Recomiendo:
0

La nostalgia heterodoxa y otros argumentos

Fuentes: La Jiribilla

Nunca me ha convencido del todo aquella sentencia de que la nostalgia es por esencia reaccionaria, paralizadora, y mucho menos creo, porque me lo demuestra día a día la práctica, que todo sentimiento de añoranza por un pasado mejor implique postración, retroceso, inercia. Cuando se alcanza la edad que tenemos todos los escribientes en este […]

Nunca me ha convencido del todo aquella sentencia de que la nostalgia es por esencia reaccionaria, paralizadora, y mucho menos creo, porque me lo demuestra día a día la práctica, que todo sentimiento de añoranza por un pasado mejor implique postración, retroceso, inercia. Cuando se alcanza la edad que tenemos todos los escribientes en este dossier se comprende, solo entonces, que refocilarse en la memoria afectiva implica, también, insubordinarse contra un presente indeterminado, dubitativo e inseguro. Los buenos recuerdos parecen esperar por nosotros, a la sombra y al sereno, para servirnos de resguardo cuando lleguemos cansados, sedientos, y hartos de lidiar con un mundo empeñado en sumirse en el caos, la locura, el crimen y la desigualdad. Por eso hay tanta gente de mi generación que casi desfallece de nostalgia cuando se le habla de los muñequitos rusos, porque, aunque la protesta sea inconsciente, adorar a Pulgarcita, El antílope dorado o Máshenka, siempre implica un acto de inconformidad con el afeamiento, la vulgaridad y la estulticia de nuestra cotidianidad.

Para empezar por el principio, valga aclarar que los llamados muñequitos rusos no eran solo rusos, sino polacos, húngaros, alemanes y checos preferentemente. Además, había escuelas de animación en todas, o casi todas las repúblicas que entonces integraban la Unión Soviética, de modo que, en vez de rusos, tal vez estábamos viendo, sin distinguir las diferencias, animación moldava, kazaja o ucraniana. Como hace mucho, mucho tiempo superé la etapa de ingenuidad en que me sentaba delante del televisor Caribe a darme una tanda de lo que viniera, y el conocimiento adquirido siempre ayuda incluso a modular la nostalgia, quiero advertir que en este artículo me referiré a los muñequitos rusos de verdad, y especialmente a los producidos por Soyuzmultfilm, uno de los más importantes estudios de animación en el mundo, sobre todo a finales de los años sesenta y principios de los setenta.

Nunca estuve entre los entusiastas de Me las pagarás, con aquel lobo babeante, tosco, que parecía más deseoso de violar que de comerse a la coquetona y refinada liebre (por cierto, la conejita ¿era hembra, macho o travesti?, con aquellas pestañonas y aquel balanceo de caderas…) en fin, lo importante es que siempre, incluso niño, la serie me resultó simplona y aburrida. La misma opinión me suscitaba el paradigma «original», es decir, Tom y Jerry, en cuyos corretajes se inspiraba la tontaina del eterno acosador y su escurridiza, nunca alcanzada, víctima. A mí me gustaban los cuentos clásicos, rusos y extranjeros, y como los animados de Disney habían desaparecido de la televisión cubana (se veían muchos otros procedentes de EE. UU.: Betty Boop, Porky, Las Dos Urracas, El Pájaro loco y muchos otros) porque al parecer nos habíamos tomado demasiado al pie de la letra el ensayo Para leer al Pato Donald, pues entonces solo nos quedaba la didáctica bellamente ilustrada de los muy imaginativos y profesionales creadores soviéticos.

En este momento de mi vida no me interesa en lo más mínimo determinar si la facturación soviética (manual, con escasa tradición y menos recursos) era mejor o peor que la acuñada con sello exclusivo por la factoría Disney. Recuerdo mi deslumbramiento, ya mayorcito, en las salas de cine, con Pinocho, Cenicienta o La bella durmiente, pero los animados que veíamos a diario, en la televisión, los que nos inspiraron valores, ética, y cierto sentido de la belleza y del humanismo, aquellos que marcaron nuestra infancia, allá en los lejanos años setenta, o principios de los ochenta, fueron los soviéticos.

Uno de mis recuerdos más antiguos se relaciona con este tipo de cuentos. Tenía tres o cuatro años, y con alguna frecuencia me dejaban quedarme algunas tardes en el enorme caserón de los bajos, donde vivía una vecina solterona, con vicio de guardarlo todo, y cada rincón se desbordaba de fruslerías, adornos viejos y muchos libros, incluso de cuentos. Había uno que, según me cuentan, y yo recuerdo remotamente, reclamaba todos los días. Era una historia de Piotr Yershov, en verso (todo esto lo supe después gracias a Wikipedia) inspirada en los cuentos populares rusos. Lo que sí evoco con nitidez, porque volví a verlas cinco o seis años después, en la televisión, eran las imágenes del joven, sagaz y rubicundo zarevich Iván, ayudado por un caballo pequeño y jorobado, que tenía poderes mágicos o algo así. También había un pájaro de fuego y unos corceles blancos, deslumbrantes, con las crines al viento. Al final, el héroe tenía que zambullirse en unas cazuelas de aceite hirviendo, creo que para casarse con la princesa. Y por supuesto salía indemne de todas ellas.

Como hace tiempo tuve que dejar atrás la afición al abandonado éxtasis que provocan las películas, porque vivo de verlas, promocionarlas, explicarlas, hablar sobre sus defectos y virtudes, supe que mi deslumbramiento -primero con el libro y luego con el animado- estaba más que justificado. El caballito jorobado en versión animada es tal vez la obra maestra de Iván Ivanov-Vano, a quienes algunos críticos llaman el Walt Disney soviético. El primer dato que ofrece la Enciclopedia del Arte Soviético sobre Ivanov-Vano es que fue nombrado Artista del Pueblo en 1969 y desde 1951 militaba en el Partido Comunista. Después, añade que se especializó en la adaptación de cuentos folclóricos rusos como el ya mencionado, con una primera versión en 1948, pero la mala suerte hizo que se estropearan los negativos. El genial dibujante que fue Ivanov-Vano tuvo que empezar todo otra vez y en 1976, ya anciano, entregó un remake de El caballito jorobado (el que tantas veces pasó por la televisión cubana).

Ivanov-Vano también versionó, con el mismo dibujo preciosista y elegancia en la línea, Los cisnes salvajes (1950), una especie de oda al amor fraterno de una muchacha, quien debe sobrepasar pruebas terribles para salvar a sus hermanos de un hechizo que los convirtió en una manada de cisnes salvajes. Y también versionó, entre varios otros, La niña de nieve o Snegurochka (1952), un relato que, a decir verdad, yo no conocí en su versión animada, sino a través de un libro mil veces releído en mi infancia: Oros viejos, de Herminio Almendros.

Los animados soviéticos no solo redimensionaron lo ruso tradicional sino que asimilaban relatos de otras culturas. Recuerdo El antílope dorado (1954) que cuenta una historia de la India, basada en un cuento de Rudyard Kipling. Hay un malévolo, y muy ambicioso rajá, que intenta aprovecharse de la amistad entre un niño pobre y un antílope maravilloso, de ingrávido trote, que expulsa monedas de oro cuando golpea el piso con sus patas traseras. Cuando el rajá termina enterrado en el barro de su propia codicia, concluye una de las denuncias más sinceras de la avaricia -junto con El camaroncito duro, de La edad de oro– que pude apreciar en un tiempo en que entendía muy poco sobre la avaricia, y mucho menos sobre el valor del oro en el mercado. El director de El antílope dorado, Lev K. Atamanov, también condujo el destino de Soyuzmultfilm durante muchos años. Ignoro las virtudes o defectos de su gestión burocrática, pero sí estoy seguro de que supo aplicar su fe en la generosidad y la clemencia en esa obra, de líneas definidas en el más puro estilo art decó, que es La reina de las nieves (1957), inspirada en un cuento de Hans Christian Andersen, e incluso defendió el sacrificio o la inmolación que reclama la belleza en El ladrón de los colores (1959) en el cual un tubo de tempera negra, que es el malvado, rapta a todos los demás colores, y lo pinta todo (es decir la tienda donde viven los tubos de pintura) de azabache. El héroe, un tubo de pintura azul, en un acto suicida, se vierte completo, y muere, asegurando que el cielo siempre será celeste. Está claro que el «mensaje» del sacrificio por los otros, para lograr un futuro mejor, inundaba el arte soviético, desde El ladrón de los colores, hasta el ballet Avanzada y la película de Bondarchuk Ellos se batieron por la patria. Pero hasta donde llegan mis conocimientos de historia, la inmolación de alguien para tratar de cambiar el porvenir dista de ser una obsesión partidista soviética, y forma parte del progreso humano desde los tiempos de Sócrates, Jesucristo y Juana de Arco.

Acepto que muchos de aquellos dibujos animados, y en particular las obras de Atamanov carecen por completo de la ligereza que cualquier espectador esperaría de un entretenimiento concebido para niños, pero tampoco puede negarse que el artista lograba comunicar, de manera sencilla y muy pulcra, conceptos filosóficos y valores inmarcesibles sobre lo difícil, y dolorosa, que puede resultar la existencia. Tenía una amiga que achacaba su pesimismo, traumas y depresiones recurrentes al excesivo consumo de muñequitos rusos de estos sombríos y desencantados. Pero su problema siempre fue otro, que no viene a cuento ahora. Uno de los más realistas, y hasta desalentadores, es la obra maestra de Atamanov: La pastora y el deshollinador (1965) sobre dos miniaturas que cobran vida, y ella quiere escaparse del estatismo por la chimenea, sorteando mil peligros, para ver «el ancho mundo». El pobre y romántico deshollinador la carga, la protege y la encumbra. Cuando ya están en lo más alto de la chimenea, a la pastora le da una crisis de pánico, de frivolidad, se siente sucia y cansada, y le exige a su incondicional enamorado que la regrese a la quietud aburrida e inerte de la consola, donde ambos seguirán congelados para siempre en una pose galante. Es sencillamente sublime, porque entre otras cosas, descubre la razón de tanto romance fracasado: el insoslayable abismo que separa a dos enamorados cuando uno quiere quedarse inmovilizado en el anaquel, y a otro se le cansa la mirada de tanto desear el horizonte.