Recomiendo:
0

La corrupción en EE.UU. supera ampliamente la corrupción diaria en África

El arte de la extorsión del Nilo al Potomac

Fuentes: Tom Dispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Introducción del editor de Tom Dispatch

     En EE.UU. corrupción rara vez es «corrupción». Tomemos como ejemplo a nuestro presidente, quien ha sido muy claro: no aceptará dinero de lobistas para su campaña electoral. El único problema: según el New York Times, es que 15 de sus principales «embolsadores», los que dan su propio dinero y solicitan el de otros -ninguno registrado como lobista federal- están «involucrados en cabildear en negocios de consultoría de Washington o compañías privadas», y juntan millones para Obama. También tienen acceso a la Casa Blanca respecto a asuntos políticos. Según un informe de junio del Centro por la Integridad Pública: «el presidente Obama otorgó chollos y nombramientos a casi 200 personas que reunieron grandes sumas para su campaña presidencial (2008), y sus principales recolectores de fondos han ganado millones de dólares en contratos federales».

    Los portavoces del presidente insisten en que, por cierto, ha cumplido su promesa, tal como es definida por la laberíntica legislación del lobby escrita por un Congreso repleto de futuros lobistas. Y hay que recordar que Obama se ve como Little Mary Sunshine en comparación con el campo de los candidatos republicanos a presidente que parecen determinados a hacer campaña en estrecha relación con todos los lobistas que puedan acorralar. Más de 100 lobistas ya han contribuido a la campaña de Mitt Romney, mientras Rick Perry ha ascendido evidentemente a la condición de candidato sobre los hombres de Mike Toomey, ex jefe de gabinete del gobernador, su amigo, y lobista recolector de dinero cuyos clientes «han obtenido 2.000 millones de dólares en contratos del gobierno del Estado [de Texas] desde 2008». Y es solo la punta del iceberg.

    Claro que nada de esto es «corrupción», solo es un modo de vida de ‘tú paga y yo hago política’, que se extiende al complejo militar-industrial y a un Pentágono que ha gastado solo en la última década 1 billón (millón de millones) de dólares para comprar nuevas armas a fin de «modernizar» su arsenal. Mientras tanto, cada alto funcionario civil, general, o almirante sabe que alguna compañía de armamentos lo espera con (por así decir) los brazos abiertos, cuando decida pasar por la puerta giratoria hacia el «retiro» y el sector privado. Los resultados son sorprendentes. El gigante del armamento Lockheed Martin pagó 12,7 millones de dólares en gastos de cabildeo en 2010. Ese año su jefe ejecutivo se llevó a casa 21,89 millones de dólares. Y la compañía acaba de informar de beneficios netos en el tercer trimestre de 700 millones, batiendo las expectativas de los analistas, y predice más de lo mismo para 2012. Ventaja para Lockheed.

    De la misma manera, los máximos consejeros económicos del gobierno provienen regularmente de (y acaban o vuelven a) los brazos de bancos y gigantescos grupos financieros, las mismas firmas que derraman dinero en campañas políticas. No es más que otra versión del mismo mundo confortable, bien organizado, en el cual, por ejemplo, Robert Rubin pasó de Goldman Sachs al gobierno como secretario del Tesoro de Bill Clinton en los años noventa, y luego se fue a Citigroup, al que ayudó a arruinar hasta que fue rescatado en condiciones tan generosas en noviembre de 2008. En esos años, ganó algo como 126 millones de dólares. Ventaja para Rubin.

    Pero hay que recordar: no se trata de corrupción. Solo sucede que así funciona nuestro mundo. Hay que acostumbrarse. Por casualidad, el movimiento Ocupad Wall Street no ha estado dispuesto a ajustarse a esa realidad, y como resultado, la corrupción se encuentra repentinamente en las mentes estadounidenses, como ha estado, por un tiempo, en la de Lawrence Weschler. Sucede que es uno de nuestros más capaces ensayistas, con una deslumbrante carrera de escritor. Su último libro: Uncanny Valley: Adventures in the Narrative (Counterpoint), que acaba de publicarse, cubre una gama típicamente inquietante de tópicos que van desde por qué los animadores digitales no son capaces de crear una cara humana verosímil a cómo se las arregla un montador de cine con sus películas bélicas en el contexto de la guerra. Lo que sigue es la versión de Weschler de una historia de corrupción estadounidense. Tom

El arte de la extorsión del Nilo al Potomac

La corrupción en EE.UU. supera ampliamente la corrupción diaria en África

A un poco más de una hora del viaje de cinco horas por la ferrosa meseta roja, hacia el sur a Kampala, capital de Uganda, aparece repentinamente el Nilo, una catarata espumeante, turbulenta, en esta época del año, hinchada por la lluvia, filamentosa y furiosa bajo el puente que la aboveda. Si las cataratas del Niágara se levantaran horizontalmente y un puente tambaleante formara un arco, estremecedoramente, por sobre el torrente, daría una impresión semejante al Nilo en Karuma.

Naturalmente, saco mi iPhone y comienzo a tomar fotos.

Al otro lado del puente, tres soldados esperan en medio de la carretera, con rifles colgados al hombro, y ordenan a Godfrey, mi conductor de Kampala, que nos detengamos.

«Estaba fotografiando el puente», anuncia uno de ellos, acercándose a mi ventana abierta. «Lo vimos».

«Tomar fotos del puente está expresamente prohibido», dice el segundo a modo de explicación, mientras el primero mete la mano y me arranca el iPhone. «Seguridad nacional. Los terroristas podrían utilizar fotos semejantes como ayuda para planificar un atentado contra el puente.»

«¿Piensa que me parezco a un terrorista?», pregunto. «Y en todo caso» grito mientras los soldados uno y dos se van, abstraídos, con su presa, «no estaba fotografiando el puente. Estaba fotografiando los rápidos. ¡El puente era precisamente lo único que no estaba fotografiando!»

No sirvió para nada. Abro la puerta de mi coche y comienzo a salir, pero el tercer soldado me empuja cortésmente hacia el interior y se apoya en la ventana mirándome amablemente. «Y además», sigo diciendo, «no había señales prohibiendo tales fotografías. En todo caso, si es tan dramático, simplemente devuélvame el teléfono y borraré las fotos. Pueden mirar.»

Comienzo a sentir pánico. Como en el caso de casi todo el mundo actualmente, gran parte de toda mi vida se encuentro al interior de ese maldito artefacto: contactos, calendarios, reservas de hotel, todos los coordinados de mis citas para los próximos días.

«Ah, no», el soldado tres sonríe de una manera sedosa practicada. «No se preocupe. No tiene que ver con usted. Es un asunto entre ugandeses. El culpable es su conductor. Él es ugandés, debería haber sabido de nuestra seguridad nacional y que nadie puede fotografiar el puente. Deje que ellos lo arreglen.»

Y por cierto, cuando me doy vuelta Godfrey ya no está sentado al volante. Está con los otros soldados, protestando. «No se preocupe», repite mi hombre con indulgencia, con una amplia sonrisa que se extiende por su cara como si fuéramos los mejores compinches. «Deles tiempo». Y luego, como para pasar el tiempo, agrega: «Entonces, ¿le gusta nuestro excelente país?»

Pasan los minutos y Godfrey y sus dos interlocutores siguen al otro lado de la carretera, involucrados en un ferviente coloquio -muchos gestos, agitación de los brazos, juego con los rifles, gritos, zalamerías, incluso carcajadas- hasta que finalmente, 15 minutos y 20 dólares más tarde, Godfrey vuelve lentamente al coche, se coloca en el asiento del conductor y me entrega el iPhone.

(Memorando a potenciales terroristas: Si alguno de vosotros quiere hacer volar el puente Karuma, asegúrense de tener a mano un pago por fotografiarlo de 20 dólares durante la fase de planificación).

En todo caso, Godfrey da vuelta a la llave, acelera el motor del coche, y reanudamos nuestra salida del cañón del Nilo y de vuelta a la meseta, plana, roja, y abundante en arbustos.

«¿Pasa a menudo algo semejante?» pregunto a Godfrey, quien pasa la mayor parte de su vida como taxista en Kampala.

«Todo el tiempo», asegura. Dos o tres veces por semana. Tiene que incluirlo en su presupuesto, y es una rúbrica importante. Solo el otro día, agrega, descendió por una calle de dirección única en medio de Kampala y descubrió, a unos doscientos metros, que estaba completamente inundada. Mientras volvía cautelosamente hacia la intersección, encontró a un policía de tránsito feliz a la espera de pasarle una fuerte multa por conducir en sentido equivocado por una calle de dirección única, sea eso o una propina de 10.000 chelines (unos 5 dólares, que en Kampala servirían para pagar dos buenas meriendas) a fin de hacer desaparecer el problema.

Es normal, siguió diciendo Godfrey. Los soldados son conscriptos, el policía de tránsito un modesto subordinado, y todos están notoriamente mal remunerados. O más bien sus superiores se apropian de una parte sustancial de sus salarios para ellos mismos, dejando a estos hombres con apenas lo suficiente para sobrevivir, ni hablar de mantener una familia. La oportunidad de conseguir sobornos se convierte en una ventaja necesaria de su tarea. El problema es, agregó, que una corrupción semejante afecta a todo el país, infectando virtualmente cada transacción con el Estado.

Mantenemos silencio durante algunos instantes, mientras pasamos los pequeños arbustos. Entonces Godfrey pregunta: ¿No pasa lo mismo en EE.UU.?

Ni siquiera dudo. No realmente, le digo: no de un modo tan flagrante, y no frecuentemente, ciertamente no todo el tiempo.

Solo que entonces me pongo a pensar, porque esa respuesta resulta ser demasiado resbalosa. No es que EE.UU. carezca de corrupción, agrego, o incluso una corrupción generalizada. Simplemente no es del bajo nivel y del tipo banal como lo que acabamos de vivir, en todo caso no en la mayor parte de los casos. En EE.UU., la corrupción se concentra en los ámbitos más elevados de la sociedad, y se disfraza, por ejemplo, bajo el manto de «finanzas de campañas electorales».

Las campañas electorales han llegado a ser tan costosas que los candidatos tienen que salir a mendigar, humildemente, ante cualquiera que esté dispuesto a financiarlos. Y los multimillonarios, millonarios, banqueros y operadores de fondos de alto riesgo y administradores de portafolios y directores ejecutivos y sus lobistas están, por su parte, felices de contribuir. Lardean a los «representantes del pueblo» con grotescas «contribuciones» después de las cuales esos representantes se muestran demasiado dispuestos a dar un giro y entregar miles de millones de dólares en incentivos tributarios específicamente seleccionados y subsidios estructurados específicamente para ellos, preciosos dólares que ya no se pueden utilizar para financiar escuelas, clínicas o plazas de recreo o para promover el bien público de alguna otra manera.

Y es peor que eso: una vez que se jubilan los congresistas o su personal superior consiguen casi invariablemente puestos de lobistas trabajando para las mismas industrias que antes controlaban, otro incentivo para no molestar a esos intereses adinerados mientras están en la nómina pública.

Así las regulaciones se vacían de sentido, suceden las calamidades, y adivina quienes se quedan con la carga de solucionar el inevitable lío, sea financiero, ecológico, o de cualquier otro tipo: sí señor, los contribuyentes. Las leyes tributarias son dictadas o a menudo simplemente escritas por lobistas de esos mismos intereses acaudalados, con todo tipo de dulces agujeros introducidos especialmente para ellos -a veces para ellos individualmente- de modo que, a fin de cuentas, el hombre más rico en EE.UU. informa de que paga una tasa de impuesto más baja que la de su secretaria.

«Está bromeando», interrumpió Godfrey. No: ¡Ni siquiera, se siente embarazado! La educación, entre tanto, se financia con los limitados impuestos locales sobre los bienes raíces, y los ricos se aseguran de que sea así. ¿El resultado? Sus hijos reciben una educación mucho mejor que los que viven en vecindarios más pobres. Cuando la gente trata de remediar esa injusticia mediante programas de acción afirmativa que por lo menos reconocen la injusticia de la competencia por lograr acceso, por ejemplo a la universidad, los ricos protestan y consiguen jueces que rechacen esos programas por racistas. Sin embargo, están perfectamente contentos al aprovechar otros programas que aseguran la aceptación de los hijos de ex alumnos, no importa su rendimiento escolar, y nadie dice nada. Todo es perfectamente legal.

En EE.UU., comoseñaló  W.E.B. Du Bois señaló casi al final de su vida, «Dejamos que haya quien tome riqueza que no es suya; si es ‘legal’ lo llaman altos beneficios. Y los que se benefician deciden lo que es legal».

En Uganda, la corrupción surge frecuentemente de la desesperación. En EE.UU., de un modo más habitual, sus fuentes son la codicia, pura y simple. Y es difícil decidir cuál es más desalentadora, más asquerosa, más repugnante.

Lawrence Weschler es director del Instituto de Humanidades de Nueva York en NYU. Su último libro, que acaba de ser publicado, es Uncanny Valley: Adventures in the Narrative (Counterpoint).

Copyright 2011 Lawrence Weschler

© 2011 TomDispatch. All rights reserved.

Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/175461/

rCR