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El rastro de una entrega extraordinaria

La CIA llegó de noche

Fuentes: CounterPunch

Traducido para Rebelión por Germán Leyens

Llegaron a buscar a Jabour de noche. Los hombres le ordenaron que se diera vuelta hacia la pared mientras esposaban sus manos y aherrojaban sus piernas. Le vendaron los ojos. Lo llevaron de su celda en una prisión en Islamabad a una furgoneta que lo estaba esperando.

Condujeron a Jabour a un aeropuerto y lo llevaron a un baño donde le quitaron la venda de los ojos. Fue enfrentado por un grupo de estadounidenses que se comunicaban por señas.

Un médico se le acercó. Le tomó la presión y luego le inyectó una droga. Jabour comenzó a marearse. Le colocaron un capuchón negro sobre la cabeza y lo llevaron a un avión militar. Le esposaron las manos a la espalda. Fijaron sus piernas a una anilla en el piso del avión. «Pensé que era el fin de mi vida», dijo posteriormente Jabour.

Esta es la historia de una «entrega extraordinaria», solo un relato de los cientos de hombres a los que han secuestrado, torturado y deshumanizado en las guerras posteriores al 11-S.

Marwan al-Jabour es un palestino nacido en Amman, Jordania. En 1994, se fue a Pakistán, donde continuó su educación. En la primavera de 2004 Jabour fue detenido por el tristemente célebre Servicio de Inteligencia Paquistaní, ISI, después de cenar con un amigo y profesor universitario en Lahore. Lo llevaron a un centro de detención donde le interrogaron sobre su amigo y sobre la ubicación de militantes árabes.

Durante la noche le golpearon, le patearon y le sometieron repetidamente a choques con una picana eléctrica. Dos días después tres agentes estadounidenses entraron a su celda y le preguntaron por sus vínculos con al Qaida. Negó repetidamente toda relación con terroristas.

Jabour estuvo detenido en Pakistán durante casi un mes y le torturaron regularmente mientras proferían salvajes amenazas contra su esposa y sus dos hijos. Lo maniataron durante cuatro días consecutivos y hasta le negaron el derecho a orinar. Nunca lo acusaron de algún crimen o le permitieron que viera un abogado. Y entonces volvieron los estadounidenses.

Los hombres que lo colocaron en el avión esa noche trabajaban para la Agencia Central de Inteligencia. La prisión a la que lo llevaron era un sitio fantasma, una instalación secreta para interrogatorios de la CIA, en un rincón secreto de Afganistán.

Dos guardias condujeron a Jabour a una celda oscura 1 x 2 metros, donde le cortaron la ropa. Esposaron una de sus manos a un anillo de hierro en la pared. Encadenaron sus pies a un anillo semejante soldado al piso. Lo enfocaron con dos cámaras de vídeo. Unos altavoces tocaban a todo volumen música heavy metal, horas tras hora, noche tras noche. Lo dejaron de pie en la celda, desnudo.

Los guardias volvieron la mañana siguiente, le afeitaron la cabeza y la barba, lo desencadenaron y lo condujeron, desnudo, a una sala de interrogatorio. Había diez personas, incluidas dos mujeres y un médico. Filmaron al médico mientras revisaba el cuerpo desnudo de Jabour. Luego lo empujaron a una silla y esposaron sus piernas y sus manos. Un inmenso hombre, muy musculoso, llamado el «Marine» se colocó ominosamente detrás de él.

Sus interrogadores advirtieron a Jabour de que cooperara totalmente o lo encerrarían en la «caja para perros». Le mostraron una pequeña caja de madera de 90 x 90 cm. Le mostraron cientos de fotografías y lo interrogaron sobre cada una. Esto duró día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Lo alimentaban con comida rancia enlatada. Sus captores lo encadenaban arbitrariamente en posiciones contorsionadas durante horas.

Durante más de dos años lo sometieron a la misma rutina. Siempre le aherrojaban las piernas, su celda oscura, sus ojos vendados mientras lo llevaban de su celda a la sala de interrogatorio. Las respuestas de Jabour eran siempre las mismas. No era terrorista. No conocía a los hombres de las fotos. Nunca había tenido que ver con al Qaida.

Sin que lo supiera Jabour, la Corte Suprema dictaminó a fines de junio de 2006 que los detenidos por el gobierno como combatientes enemigos estaban bajo la protección de la Convención de Ginebra. Dos semanas después le dijeron que le iban a trasladar otra vez. Le volvieron a desnudar. Esta vez lo obligaron a ponerse un pañal.

Volvieron a filmar su cuerpo desnudo. Le colocaron bolas de algodón en los oídos y le pegaron cintas adhesivas sobre los ojos. Le pusieron una gruesa correa de caucho alrededor de la cabeza. Le fijaron una máscara sobre la cara. «Me sentí como una momia», dijo posteriormente Jabour a los investigadores de Human Rights Watch.

Antes de colocarlo en el avión, Jabour fue empujado por sus captores y obligado a sentarse en una silla junto a otro prisionero. Oyó tres disparos y luego lo introdujeron en un pequeño avión para un vuelo de cuatro horas a Jordania, donde le entregaron a los israelíes y le liberaron en Gaza. Había sido prisionero de la CIA durante más de dos años y medio.

Ahora Jabour lleva libre siete años. Sigue esperando que le hagan justicia. ¿Cuándo llegará? ¿Quién será el responsable?

Evaluamos sobriamente esta secuencia de horrores. Nuestros dientes rechinan, nuestros estómagos se revuelven. Nuestra indignación se intensifica con la revelación de cada iniquidad. Porque somos personas que tienen conciencia y sienten empatía. Sentimos vergüenza y cólera ante los asquerosos crímenes cometidos por nuestro Gobierno, en nuestro nombre. Porque expresamos nuestro disgusto, nos sentimos moralmente superiores a los torturadores.

¿Pero qué hemos hecho?

Preguntad a Jabour. Él lo sabe.

Jefrey St. Clair es editor de CounterPunch y autor de Been Brown So Long It Looked Like Green to Me: the Politics of Nature, Grand Theft Pentagon y Born Under a Bad Sky. Su último libro es Hopeless: Barack Obama and the Politics of Illusion. Para contactos: [email protected]

Fuente: http://www.counterpunch.org/2013/08/23/the-cia-came-at-night/

rCR