Las interminables guerras de EEUU William J. Astore es un teniente coronel de Aviación de EEUU, ahora retirado, que fue profesor de la Academia de la Fuerza Aérea y actualmente enseña Historia en una universidad de su país. Ha publicado recientemente un breve ensayo en un medio dedicado al análisis de la política exterior de […]
Las interminables guerras de EEUU
William J. Astore es un teniente coronel de Aviación de EEUU, ahora retirado, que fue profesor de la Academia de la Fuerza Aérea y actualmente enseña Historia en una universidad de su país. Ha publicado recientemente un breve ensayo en un medio dedicado al análisis de la política exterior de EEUU. En él expone su opinión sobre las causas por las que EEUU se empeña a menudo en guerras, como las de Iraq y Afganistán, de complicada ejecución, de incierto final y que perduran y se encadenan año tras año sin encontrar el modo de ponerles fin.
El autor lo atribuye a varias razones. Merece la pena comentarlas porque reafirman lo que he expuesto más de una vez. Empieza afirmando: «hacemos la guerra porque somos buenos haciéndola y porque nos sale de lo más hondo creer que nuestras guerras llevan el bienestar a otros pueblos». No solo la población de EEUU cree a pie juntillas que sus ejércitos son los mejores, los más preparados y mejor armados, sino que está convencida de que luchan siempre por motivos altruistas. Al contrario que otros países bárbaros que siembran la muerte por doquier, sus guerreros llevan consigo la libertad y otros dones. Esta ilusión, arraigada en el espíritu de la mayoría de la población, le permite aceptar las guerras prolongadas en cualquier parte del mundo.
Además de contar con el apoyo de la población, EEUU hace la guerra «porque dedicamos enormes recursos a ello. Es para lo que estamos mejor preparados». El complejo militar industrial «es una máquina de obtener beneficios y las Fuerzas Armadas son nuestro hijo predilecto, a quien nada se le niega y todo se le consiente». Pero se trata de un hijo predilecto que tiene poco contacto con la población desde que se suprimió el servicio militar obligatorio y los esfuerzos bélicos recaen sobre la minoría socialmente más desprotegida. Por otro lado, el recurso a contratistas privados, para muchas misiones relacionadas con la guerra, aleja todavía más las actividades militares del vivir cotidiano de la población. La guerra ya no incide directamente, como antes ocurría, en los sentimientos y las emociones de la mayoría del pueblo de EEUU, que puede aislarse a voluntad de sus más nefastos efectos.
«La sociedad americana se militariza aceleradamente», afirma el autor. Se puede discutir sobre la destitución de un general imprudente, como acaba de ocurrir, pero cualquier otra crítica sobre la actuación de los ejércitos es calificada de inmediato como «desviada o antiamericana». La densa red de intereses comunes que engloba a los ejércitos y a numerosos sectores de la sociedad, incluidos los medios de comunicación, cierra el paso a las opiniones heterodoxas que permitirían observar la situación desde otros puntos de vista.
Los medios tecnológicos de combate a distancia han permitido reducir sustancialmente el índice de bajas, lo que atenúa las críticas ante los resultados de la guerra. «En un mismo periodo de tiempo, mientras en Vietnam murieron más de 58.000 soldados, en Afganistán ha habido poco más de 1000 bajas». Es ésta otra razón que aleja la guerra y sus efectos del sentir de la población.
Además, como consecuencia del gran desarrollo de su industria bélica, EEUU domina ya el mercado mundial de las armas. Incluso en esta época de crisis económica global, las corporaciones del armamento siguen registrando índices de crecimiento, aunque más reducidos. «Las guerras permanentes -señala Astore- son permanentemente provechosas, quizá no para todos nosotros, pero sí ciertamente para quienes están en el negocio de la guerra».
Para concluir, es necesario añadir a los aspectos ya reseñados un factor de tipo psicológico de gran fuerza persuasiva: son las predicciones catastrofistas que muchos de los llamados expertos anuncian periódicamente, advirtiendo de que por muy nefastas que sean las guerras todavía serían peores las consecuencias para el pueblo de EEUU si aquéllas concluyeran de modo apresurado o indebido. Como es imposible demostrar que tales predicciones sean erróneas o exageradas, cualquier tendencia a criticarlas es ignorada y muere en el silencio.
Muchas son, pues, las razones que, reforzándose unas a otras, sostienen la inacabable actividad bélica de EEUU. Y muchos y diversos serían, en consecuencia, los ámbitos en los que habría que actuar para frenar esta peligrosa tendencia. No es una misión imposible, pero, hoy por hoy, está fuera del alcance incluso de los bienintencionados deseos del presidente Obama. Por mucho que sorprenda al lector, viene aquí a cuento el atinado comentario de Fidel Castro tras el nombramiento de Obama como presidente de EEUU: «Sería bastante ingenuo creer que las buenas intenciones de una persona inteligente podrían cambiar lo que siglos de intereses y egoísmo han creado. La historia humana demuestra otra cosa».
Por el momento habrá que contar con esta constante tan arraigada ya en los comportamientos y prácticas de la primera superpotencia mundial: su predisposición intrínseca a resolver cuestiones internacionales recurriendo a la fuerza de las armas.