Hace una veintena de años, en la administración de empresas se puso de moda hablar del cambio. No se trataba de la primera panacea universal que aparecía en la alquimia de la gerencia, en procura de nuevos argumentos y esquemas de ganancia. Todo el mundo se familiarizó con el cambio, que alcanzó rango de concepto […]
Hace una veintena de años, en la administración de empresas se puso de moda hablar del cambio. No se trataba de la primera panacea universal que aparecía en la alquimia de la gerencia, en procura de nuevos argumentos y esquemas de ganancia.
Todo el mundo se familiarizó con el cambio, que alcanzó rango de concepto integrador absoluto y pretendía incrementar el compromiso de los trabajadores con las metas del negocio. Muy bien, avanti con el cambio.
Obama, diz que abogado de éxito y político de alma, no podía ignorar los componentes del término; y tampoco los asesores de su campaña. Como dicen las abuelitas, lo que no se le ocurre a uno, se le ocurre a los otros; más bien a los otros. Y lo aprovecharon todos.
Así, el candidato presidencial basó su propaganda electoral en «el cambio», sin mayores explicaciones ni detalles, con la ventaja de conferir al buen juicio de cada cual, cómo interpretar los equívocos y sutilezas del vocablo.
Algunos creyeron en las garantías de salud para los menos favorecidos; otros, en el regreso de «nuestros muchachos» de esas tierras lejanas e inhóspitas; hubo quienes soñaron con mejoras en el sistema educacional; y hasta con una epidérmica reforma migratoria. Por no hablar de los que imaginaron prosperidad económica, en particular, sobre el empleo y las garantías habitacionales. Obama ponía las variaciones sobre el tema y los electores, las segundas partes, coro y orquesta.
En sus dos años de mandato presidencial, el exitoso joven senador afronorteamericano de ascendencia musulmana, no ha podido satisfacer más que migajas de las expectativas que levantó; en contraste, su popularidad ha caído en picada.
Sus palabras de cambio fueron asumidas por muchos al pie de la letra, como verdaderas letras de cambio que él no ha podido honrar. Y ahora sus acreedores le pasan la cuenta que se expresa en la merma récord de los curules congresionales demócratas.
Como ya se sabe, el hombre propone y la pandilla militar-industrial dispone. Aquellas ambigüedades se convirtieron en su inverso y los cambios habidos ponen las cuentas en rojo, a veces, al rojo vivo.
Se esperaba la reducción o retirada de tropas, pero aumentó su número; las supuestas mejoras educaciones empeoraron por reducción de asignaciones; el presupuesto militar iba a disminuir, pero devino el mayor de la historia; el incremento del empleo se transformó en el índice más elevado de desempleo en años; los incautos perdieron sus casas; y muy lejos de ser legalizados, los inmigrantes han sido criminalizados, como los gitanos en Francia.
La mitología griega asegura que Dionisio, dios del vino, Baco entre los romanos, quedó muy agradecido por la hospitalidad de Midas, el rey frigio, y ofreció concederle un deseo. El codicioso monarca le pidió el don de convertir en oro todo lo que tocara.
Al principio fue un divertimento encantador. El rey ponía sus dedos sobre cuanto objeto quisiera transformar y disfrutaba el vislumbre de los primeros reflejos áureos. La cosa se le complicó cuando sintió sed y descubrió que del cáliz caía en sus labios polvo de oro, nada potable, ni tampoco comestible. Sus riquezas, hechas a mano, lo iban a matar de hambre. El colmo llegó cuando cometió la imprudencia de besar a su hija y debió enfrentar con espanto a una irreversible estatua de oro macizo.
Horrorizado de su poder, el miserable rey Midas quiso deshacer el conjuro y apeló de nuevo a Dionisio, que le recomendó sumergirse un rato en cierto río. A ese baño de inmersión se atribuye la existencia de oro en el lecho arenoso del Pactolo.
El delfín Barack Hussein Obama debió confundir en su momento, a cuál dios debía pedirle sus favores y apeló a Ares, el de la guerra, Marte para los romanos. Y semejante patronato lo tiene en constante pugna: con su gabinete, con los generales que nombra y destituye, con sus propios electores, que le restan apoyo. Desde mañana deberá gobernar con minoría demócrata en la Cámara de Representantes. Y está por verse si logra su reelección.
Todo le ha salido al revés. Las esperanzas de cambio con Obama parecen haberlo convertido en el rey Antimidas: todo lo que toca se desdora.
Si uno se guía por los resultados de su gestión es evidente que las promesas electoreras cambiaron con el viento y ahora propone conciliaciones, y oír sugerencias de cualquier fuente. Si algo ha cambiado es el propio Obama.
Ay, Barack Hussein, clama su electorado al son de:
Fueron tus promesas
falsos juramentos
palabras que el viento
pronto se llevó.
Como me arrepiento
de haberte creído
por eso maldigo
tu infame traición.
3 de noviembre de 2010