Probablemente a una parte de la crítica intelectual mexicana le cueste trabajo aceptarlo explícitamente, sin embargo, parece existir cierto consenso implícito acerca de la idea de que la primera presidencia de Donald J. Trump fue benéfica para México en muchos aspectos, empezando por aquellos de los cuales depende la estabilidad sociopolítica en este país.
Y es que, en efecto, si se excluyen del análisis a las voces que desde la extrema derecha celebran el triunfo electoral de Trump porque en él ven la oportunidad de cabildear con el próximo presidente estadounidense la posibilidad de intervenir en México, en favor de sus propios intereses, entre las voces que quedan, no sería en absoluto falsario o impreciso afirmar que, ahí, la valoración del paso de Trump por la Casa Blanca de Estados Unidos no fue un acontecimiento tan sencillo de descalificar como un desastre para México.
Sin duda, una de las razones que explicaría esta especie de autocensura cómplice con el trumpismo hunde sus raíces más profundas en el pudor que aún genera la idea de aceptar que un personaje tan reaccionario y despreciable desde muchos puntos de vista, como él, pueda representar algo bueno o positivo para este país americano, cuando para el mundo (empezando por Palestina y Cuba) y hasta para su propia población (empezando por las mujeres, las diversidades sexuales y las clases trabajadoras) puede suponer, inclusive, un desafío existencial.
Puestas así las cosas, es indudable que resulta cuando menos comprensible que la renuencia de esa parte de la intelectualidad mexicana a reconocer en la nueva presidencia de Trump algo positivo para México se ancle en el temor a que dicho posicionamiento sea interpretado colectivamente, en la agenda pública y de los medios de comunicación, como un apoyo o una defensa velada, hipócrita o eufemística de Trump y de todo lo que él y su movimiento representan.
Tradicionalmente, en el contexto mexicano, después de todo, por lo menos desde la revolución conservadora de Nixon y la reacción neoliberal de Reagan y Bush, los mandatos presidenciales de extracción republicana en Estados Unidos han sido interpretados como coyunturas de profunda calamidad para este país y para el resto de América precisamente porque estos personajes han hecho política ondeando banderas y movilizando pasiones colectivas que entre las sociedades americanas también son consideradas parte de cierto ideario asociado con experiencias de profunda y extendida virulencia autoritaria. Por oposición, a cada nueva administración de signo demócrata se la pensó como la antítesis pura del republicanismo y de sus valores y, en consecuencia, como un referente en el cual las fuerzas políticas americanas podían fundamentar su propia lucha contra sus propias revoluciones conservadoras y reacciones neoliberales nacionales.
Así pues, con el paso de los años, en gran parte del continente americano, el republicanismo fue asociado con el intervencionismo descarnado, unilateral y egoísta de los intereses estadounidenses en la región, mientras que las presidencias demócratas fueron asimiladas, en general, con ideas de mayor cooperación, construcción de consensos y procesos de toma de decisiones multilaterales, negociadas. En ningún caso, por supuesto, desapareció la idea de que Estados Unidos es una potencia imperial, que no tiene aliados, sino socios coyunturales y/o circunstanciales, según lo indiquen sus intereses, y capaz de avasallar, por su poderío político, económico, militar y cultural, a cualquiera de sus contrapartes en el continente americano. Sin embargo, eso no evitó que, en el balance histórico que se hacía de cada administración presidencial estadounidense, las republicanas siempre aparecieran como presagios de una mayor conflictividad regional y de una mayor injerencia del coloso del Norte en el Sur.
La historia de las relaciones bilaterales y multilaterales de Estados Unidos con América y con otras partes del mundo, no obstante, demuestra que las cosas nunca han sido así de simples. Un demócrata, por ejemplo (y, además, uno de los que históricamente se considera más progresistas o corrido hacia la izquierda dentro del espectro ideológico estadounidense; no así en otras partes del mundo), Barack Obama, es responsable no sólo de radicalizar guerras que su antecesor republicano, George W. Bush, había desatado durante su mandato, sino que, aunado a ello, se encargó de dinamitar muchos más conflictos e intervenciones en África y Oriente Medio que los de sus tres predecesores juntos. En América, por otra parte, aun cuando las intervenciones directas fueron pocas (mayoritariamente ubicadas en El Gran Caribe), la estrategia estadounidense de intervención continental se siguió materializando, sólo que a través del despliegue de la lucha armada en contra del narcotráfico internacional, recurriendo a estrategias de contrainsurgencia que, en lugar de minimizar los saldos de la guerra y los niveles de violencia por ella generados, los incrementaron.
Y por si ello no fuese poco, cuando el mundo atravesó por una de sus depresiones económicas más agudas en casi cien años (la de 2008), los ajustes estructurales promovidos por su administración en la arquitectura financiera internacional fueron a tal grado hostiles para las clases trabajadoras del mundo que, a esas alturas, ya resultaban indistinguibles de las que en su momento promovieron expresidentes estadounidenses salidos del Partido Republicano para instaurar a sangre y fuego el neoliberalismo en varias partes del mundo.
John F. Kennedy, considerado por la historiografía estadounidense y occidental como otro de los grandes exponentes de los valores políticos profesados por el Partido Demócrata de Estados Unidos, a semejanza de Obama, también fue electo presidente en su momento en un contexto en el que su candidatura parecía representar una ruptura radical respecto de las políticas de guerra que hasta los años sesenta del siglo XX habían seguido republicanos como Eisenhower y demócratas como Truman. Y, sin embargo, para no variar, fue su breve presidencia la que más hizo por ahondar y ampliar la participación de Estados Unidos en las guerras coloniales de la región indochina. Para los pueblos de América, además, su paso por la Casa Blanca fue sinónimo del despliegue de varias ingeniosas estrategias de contención de las luchas sociales, populares, obreras y campesinas que en esos años bullían en distintas partes del continente (principalmente en el Istmo Centroamericano, el Gran Caribe y el Cono Sur).
¿De dónde, entonces, proviene esa sutil proclividad intelectual, en México y en el resto de América, a ver en las administraciones demócratas un menor riesgo a su estabilidad respecto del que se da por descontado con presidencias republicanas? Quizá tenga que ver con el hecho de que los presidentes republicanos tienden a privilegiar más en sus políticas exteriores a otras regiones del mundo, en general; y a enredarse mucho más profundamente en disputas de poder con otras grandes potencias (la Unión Europea, Rusia y, antes de ella, la URSS, China), en particular. O quizá, también, con el hecho de que, además de Kennedy y de Obama, los otros tres presidentes demócratas que gobernaron Estados Unidos entre esos dos mandatos (Lyndon B. Johnson, Jimmy Carter y Bill Clinton) brillaron más por su mediocridad y su torpeza o por los escándalos que los rodearon y los problemas en los que se sumergieron, que por sus logros en esa materia. Probablemente el motivo sea que el último de ellos (hasta antes de Trump), Obama, fue un presidente negro y el único que en más de medio siglo materializó la normalización de relaciones bilaterales con Cuba. Cualquiera que sea la razón, de lo que no parece quedar duda alguna es de que, al otro lado de la ecuación, a los republicanos se los percibe mucho más peligrosos, agresivos y desestabilizadores, sobre todo, por su violenta y virulenta retórica política, más allá de si cumplen con sus amenazas o no.
En el contexto actual, en México, éste (la retórica política republicana) parece ser precisamente el criterio que lleva a muchos y muchas intelectuales a renegar explícitamente de lo mucho que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024) se benefició del paso de Donald J. Trump por la presidencia de Estados Unidos (2017-2021). Empero, hay algunos elementos que justifican esa apreciación: más allá de las dificultades que para la relación de ambos Estados supuso la pandemia de SARS-CoV-2 y de lo mucho que ésta obligó a ambas partes a replegar su política exterior, lo que parece ser incuestionable es que, a pesar de ser dos mandatarios inscritos en tradiciones políticas y tributarios de corpus ideológicos tan distintos y tan distantes entre sí (Trump ubicado en la extrema derecha; López Obrador, en la izquierda nacional-popular), el nacionalismo que uno y otro profesaban les hacía converger en la idea común de que a ambas naciones les iría mejor si ambos gobiernos se concentraba en atender primero sus agendas de política doméstica. Y fue ese ideario y esa apuesta programática nacionalistas, de hecho, lo que en última instancia condujo a que, ante el retroceso estadounidense, México pudiera aprovechar la oportunidad para fortalecer su propia política interior sin tener que lidiar con la resistencia de los intereses estadounidenses con presencia en territorio nacional. Es decir, desde el punto de vista del plan de gobierno de López Obrador, era el aislacionismo trumpista el que le estaba haciendo el favor de contener o de erradicar como un factor de oposición a sus políticas públicas la reacción que éstas pudiesen suscitar entre las corporaciones estadounidenses afectadas por ellas.
Piénsese, por ejemplo, en que una prioridad del gobierno de Trump, la repatriación de capitales para apuntalar la reindustrialización estadounidense, ofreció al primer gobierno mexicano de la Cuarta Transformación la oportunidad de sustituir viejas inversiones privadas gringas con capitales nacionales e, inclusive, con inversión pública; permitiendo a López Obrador apuntalar su agenda de fortalecimiento del Estado como agente rector de la actividad económica en el país y, de paso, también beneficiar económicamente a las élites empresariales mexicanas (la burguesía nacional), atenuando su rebeldía ante la política de redistribución de la riqueza emprendida por el obradorismo y calmando sus ansias de sabotear al gobierno federal en funciones por ser un auténtico desafío democrático. Las referencias cruzadas en las que uno y otro se referían a su contraparte como su amigo, un gran presidente, un hombre fuerte, de carácter o visionario, etc., lejos de ser la evidencia de que ambos personajes abrevaban de las mismas fuentes ideológicas, fueron la muestra de que lo que cada uno hacía para fortalecer a su Estado y a su economía en lo interno, el otro lo veía como una oportunidad de hacer avanzar su propia agenda.
¿Implican todas estas consideraciones, en consecuencia, que el segundo mandato de Trump (2025-2029) también será una oportunidad que pueda aprovechar el gobierno de Claudia Sheinbaum, en México, en lugar de suponer un riesgo de inestabilidad real y potencial? Aunque es muy pronto, aún, para adelantar cualquier tipo de pronóstico medianamente acertado, a estas alturas sí es posible, no obstante lo anterior, afirmar que las cosas no serán tan sencillas como parece que lo fueron para López Obrador. Y esto, fundamentalmente, por tres factores. A saber: en primer lugar, lo evidente: Donald Trump es un político y una persona sumamente sexista y el hecho de que Claudia Sheinbaum sea una mujer de con un liderazgo fuerte seguramente lo hará sentirse inseguro o, por lo menos, de vez en vez lo llevará a buscar formas de reafirmar su hombría y la superioridad natural que cree tener ante su homóloga cuando la presidenta mexicana no ceda dócilmente a sus exigencias (sobre todo porque las que resultan fundamentales para Trump son las que involucran a la relación bilateral con México y éstas, a su vez, sí suponen un riesgo de inestabilidad para este último país; empezando por la política de aranceles, el incumplimiento del Tratado de Libre Comercio y la militarización de la frontera). Claudia, a su vez, ante estas situaciones no podría darse el lujo de mostrarse débil y ni siquiera conciliadora, pues la reacción mexicana y sus amplias filas de opositores y opositoras harán de esos gestos su principal ariete para mostrarla como una mujer sumisa ante un macho bravucón.
En segunda instancia, algo que ya comienza a confirmarse es que en este segundo mandato, Trump se rodeó de personajes que, inclusive, lo rebasan a él mismo por la extrema derecha, lo cual no es poco decir. Perfiles como el de Elon Musk (ahora parte del Departamento de Eficiencia Gubernamental) y el de Marco Rubio —de confirmarse su nombramiento en el Departamento de Estado—, pero no sólo ellos, son indicativos de que, inclusive si Trump no llega a cumplir con todas sus amenazas y, en cambio, se comporta de nuevo como un presidente mucho más vociferante que actuante, mucho más ambiguo que preciso, la diplomacia mexicana no la tendrá fácil para lidiar con estos personajes que en distintas ocasiones han demostrado ser mucho más consecuentes y radicales que Trump en sus posicionamientos.
Habrá que ver, por supuesto, que tantos márgenes de maniobra gozarán y qué tanta incidencia directa tendrán en el trato bilateral con México (y multilateral con el resto de América), toda vez que, precisamente porque son hombres con su propia fortaleza política, el propio Trump podría sentirse opacado por su desempeño en los roles gubernamentales que les asigne. Sin embargo, al margen de eso, de lo que no queda duda es de que, por lo menos en este aspecto, el menor de los problemas que tendrá la política exterior de México hacia Estados Unidos es Trump. Y es que, dependiendo de los perfiles que al final encabecen carteras como el Departamento de Estado, el de Energía, el de Defensa y los servicios militares y de inteligencia, México podría verse ante un escenario en el que tendría que lidiar con varios frentes de tensión; sobre todo porque los nombres que hoy se barajan para asumir esas posiciones ven en la agenda soberanista de Sheinbaum una afrenta a los intereses nacionales de Estados Unidos.
Y ese es precisamente el tercer factor distinto: a pesar de que Sheinbaum y Trump comparten la matriz nacionalista que reguló las relaciones entre Trump y López Obrador, en este caso, ya no es tan claro que ese sólo factor sea capaz de hacer coincidir las agendas de gobierno de ambas administraciones. En el caso mexicano, además, mucho de esto tiene que ver con la visión de Estado que promueve Sheinbaum en materia de soberanía energética, alimentaria y de recursos naturales, pero también con el hecho de que, desde el sexenio de Andrés Manuel, México ha buscado en China a un socio con el cual pueda contrapesar las fluctuaciones de la economía estadounidense y, especialmente, su dependencia tecnológica. En este caso, por ello, no es sólo la disputa comercial con China por los carros que se exportan desde México hacia el coloso del Norte sino, sobre todo, la necesidad estadounidense de contener una mayor penetración de los desarrollos tecnológicos de punta en la economía mexicana.
Quizá a estos tres puntos habría que sumar, además, el que internamente la presidenta de México también tiene que lidiar con liderazgos al interior de la 4T que sólo esperan a las elecciones intermedias de 2027 para comprobar qué tanto desgaste ha sufrido su presidencia y, entonces sí, apostar por la conquista de mayores márgenes de autonomía política propia para ejercerla a lo largo de la segunda parte del sexenio, con miras, por supuesto, al relevo presidencial. Esa disputa interna, en particular, puede ofrecerle un ariete a la diplomacia estadounidense para comenzar a horadar la fortaleza de la presidenta de México desde distintos frentes. Y aunque Sheinbaum atinó a concentrar los tratos bilaterales con Estados Unidos en la Secretaría de Relaciones Exteriores, acotando las capacidades de la diplomacia estadounidense para sembrar en ellas enemistades potencialmente peligrosas para el gobierno en funciones, el paso del sexenio no asegura que esta estrategia se pueda sostener y mantener intacta. La disputa política interna, en México, la puede dinamitar según se reacomoden las correlaciones de fuerzas.
Por el momento, en consecuencia, no queda más que agradecer que la extrema derecha republicana que ejercerá el control gubernamental y la dirección estatal de Estados Unidos a lo largo de los siguientes cuatro años por lo menos es lo suficientemente cínica en la expresión de sus intenciones como para que en México se puedan tomar cartas en el asunto. Con los gobiernos de extracción demócrata, por lo contrario, ese siempre ha sido un problema: sus discursos políticos y diplomáticos son refinados, a menudo con un elevado grado de complejidad y elegancia intelectual. Sin embargo, casi siempre dicen expresan lo contrario de lo que en verdad se termina haciendo. Acá, plausiblemente, ese quizá no sea un problema (el tener que descifrar la corrección política y los eufemismos que tanto fascinan a los demócratas), aunque sí lo serán las muchas variantes de extrema derecha que confluirá en una misma administración. Habría que esperar que sean las disputas internas en el republicanismo las que hagan el trabajo sucio de depurar las determinaciones que se tomen en política exterior. Pero si el trumpismo logra fagocitarlas a todas por completo, entonces los escenarios serán otros y serán mucho menos sencillos de calibrar.
Fuente del texto: https://razonypolitica.org/2024/11/12/trump-y-mexico-convergencia-de-intereses/
Ricardo Orozco. Internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro del Grupo de Trabajo sobre Geopolítica, integración regional y sistema mundial del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales. https://razonypolitica.org/
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