Decenas de miles de personas se manifestaron ayer [sábado] en las calles de más de un centenar de ciudades de Estados Unidos en reclamo de justicia para el caso Trayvon Martin, joven negro de 17 años que fue ultimado en enero de 2012 por un guardia comunitario mientras caminaba por el vecindario de tal ciudad. […]
Decenas de miles de personas se manifestaron ayer [sábado] en las calles de más de un centenar de ciudades de Estados Unidos en reclamo de justicia para el caso Trayvon Martin, joven negro de 17 años que fue ultimado en enero de 2012 por un guardia comunitario mientras caminaba por el vecindario de tal ciudad. El pasado sábado, un jurado absolvió al autor confeso del homicidio, George Zimmerman, y convalidó con ello los argumentos de sus defensores en el sentido de que la agresión en contra de Martin fue un acto de legítima defensa, a pesar de que, de acuerdo con toda la evidencia disponible, el adolescente, además, estaba desarmado al momento de ser agredido.
Más allá de lo estrictamente judicial, el caso ha reabierto la inveterada discusión sobre la continuidad de la discriminación institucional y la violencia racial en el vecino país, cuyos orígenes se remontan al sistema esclavista que provocó la Guerra de Secesión estadunidense (1861-1865), que no dirimió ni eliminó episodios ominosos como la segregación racial y el asesinato de luchadores sociales como Martin Luther King y Malcom X.
Ciertamente, mucho ha cambiado la sociedad estadunidense entre la década de los 60 -época en que fueron ultimados los activistas referidos- y la actualidad, como lo evidencia el arribo, en 2008, del presidente Barack Obama. Sin embargo, la esperanza de que la elección de éste consumara la transformación de la circunstancia que enfrentan las minorías raciales en general -y la población afroestadunidense en particular- queda desmentida a la luz de los hechos y las cifras: bajo la gestión del actual mandatario, la población negra ha padecido el mayor índice de desempleo en la historia contemporánea de ese país -entre 12 y 15 por ciento, el doble que el de la población blanca-, y ello se traduce en un incremento de la pobreza y la marginalidad en ese sector. A ello se suma la continuidad de un racismo institucional que se ve reflejado en la criminalización, la estigmatización y el clima de violencia estructural a que son sometidos los ciudadanos pertenecientes a ese grupo racial.
Un hecho revelador, al respecto, es que mientras que la población negra representa 12 por ciento de los habitantes de Estados Unidos, 40 por ciento de los internos en penitenciarías y cárceles del vecino país pertenecen a ese sector.
Por lo demás, semejante circunstancia de marginación, discriminación e inequidad no se limita a los ciudadanos de raza negra; se reproduce, en mayor o menor medida, con los latinos, los asiáticos, los musulmanes y, en general, con todos los grupos étnicos distintos a la mayoría blanca, anglosajona y protestante (WASP, por sus siglas en inglés), la cual sigue representando el sector dominante -aunque declinante- en lo social, lo político y lo económico.
Por último, resulta obligado preguntarse hasta qué punto la persistencia de la violencia racial en Estados Unidos es un problema histórico, cultural, social e institucional circunscrito al ámbito interno de ese país, o bien es un correlato de su proyección como potencia hegemónica y belicista en el ámbito internacional. En cualquier caso, es desolador que, en una sociedad que goza de grandes niveles de desarrollo y de riqueza y que se empeña en ostentarse como modelo de civilidad ante el resto del mundo, tengan lugar episodios que denotan retraso cultural, propensión a la violencia y la barbarie e incapacidad de cerrar una de sus mayores y más vergonzantes heridas.