El esplendor de la izquierda estadounidense en los años 60, reflejado en los avances en justicia social, se fue apagando por su dependencia de las organizaciones privadas y su incapacidad para transformar los impulsos militantes en fuerza de gobierno. A un año de la asunción de Obama, el balance revela el olvido de la herencia de Greensboro.
La izquierda progresista y radical estadounidense, desangrada por las persecuciones macartistas de la década de 1950, conoció en un principio un renacimiento espectacular. El 1 de febrero de 1960, infringiendo el reglamento interno que estipulaba que los negros debían comer de pie, cuatro estudiantes del liceo agrícola y técnico de Carolina del Norte se sentaron en la cafetería de la tienda Woolworth de Greensboro. Al día siguiente, fueron veinticinco. Dos días más tarde, se sumaron a ellos cuatro estudiantes blancas. Poco después, el movimiento se extendió a quince ciudades de nueve Estados del sur de Estados Unidos. El 25 de julio, luego de haber sufrido pérdidas por 200.000 dólares, la tienda (sucursal de una cadena nacional) renunció oficialmente a su reglamento segregacionista. Esos acontecimientos provocaron un verdadero sismo en el país y marcaron el punto de partida de una profunda reestructuración de la sociedad.
En abril de 1960, con el objetivo de ampliar y estructurar el movimiento, se creó el Comité de Coordinación de los Estudiantes No-violentos (SNCC, en inglés) en la ciudad de Raleigh, a 130 kilómetros de Greensboro. Bob Moses, su primer director de campaña, dijo estar impresionado por «el aspecto sombrío, el enojo y la determinación» de los activistas que contrastaban con la expresión «temerosa y servil» que mostraban las fotos de los manifestantes de los Estados del Sur.
Esa misma primavera se reunió en Ann Arbor, Michigan, la primera conferencia de los Estudiantes por una Sociedad Democrática (SDS, en inglés), que cumpliría un papel clave en la organización de la oposición a la guerra en Vietnam. En mayo, los estudiantes de la Universidad de California, en Berkeley, cruzaron la bahía para reunirse al pie de las escalinatas de la municipalidad de San Francisco y abuchear a la muy macartista Comisión de Investigación de la Cámara de Representantes sobre las actividades «anti-estadounidenses» ( House Committee on Un-American Activities, HUAC) . La desproporción de medios empleados por las fuerzas del orden para dispersar a la multitud provocó un vuelco en la opinión pública y puso fin a las persecuciones anticomunistas.
En cuatro breves años, el movimiento por los derechos cívicos obligó al presidente Lyndon Johnson a firmar un conjunto de leyes que modificaron la Constitución de Estados Unidos y proscribieron la discriminación racial. Desde 1965 las calles de Washington bullían con el ruido de las manifestaciones contra la guerra de Vietnam. Al finalizar la década, toda la sociedad estadounidense experimentaba un profundo cambio. Una relectura escrupulosa y sin concesiones de la historia del país ponía en tela de juicio el imperio estadounidense y la Doctrina de la Seguridad Nacional: los secretos y las infamias de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) y de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) salieron a la luz; se denunciaba el uso de los conocimientos desarrollados en las universidades con fines militares; se sucedían los motines entre los soldados enviados a Vietnam; el abogado Ralph Nader y su asociación Public Citizen cuestionaban la sociedad de consumo. En 1974, el presidente Richard Nixon se vio obligado a renunciar; el movimiento de gays y lesbianas afirmaba su poderío y la izquierda parecía capaz de jugar un papel político central en las postrimerías del siglo XX.
Un cambio tan radical no surgió de la nada. Ya en 1958 se había producido un boicot a las cafeterías de Oklahoma City. Su promotora, Clara Luper, había quedado impactada por el ejemplo de Rosa Parks, célebre por haberse negado a cederle a un hombre blanco el asiento que ocupaba en un autobús, en Montgomery, Alabama en 1955. Ese acto marcó el ingreso del pastor Martin Luther King en la política. Parks y King habían participado en los seminarios de la Highlander Folk School, un instituto creado por cristianos de izquierda cercanos al Partido Comunista.
Paulatina extinción
Así, el desarrollo de las izquierdas estadounidenses en los años 1960 se inscribe en una historia de luchas por la justicia social y contra las discriminaciones raciales. Sin embargo sería víctima de su incapacidad para transformar los impulsos militantes en fuerza de gobierno. Las diferentes corrientes de la izquierda progresista se unieron durante un tiempo en torno a la candidatura presidencial del senador pacifista George McGovern, investido por el Partido Demócrata en 1972. Pero los jefes sindicales, principales proveedores de fondos de la campaña, y las instancias dirigentes del partido abandonaron a ese candidato, permitiendo así la reelección del republicano Richard Nixon. Al acceder a la Casa Blanca en 1977, el presidente James Carter adoptó las tesis del neoliberalismo y dirigió al país a una «nueva Guerra Fría» en Afganistán y en América Central, sin chocarse con la oposición de los movimientos antibélicos que pocos años antes habían celebrado la derrota de Estados Unidos en Vietnam.
La izquierda logró reaccionar en la década de 1980, organizando la resistencia a las guerras libradas por Ronald Reagan en América Central. Sostuvo también la primera candidatura seria de un hombre negro a la elección presidencial: Jesse Jackson. El reverendo baptista y militante de los derechos cívicos estaba en Memphis junto a Martin Luther King cuando éste fue asesinado en 1968. Jackson, encabezando su coalición «arco iris» se presentó a las primarias del Partido Demócrata en 1984 y en 1988 con un programa que constituía una antología de todas las ideas progresistas reivindicadas por las corrientes de izquierda desde comienzos de la década de 1960. No fue investido por su partido, pero movilizó a millones de estadounidenses.
A partir de la década de 1990, el creciente poder de las organizaciones sin fines de lucro y de las fundaciones privadas (Howard Heinz, Rockefeller, etc., que financian causas progresistas) influyó en la caída de la izquierda. Esas entidades, formadas por inversores ricos y exonerados de cargas fiscales, otorgan y retiran sus subvenciones en función de sus orientaciones políticas. Así, los medios «progresistas» y académicos deben su supervivencia financiera, sus salarios, sus locales, etc., a subvenciones que pueden ser modificadas año a año.
De tal forma, cuando en 1993 las centrales sindicales y los grupos ecologistas amenazaron con unirse para oponerse a la ratificación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) por el presidente William Clinton, las grandes fundaciones caritativas intervinieron. Por entonces, los grupos ecologistas habían recibido 40 millones de dólares de varios mecenas vinculados a la industria petrolera; cerca de la mitad de esa suma provenía de la Pew Charitable Trusts. Frente a las presiones de sus financistas, los opositores al TLCAN no resistieron mucho tiempo. Al comenzar el nuevo milenio, de aquel movimiento sólo quedaban algunos grupos sin dinero, pues los otros habían sido absorbidos por el Partido Demócrata y las fuerzas neoliberales.
El movimiento feminista también se fue alejando poco a poco de las cuestiones de justicia social para concentrarse en el tema del derecho al aborto, constantemente cuestionado por la derecha. Ese movimiento, ampliamente financiado por Hollywood, y que profesaba un verdadero culto por el presidente Clinton, no se hizo escuchar cuando el mandatario aprobó la abolición de la ayuda federal a los pobres, de la que gozaba una mayoría de madres solteras. En cuanto al movimiento gay, muy radical en las décadas de 1970 y 1980, actualmente milita sobre todo por el matrimonio entre homosexuales, al que algunos de ellos ven, sin embargo, como una forma de acercamiento a los valores conservadores de la familia.
Con el paso del tiempo, las corrientes leninistas y trotskistas, que ofrecían a los jóvenes un acceso a los rudimentos de la economía y a la disciplina de una organización, se fueron reduciendo como una piel de zapa. Esa decadencia de las culturas de izquierda contribuyó a la emergencia de generaciones poco formadas para el debate de ideas, ignorantes de las lecciones de la historia y dispuestas a reemplazar el análisis de los sistemas de producción por distintas tesis conspirativas o el catastrofismo climático.
La extinción de una izquierda capaz de formular críticas dignas de ese nombre explica las reacciones exageradamente personalizadas contra las políticas desarrolladas por el presidente George W. Bush y su mano derecha, Richard Cheney, que contribuyeron a crear la ilusión de que los demócratas representaban una alternativa real de cambio, y que cualquiera de ellos serviría en 2008. Ya se trate de Hillary Clinton, que adhirió a las políticas neoliberales de la década de 1990 (entre ellas, la desregulación de los bancos), o de Barack Obama, apoyado por los aportes electorales de Wall Street. Las circunscripciones más radicales del país, a menudo con un alto porcentaje de población negra, se movilizaron a favor de Obama y seguramente le serán fieles hasta el fin de su mandato.
El actual Presidente ingresó a la Casa Blanca convencido de que la izquierda apoyaría su gestión, haga lo que haga en Afganistán, o aunque no haga nada en materia de protección social y de reforma financiera. En cierto sentido, el pobre balance de su primer año de gobierno representa no ya la herencia de Greensboro, sino la de su olvido.
Alexander Cockburn. Periodista, co-director del bimensual CounterPunch y del sitio internet homónimo (www.counterpunch.org).
Traducido para Informe Dipló por Carlos Alberto Zito