El abrumador despliegue informativo con que la prensa de todo el país cubrió la noticia del fallecimiento de Juan Antonio Samaranch y los fastos de sus funerales ha venido a corroborar dos rasgos de la cultura española surgida en la democracia que resisten imperturbables la crispación de la vida política. Tiene interés recordarlos. Al primero […]
El abrumador despliegue informativo con que la prensa de todo el país cubrió la noticia del fallecimiento de Juan Antonio Samaranch y los fastos de sus funerales ha venido a corroborar dos rasgos de la cultura española surgida en la democracia que resisten imperturbables la crispación de la vida política. Tiene interés recordarlos.
Al primero remite el pasado franquista de Samaranch, que ha sido ventilado, a menudo destempladamente, en foros de internet y en programas radiofónicos, pero que en los medios de mayor difusión ha recibido un tratamiento discreto y más bien indulgente, a pesar del turbulento trasfondo creado por el procesamiento al juez Garzón debido a sus intentos de obviar los pactos de perdón y de olvido fraguados en la transición. Nada ha conseguido deslucir la imponente escenografía del sepelio en la catedral de Barcelona, con la asistencia de la familia real y con representación del gobierno y de casi toda la clase política, amén de instituciones financieras, culturales y deportivas. Se ha corrido un telón de púrpura sobre las viejas adhesiones de quien, al poco de fallecer Franco, declaraba abiertamente que, «sin duda alguna», su mandato constituía «uno de los más brillantes períodos de la historia de España». Es decir, se ha revalidado el consabido pragmatismo de la transición y se ha optado por agradecer al eficaz gerente los servicios prestados sin hacer cuenta de servicios anteriores a otros amos y en otros tiempos.
De las abundantes perlas periodísticas a que dio lugar el deceso, se lleva la palma el editorial publicado el día siguiente por el El Periódico de Catalunya, escrito con una calculada mezcla de respeto, aprensión y reserva. Su comienzo no tiene desperdicio: «La larga vida de Juan Antonio Samaranch compendia en buena medida las transformaciones experimentadas por un segmento de la sociedad barcelonesa durante el complejo siglo XX español. Al mismo tiempo, con la muerte de Samaranch desaparece uno de los inductores de la capacidad de adaptación al cambio de esta clase social, asustada por la experiencia republicana, aliada de la victoria franquista y defensora entusiasta de la restauración monárquica. No hay un solo episodio en el guión existencial de Samaranch que se aparte de este relato».
Y es verdad: no hay un sólo episodio que se aparte de este relato, coincidente, en líneas generales, con tantos otros que en sus novelas han trazado escritores como Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Manuel Vázquez Montalbán o Francisco Casavella, representantes de toda una narrativa que testimonia muy críticamente -por mucho que nadie parezca haber tomado nota- esa «capacidad de adaptación», piadosa forma de aludir al talento de una cierta burguesía catalana para caer siempre de pie y sacar provecho en todas las circunstancias, así se trate de ponerse una camisa azul u ondear una senyera.
Como sea, lo portentoso de todo esto no es sólo que, transcurridos treinta y cinco años desde la muerte de Franco, esa clase social, y sus homólogas en el resto de España, mantengan indemnes su poder y su influencia, sino que sus paladines sean enterrados con honores de jefe de Estado, y celebrados y coreados sin apenas notas discordantes.
En el caso de Samaranch, hay particulares motivos para que así sea, dadas sus decisivas contribuciones a la consolidación del olimpismo, marca bajo la cual se reconoce la consagración internacional del deporte como «interés de Estado». Un interés basado -según se ha ocupado de señalar Rafael Sánchez Ferlosio- en la rentabilidad del patrocinio estatal de los deportes de masas en cuanto «filón de valor incalculable» para el control y la domesticación de la población, y en la función pedagógica que las competiciones deportivas cumplen, en general, «para la educación moral y para las exigencias de adaptación social que mejor se adecuan al liberalismo y a la economía de mercado». Convertidas en una especie de gigantesca tómbola inmobiliaria; justificadas por la pretensión de que el espíritu deportivo sobrevuela las diferencias políticas, aun si el motivo de éstas es la exigencia de un respeto básico a los derechos humanos, las Olimpiadas conforman el paradigma de aquello a lo que la cultura española surgida en la transición -y éste es, después de la amnesia, el segundo de los rasgos aludidos al comienzo- no ha dejado de aspirar: constituir una esfera ecuménica, ajena a toda discordia, supuestamente segregada de lo social y su campo de tensiones: un lubricante, en fin, de la convivencia festiva y los buenos negocios.
La beatificación del marqués de Samaranch y su glorificación como prócer nacional vendrían a refrendar, así, no tanto la preeminencia de la llamada «cultura deportiva» en el marco de la cultura en general, como el progresivo modelamiento de ésta por aquélla.
Fuente: http://www.elcultural.es/version_papel/OPINION/27152/El_muchacho_de_los_calzones_de_oro