama a ir a juicio no provenga del temor a la eventual aparición de pruebas ilegítimas sino que obedezca a la necesidad de preservar información considerada secreta. Evidentemente, el gobierno tiene derecho a mantener un cierto grado de secretismo, pero ello no debería, y de hecho nunca ha pasado, justificar la privación de libertad sin procesamiento. En un buen número de procesos penales relacionados con cuestiones de seguridad nacional, los abogados defensores solicitaron información que el gobierno consideraba ultra secreta. En estos supuestos, los tribunales fueron más que competentes a la hora de lidiar con los intereses en juego, fundamentalmente, analizando previamente la información en privado, sin presencia del acusado o de su abogado, y determinando su relevancia para el caso concreto. Si el juez determina que la información es importante, el gobierno puede facilitarla al acusado, ofrecer información alternativa, o cerrar el caso. Lo que nunca se ha hecho es suspender el proceso y encarcelar indefinidamente a un prisionero.
La política de detenciones de Obama tampoco puede justificarse alegando la necesidad de prevenir un daño extraordinario, como sería, por ejemplo, la detonación de una bomba radioactiva. Ninguno de los prisioneros de Guantánamo ha sido acusado de conspiración para la comisión de un delito semejante. E incluso si lo hubiera sido, el gobierno estaría obligado a procesarlo por dicho delito, incluso si ello comporta el riesgo de absolución. Si el gobierno es capaz de procesar un individuo tan peligroso y tan dispuesto a dañar a la gente de este país como Khalid Sheik Mohammed, ¿cómo pude justificar la privación indefinida de libertad de otras personas? Las excepciones al principio de libertad no pueden depender de la evaluación que el presidente, caso por caso, realice de la gravedad o a de la amenaza que pueda suponer la absolución del prisionero.
Ni la tortura, ni el secreto, ni el riesgo de absolución excusan a Obama por su decisión de mantener encerrados a prisioneros no procesados. En el fondo, la justificación que ha esgrimido para ejercer esta facultad no difiere de la de su predecesor. Quizás porque intuye que es así, procuró distanciarse en un inicio del unilateralismo de Bush y prometió desarrollar un sistema de «revisión ante los tribunales y el congreso» de cualquier decisión que supusiera el encarcelamiento indefinido y sin juicio de un sospechoso. «En nuestros sistema constitucional -sostuvo entonces- la prolongación de la detención no debería ser el producto de la decisión de un solo hombre». Es dudoso que un sistema de revisión que se limitase a controlar si el presidente ha actuado de manera razonable pueda satisfacer el principio constitucional de libertad. Pero la triste realidad es que Obama no ha cumplido su promesa. Y que con ello su presidencia se asienta sobre el mismo horror que en su momento tuvo el coraje de denunciar.
Owen Fiss es un reputado constitucionalismo estadounidense. Es Sterling Professor of Law en la Universidad de Yale y autor, entre otras obras, de The Irony of the Free Speech (1996), A Community of Equals (1999), A Way Out: America’s Ghettos and the Legacy of Racism (2003) y The Law As It Could Be, 2003.
Traducción para www.sinpermiso.info: Gerardo Pisarello