No necesitamos esperanza, sólo la verdad
(Albert Camus)
España secularmente ha desprendido un viejo olor entre la chamusquina y la naftalina. Entre la insidia y las apariencias. El sofisma y la necesidad -matrimonio sin amor- siempre se han aliado para intentar desembocar en el perdón y el olvido y garantizar la paz y la convivencia. Pero el olvido sólo suele funcionar como categoría en la poesía, y puede que en demasiados casos como fingimiento. Por eso, para muchos antifranquistas virtuales que no conocieron en vivo y en directo la dictadura, el Régimen del 78 y su Constitución son pura literatura, por lo falso y fingido. El catalanismo burgués, la alta burguesía catalana (nacionalista) también mamó de la gran ubre del franquismo. Seguramente habrá que reescribir estas líneas sin importancia en un nuevo texto (literario) y añadir que los hijos y nietos de aquella burguesía supremacista bien alimentada por el Generalísimo han sufrido el cólico del lactante (represión y represalias) provocado por el Estado español.
Ese olor añejo y entremezclado a quemado y alcanfor (tan nuestro) se ha vuelto a manifestar con las palabras mágicas para unos y nefandas para otros, amnistía y autodeterminación. La política o el arte de la camastronería. Los políticos construyen su propia ficción democrática porque como afirmaba T.S. Eliot el ser humano no soporta demasiada realidad, especialmente cuando está perdida, y hay que recuperarla escribiendo un increíble y gigantesco relato creíble como los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido de Proust, en los que la memoria individual e interesada, que es una telaraña de recovecos y espejismos, se convierte en memoria colectiva de un tiempo, de una época, que sólo se puede recobrar, revivir, en la ficción del libro.
Ahora resulta que el nacionalismo es generoso y filantrópico y hasta progresista. La ciencia del pasado ha demostrado a las claras que religión, dinero y nacionalismo han sido el germen de las mayores catástrofes que ha sufrido la humanidad. De hecho, todo nacionalismo, por esencia y fundamento, es una religión territorial y del dinero. Los nacionalistas son incorregibles e insaciables en su afán de etnicidad (los españolistas también).
Hacia 1884 Nietzsche proclamó oficialmente que Dios había muerto, quien está muerta en el presente y bien enterrada en tumba anónima es la ética (en el orden mundial). Platón y Aristóteles coincidían en que la política debe tener un propósito moral. Era uno de los pocos principios en que coincidían maestro y discípulo, que es precisamente en lo que no coinciden los profesionales de la política. Los dos colosos del pensamiento occidental vivieron la transición de la oralidad a la fijación de los escritos, del diálogo vivo y humano al artificio de la escritura y su interpretación. De la realidad a la ficción.
Y detrás de la actualidad, entre bastidores y a pie de calle, muchos jóvenes españoles están quemados porque no consiguen una vivienda digna -hipotecas inalcanzables, alquileres estratosféricos-, aunque tienen el derecho consagrado en los Grandes Papeles. Muchos jóvenes españoles están quemados porque no tienen un trabajo digno, aunque tienen el derecho atribuido en los Papeles Magnos (esto también es constitucionalidad).
Y cuando la combustión interna de la desazón llega a su máximo en el organismo y la angustia se corporeiza contra el hábito de respirar, aparecen los jóvenes suicidas y con ellos los actores políticos, que se ponen estupendos y solemnizadores con la necesidad de potenciar la atención a la salud mental (no consolidan siquiera la Atención Primaria), el establecimiento de protocolos contra el suicidio (serían más urgentes protocolos concretos para la vida) Otra vez la realidad diluida en la ficción y la ficción haciendo realidad. Los jóvenes no se suicidan por estética, rebeldía o amor como hacían los jóvenes románticos imitando al ficticio joven Werther de Goethe. Los jóvenes del siglo XXI que no vivirán la lustrosa agenda 2030 se aniquilan porque la rebosadura del dolor ya es incontenible en el recipiente del cuerpo. Y el sistema educativo no es refugio para mitigar o evadir el sufrimiento. Es un engendro burocrático-administrativo incapaz de transmitir una verdad duradera aplicable a la sociedad. Tiene un exceso irritante de tecnología, ordenancismo y pedagogía abstrusa, y le falta valentía, docencia y decencia, en conocimientos y en valores. Y de ese aparato tecnocrático se está amamantando plácidamente un personal numeroso sin pisar un aula (otro cuento). La progresista Ley Celaá lo único que tiene de avance es el progresivo desmantelamiento a través de la educación de la cultura humanística y de la cultura científica en los mismísimos establecimientos escolares que deben propugnarlas. Lo que había antes. Más de lo mismo. La ficción más burda dentro de la realidad más alienante dominada por el neoliberalismo. Que todo cambie para que todo siga igual. Ahora lo llaman progreso. Antes se llamaba gatopardismo. La literatura, esa ficción poderosa, no para de enseñarnos.
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