Traduco para Rebelión por Silvia Arana
Llegué a Times Square alrededor de las 9:30 en la mañana del 11 de septiembre de 2001. Una muchedumbre miraba transfigurada las enormes pantallas de televisión. En ellas se podían ver columnas de humo elevándose por encima de las torres. Caminé rápidamente en dirección a la sala de redacción del New York Times en el número 229 de la calle 43, recogí unos cuadernos de notas, mi tarjeta de prensa del NYPD, la que me permitiría entrar en las zonas valladas por la policía, y me dirigí hacia el World Trade Center tomando el West Side Highway. Esta carretera estaba cerrada para el tráfico vehicular. Caminé pasando grupos de empleados de emergencia, policías y bomberos. En las calles estaban estacionados camiones de bomberos, vehículos de emergencia, ambulancias, autos de la policía y camiones de rescate.
La torre sur se derrumbó cerca de las 10:00 con un rugido gutural. Enormes nubes grises y giratorias de nocivo humo, polvo, gas, cemento pulverizado y yeso combinados con partículas de restos humanos envolvía el bajo Manhattan. La luz del sol estaba oscurecida. La torre norte colapsó 30 minutos más tarde. El polvo cubría Manhattan como un velo.
Me dirigí hacia el sitio donde habían estado las torres, pasando grupos de policías y bomberos estupefactos, cubiertos de ceniza, silenciosos. Saqué mi libreta de notas, les hice algunas preguntas pero nadie lograba articular ni una palabra. Movían la cabeza con tristeza y me hacían una seña para que me alejara. En el momento en el que arribé a la Zona Cero el sitio tenía la desolación de un paisaje lunar; pisos completos habían colapsado como un acordeón. Recogí trozos de papel de un piso, y unos cuantos papeles de 30 pisos más arriba. Pequeñas partes de cuerpos -el pie de una mujer dentro de su zapato, un fragmento de una pierna, una parte de un torso- estaban esparcidos entre los escombros.
Una gran cantidad de gente, quizás más de 200, empujando a través del humo saltaron hacia su muerte desde las ventanas que estaban rotas o que ellos habían roto. En algunos casos saltaron solos; en otros, en pares. Parecía que habían tomado turno, un cuerpo cayendo en cascada detrás del otro. El último acto de voluntad individual. La caída duraba unos 10 segundos, muchos agitaban el cuerpo o replicaban el movimiento de nadar, alcanzando 150 millas por hora. Sus ropas y en algunos pocos casos, unos paracaídas improvisados hechos con cortinas o manteles quedaron hechos jirones. Se estrellaban en el pavimento con un sonido enervante, dando golpes tremendos. Pum. Pum. Pum. Aquellos que lo presenciaron quedaron especialmente traumatizados por los sonidos que hacían los cuerpos al impactar en el suelo.
Las imágenes de los que saltaron resultaron demasiado fuertes para los canales de televisión. Incluso antes de la caída de las torres, los hombres y las mujeres cayendo de las torres fueron censurados de la transmisión en vivo. Algunas fotos aisladas aparecieron en los periódicos del día siguiente, incluyendo el NYT, que luego fueron prohibidas. El suicidio serial, uno de los elementos más cruciales e importantes de la narrativa del 11 de septiembre fue eliminado de la historia. Y continúa extirpado de la conciencia pública.
Las imágenes de la gente lanzándose desde los edificios no tenía cabida en el mito que la nación exigía. El destino de los que «saltaron» decía algo profundo, tan perturbador sobre nuestro propio destino, nuestra pequeñez y fragilidad en el universo, que tuvo que ser prohibido. Los que «saltaron» son un ejemplo de que hay umbrales de sufrimiento que generan una voluntad para morir. Los que «saltaron» nos recuerdan que para todos nosotros llegará un momento final cuando la única elección será, en el mejor de los casos, escoger cómo morir, no cómo vivir. Y que podemos morir antes de la última exhalación.
Sin embargo, el shock del 11/9 exigía imágenes y relatos de resistencia, redención, heroísmo, valentía, auto-sacrificio y generosidad; no de suicidio colectivo frente a la falta de esperanzas y desesperación.
Los reporteros en momentos de crisis se transforman en médicos clínicos. Recogen datos, hechos, descripciones, información básica y hacen entrevistas con tanto tacto como sea posible. Hacemos que los hechos encajen dentro de una narrativa conocida. No creamos hechos pero sí los manipulamos. Hacemos que esos hechos se acomoden a nuestra percepción de nosotros como estadounidenses y como seres humanos. Trabajamos dentro de los límites de nuestro mito nacional. Hacemos del periodismo y de la historia un refugio contra la memoria. Al fingir que el asesinato y el suicidio en serie pueden ser transformados en un tributo a la victoria del espíritu humano fue la mentira que le dijimos al público desde ese día y continuamos diciéndola. Solamente se puede dar sentido al presente mirando con la lente del pasado, como lo señaló el filósofo francés Maurice Halbwachs, reconociendo que «nuestras concepciones del pasado están influenciadas por las imágenes mentales que empleamos para resolver los problemas del presente, entonces, la memoria colectiva es esencialmente una reconstrucción del pasado con la luz del presente… La memoria necesita ser continuamente alimentada por las fuentes colectivas y sostenida por las estructuras sociales y morales».
Regresé esa noche a la mesa de redacción tosiendo a causa de las emanaciones producidas por asbestos, combustible de avión, mercurio, celulosa y materiales de construcción quemados. Me senté al frente de mi computadora, con la delgada máscara de papel colgando del cuello, y traté de escribir y de respirar normalmente. En la sala se podía distinguir claramente a todos los que habíamos estado en el sitio por la dificultad que teníamos para respirar. La mayoría estábamos convulsionados por el shock y el dolor.
Pronto, sin embargo, se manifestó otra reacción. Aquellos que estuvimos cerca del epicentro de los ataques, más que nada sentíamos dolor. Aquellos que habían mantenido cierta distancia, manifestaban con indulgencia un sentido nacionalista creciente y los llamados a la venganza sangrienta muy pronto se impondrían sobre la razón y la sanidad mental. El nacionalismo era una enfermedad que yo conocía íntimamente como corresponsal de guerra. Es contrario al pensamiento. Es básicamente una auto-exaltación. La otra cara del nacionalismo es siempre el racismo, la deshumanización del enemigo y de todos aquellos que cuestionen la causa. La plaga del nacionalismo surgió casi de inmediato. Mi hijo, que tenía 11 años, me preguntó cuál era la diferencia entre coches que llevaban pequeñas banderas de EE.UU. y coches que llevaban grandes banderas de EE.UU.
«La gente con las banderas verdaderamente grandes son los verdaderos idiotas», le contesté.
La muerte en el World Trade Center, el Pentágono y un campo de Pennsylvania fueron usadas para santificar las ansias de guerra del estado. Cuestionar el por qué de la guerra, se convirtió en un acto de deshonor de los mártires. Aquellos de nosotros que sabíamos que los ataques tenían su raíz en la larga noche de humillaciones y sufrimientos infligidos por Israel sobre los palestinos, por la imposición de bases militares de EE.UU. en el Medio Oriente y por las dictaduras brutales en los países árabes instauradas y sostenidas por EE.UU. éramos considerados apóstatas. Nos volvimos defensores de lo indefendible. Como me gritó en Berkeley Christopher Hitchens, éramos apologistas «de los terroristas suicidas».
Debido a que pocas personas iban a examinar las actividades de su país en el mundo musulmán, los ataques fueron declarados como incomprensibles por el estado y su perro faldero, la prensa. Aquellos que implementaron los ataques fueron rotulados como provenientes de una cultura y religión que en el mejor de los casos era primitiva y probablemente malévola. El Corán -aunque prohíbe el suicidio al igual que la muerte de mujeres y niños- fue representado como un manual de fanatismo y terror. Los atacantes simbolizaban el choque titánico de civilizaciones, la batalla cósmica que se estaba dando entre el bien y el mal, entre las fuerzas de la luz y de las sombras. Las imágenes de los aviones estrellándose en las torres y de los heroicos socorristas fueron mostradas una y otra vez. Fuimos inundados con historias penosas de los sobrevivientes y de las víctimas. Muerte y torres colapsando devinieron imágenes iconográficas. Los agentes de la guerra y el odio se apoderaron diestramente de las ceremonias de conmemoración. Estas se volvieron medios de justificación para hacerle a otros lo que nos habían hecho a nosotros. Y mientras gente inocente había muerto aquí, pronto otros inocentes comenzaron a morir en el mundo musulmán. Una vida por otra vida. Asesinato por asesinato. Muerte por muerte. Terror por terror.
En las semanas posteriores a los ataques se puso de manifiesto la vieja y conocida batalla entre la fuerza y la imaginación humana, entre los crudos instrumentos de la violencia y la capacidad por empatía y comprensión. Perdió la imaginación. Ganó la razón de la sangre fría, que no habla el lenguaje de la imaginación. Empezamos a hablar y a pensar con los clichés vacíos del nacionalismo, sobre el terror que el estado nos proporcionó. Nos volvimos lo que odiábamos. Las muertes fueron usadas para justificar las guerras «preventivas», la invasión de Irak, la ocupación prolongada, los asesinatos individualizados, la tortura, las colonias penales en ultramar, la matanza de familias en controles policiales, bombardeos aéreos de poblaciones, ataques con drones y misiles, y el asesinato de docenas, luego centenas, y luego miles, y luego decenas de miles, y finalmente de cientos de miles de gente inocente. Creamos pilas de cuerpos en Afganistán, Irak y Pakistán, y extendimos el alcance de nuestra máquina de asesinar a Yemen y Somalia. Y al beatificar a nuestros muertos, al cementar el miedo y el imperativo de guerra permanente en la psiquis nacional y al atizar la humillación colectiva, hizo posible que el estado cometiera crímenes, atrocidades y matanzas que en comparación empequeñecieron los ataques del 11/9.
«Es la primera muerte la que infecta a todos con el sentimiento de sentirse amenazados», escribió Elias Canetti. «Es imposible sobrevalorar el papel que desempeña el primer muerto en la chispa inicial del fuego de la guerra. Los gobernantes que quieren desatar una guerra saben muy bien que se deben procurar o inventar una primera víctima. No necesita ser una persona de importancia particular, y hasta puede ser alguien completamente desconocido. Nada cuenta excepto su muerte; y la gente debe creer que el enemigo fue responsable de la muerte. Cualquier causa posible de la muerte de la persona debe ser ocultada salvo una: su pertenencia al grupo, al cual uno también pertenece.»
Fuimos incapaces de aceptar la realidad de esta matanza anónima. Fuimos incapaces porque esta revelaba la horrible verdad de que vivimos en un universo moralmente neutral en el que la vida humana, incluyendo nuestra vida, puede ser apagada por una violencia indiscriminada y sin sentido. Esta demostró que no hay protección ni de Dios, ni del destino, ni la suerte, ni los presagios o del estado.
Todavía no hemos despertado y reconocido lo que somos en la actualidad, la erosión fatal de las leyes nacionales e internacionales y el desperdicio sin sentido de vidas, recursos y billones de dólares en guerras que nunca podremos ganar. No vemos que nuestros rostros se han vuelto tan distorsionados como los rostros de los que secuestraron los aviones hace una década. No nos damos cuenta de que ha triunfado la visión torcida de Osama bin Laden de un mundo de violencia indiscriminada y terror. Los ataques nos convirtieron en monstruos, en demonios grotescos, sádicos y asesinos que arrojan bombas sobre los niños de los pueblos y torturan a los cautivos, quitándoles sus derechos y manteniéndolos presos durante años sin respeto por las leyes. Actuamos antes de poder pensar. Y estamos atrapados en el fervor satánico de la violencia.
Como escribió Wordsworth:
La acción es transitoria -un paso, un golpe,
El movimiento de un músculo -de esta u otra manera-
Está hecho; y después en el vacío creado
Nos sorprendemos de lo que somos como traicionados:
El sufrimiento es permanente, lóbrego y oscuro,
Y tiene el carácter de lo infinito.
Podríamos haber tomado otro camino. Podríamos haber construido otro desenlace basándonos en la profunda simpatía y empatía que recorrió el mundo después de los ataques. El rechazo a los crímenes fue casi universal hace 10 años, incluyendo el rechazo en el mundo musulmán, adonde yo estuve trabajando en las semanas y meses posteriores al 11/9. Si los ataques hubieran permanecido en el ámbito de las agencias de inteligencia y la diplomacia, se podría haber abierto la posibilidad, no de la guerra y de la muerte, sino de una reconciliación y comunicación que ayudaran a corregir los males que cometimos en el Medio Oriente y los que cometió Israel con nuestro beneplácito. Fue un momento que desperdiciamos. Nuestra brutalidad y triunfalismo, producidos por nuestro nacionalismo y arrogancia infantil, revitalizaron el movimiento yihadista. Nos volvimos el instrumento más efectivo para reclutar militantes del movimiento islámico radical. Descendimos en la barbarie. Nos hicimos terroristas nosotros también. El triste legado del 11/9 es que, en ambos lados, ganaron los pendejos.
Fuente: http://www.truthdig.com/
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