Hace veinticinco años, una amplia coalición progresista de manifestantes bloqueó y finalmente clausuró las reuniones de la Organización Mundial del Comercio en Seattle. Un veterano activista y periodista reflexiona sobre los virajes y cambios de la izquierda estadounidense desde entonces.
Hace veinticinco años, a primera hora de una mañana fría y gris, una modesta procesión de unos ochenta manifestantes salía de una iglesia del centro de Seattle en dirección al cercano centro de convenciones. Caminaban en silencio, cada uno sumido en un momento de reflexión personal. Por encima de ellos ondeaban varias mariposas monarca de papel maché pintadas con colores brillantes y sujetas a largos cables metálicos, una señal visual para cualquiera que se separara del grupo.
Las calles, empapadas por la lluvia, estaban vacías, pero todos esperaron a que el semáforo se pusiera en verde para cruzar juntos. Cuando llegaron al cruce de la Sexta Avenida con Union Street, se encontraron con una fila de policías que permanecían pasivos en el otro extremo de la intersección. Los activistas coparon el cruce de calles. Algunos se sentaron en la acera mojada y se tomaron de los brazos. Otros empezaron a bailar y a tocar el tambor. Las mariposas de papel maché flotaban en lo alto.
Yo fui una de las personas que se sentaron y se agarraron de los brazos. Otros grupos de manifestantes organizados de forma similar tomaron otros doce cruces alrededor del Centro de Convenciones del estado de Washington. Nuestro objetivo era paralizar la sesión inaugural de la cumbre de la Organización Mundial del Comercio (OMC), en protesta por el empeño de la OMC para concentrar aún más el poder de la economía mundial en manos de unos pocos, a expensas de la mayoría y del mundo natural.
Una hora más tarde, miles de manifestantes llegaron en masa desde el norte y el oeste. El centro de Seattle estaba atestado de manifestantes que coreaban, bailaban y cantaban. Unas marionetas gigantes de papel maché flotaban sobre la multitud festiva. Cuando los delegados de la OMC intentaron entrar en el Centro de Convenciones del Estado de Washington, se encontraron con un muro de gente que no se movía.
Este carnaval surrealista de resistencia se vio interrumpido por bombas de estruendo, balas de goma, gas pimienta y nubes de gas lacrimógeno cuando la policía desplegó su arsenal «menos letal» contra nosotros. Pero ya era demasiado tarde para salvar la jornada inaugural de la cumbre, que pronto se clausuró. Las manifestaciones continuaron durante toda la semana y más de quinientos manifestantes fueron detenidos.
Lanzada con poca fanfarria en 1994 como un organismo internacional con sede en Ginebra, encargado de sincronizar las normas del comercio mundial, la extralimitación de la OMC la convirtió rápidamente en el elemento perfecto para unificar a una amplia coalición de grupos de protesta. Para los partidarios de la globalización empresarial, las protestas fueron un escándalo. En su columna del New York Times, Thomas Friedman nos denunció como un «arca de Noé de defensores de la tierra plana, sindicatos proteccionistas y yuppies en busca de su dosis de los años 60».
A última hora de la noche de la cumbre de la OMC, cientos de «terraplanistas» estábamos celebrando una vigilia ante la cárcel del condado de King por nuestros compañeros detenidos cuando recibimos una noticia sorprendente. De manera increíble, las conversaciones para iniciar una nueva ronda de negociaciones comerciales mundiales habían fracasado. Los delegados de África, América Latina y el Caribe se habían unido y se negaban a dejarse presionar por Estados Unidos, Europa, Canadá y Japón para llegar a un mal acuerdo. Algunos de ellos citaron las protestas en las calles para subrayar lo impopular que era la agenda de la OMC, incluso en Estados Unidos. Fuera de la cárcel, un gran estruendo se elevó en el aire.
Utilizando el micrófono de esos megáfonos que popular que más tarde serían empleados por el movimiento Occupy Wall Street y haciendo pausas para permitir que la multitud repitiera sus palabras, el veterano activista de la Nueva Izquierda Tom Hayden nos felicitó y nos instó a hacer más.
«Nunca pensé —clamó— que llegaría el momento… de que una nueva generación de activistas… se abre camino entre esas aguas… en las que supuestamente iba a ahogarse su idealismo… y logra salir a la superficie… ¡Sonriendo!… ¡Luchando!… ¡Riendo!… ¡Bailando!… ¡Marchando!… Con desobediencia civil… ¡Renovando la democracia americana!… Expresando concretamente… solidaridad… No sólo aquí en Estados Unidos… sino en los rincones más lejanos de la Tierra… más allá del ojo de los medios de comunicación… Así que han… ralentizado la maquinaria de destrucción… pero no puede tratarse de… ralentizar el ritmo de destrucción… ¡Hay que apuntar a… acelerar el ritmo de creación… de un nuevo mundo!… De un lugar mejor».
Un cambio en el sentido de lo posible
Los mejores momentos de la izquierda ocurren cuando aprovecha un profundo anhelo de cambio y altera nuestro sentido de lo que es posible. Pensemos en las Marchas de la Libertad, en la Marcha sobre Washington, en Occupy Wall Street, en la campaña Bernie 2016, en el levantamiento por George Floyd. La Batalla de Seattle fue uno de esos momentos. Pareció surgir de la nada al final de una década políticamente plácida. Fue la primera protesta masiva en la que los organizadores utilizaron Internet y los teléfonos móviles en su beneficio. Durante los veintiún meses siguientes desencadenó una oleada de protestas multitudinarias, llenas de colorido y confrontación, allí donde se reunían los líderes mundiales y empresariales.
Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, el movimiento desapareció.
Aunque las cuestiones específicas que animaron las protestas contra la OMC —el retroceso de las normas medioambientales y laborales, la alteración de las leyes de protección de los consumidores y la ampliación de los derechos de patente de las empresas, por nombrar algunas— eran importantes, el enfrentamiento de Seattle giró en última instancia en torno a una cuestión más amplia: ¿Podría nuestra democracia, ya profundamente viciada, seguir sirviendo al bien común? ¿O iba a ser totalmente capturada por los intereses corporativos?
Para las fuerzas de la codicia neoliberal, la batalla de Seattle fue una derrota humillante, aunque no definitiva. Para los movimientos sociales progresistas, fue una victoria espectacular. Aunque en la narrativa posterior a la protesta cada facción de la coalición contra la OMC tendió a centrarse en sí misma al final, la suma de todos los grupos principales en Seattle fue mayor que las partes por separado.
Organizaciones No Gubernamentales como el International Forum on Globalization y Public Citizen, de Ralph Nader, aportaron la claridad intelectual y argumentos sólidos sobre por qué eran necesarias las protestas. Los sindicatos fueron lentos y cautelosos, como suelen serlo. Pero fueron los que congregaron a más gente y dieron a las estridentes protestas un rostro obrero con el que la clase media estadounidense podía identificarse. La anarquista Direct Action Network (Red de Acción Directa, DAN por sus siglas en inglés) organizó y formó a miles de personas —incluido este autor— para participar de los bloqueos humanos que paralizaron el centro de Seattle.
DAN surgió de Arts & Revolution, una red de colectivos radicales de la costa oeste que pretendía hacer que las marchas de protesta fueran más festivas y atractivas visualmente. Las marionetas gigantes de papel maché eran una de sus señas de identidad. DAN surgió de una tradición de acción directa no violenta de masas descentralizada que se remonta a los últimos días del movimiento contra la guerra de Vietnam y a los movimientos antinucleares, de solidaridad con Centroamérica y otros movimientos radicales de los años setenta y ochenta.
Las unidades básicas de este tipo de protesta son los grupos de afinidad (pequeños grupos de cinco a veinte personas que se conocen y se tienen confianza) que se coordinan a través de un consejo de portavoces (compuesto por representantes de los grupos de afinidad). Varios grupos de trabajo —alimentación, atención médica, comunicaciones— formados para ayudar en la protesta, también funcionaron según el modelo de grupos de afinidad. La toma de decisiones a todos los niveles se realizó mediante un proceso de consenso. Este enfoque, cuando funciona bien, permite abordar las preocupaciones de todos antes de que un grupo avance con una decisión, creando un compromiso más profundo y un sentido de solidaridad entre los participantes.
Además de DAN, estaba el black block, un grupo renegado de unos cincuenta anarquistas vestidos de negro, muchos de los cuales eran de Eugene, Oregón, y habían participado activamente en sentadas y campañas de acción directa para preservar los bosques antiguos del noroeste del Pacífico. Actuaron con independencia de la DAN e hicieron caso omiso de sus directrices contra la destrucción de propiedades. En su lugar, utilizaron la protesta más amplia como escudo tras el que esconderse mientras destrozaban los escaparates de Starbucks, Old Navy, Nordstrom y otras muchas marcas corporativas emblemáticas.
Esto enfureció a muchos manifestantes, que temían que las acciones del black block empañaran la percepción que el público en general tenía de las protestas contra la OMC. Dado que la mayoría de los manifestantes creía en la necesidad de ganarse a ese público más amplio en lugar de alienarlo innecesariamente, esas acciones no consensuadas suponían un problema para el movimiento en general. El black block era un pequeño espectáculo secundario en un acontecimiento mucho mayor, pero acaparó una atención desproporcionada por parte de unos medios de comunicación corporativos ávidos de sensacionalismo.
El modelo de Seattle se globaliza y luego desaparece
Dos días después de cerrar la reunión inaugural de la OMC, me uní a varios miles de personas que marcharon por el centro de Seattle y bloquearon la entrada de la cárcel del condado, realizando un cordón y arriesgándonos a la detención para exigir que se permitiera entrar a los abogados del movimiento que visitaban a nuestros compañeros encarcelados. El bloqueo duró varias horas antes de que las autoridades accedieran a nuestras peticiones.
El ambiente era electrizante. Por primera vez en días, tuve la oportunidad de recuperar el aliento y reflexionar. En ese instante, supe que lo que había estallado en Seattle no se detendría allí. Miles de personas que habían sido transformadas por esa experiencia volverían a casa e inspirarían y organizarían a otros para que se unieran a este movimiento contra la dominación corporativa. Muchos otros que observaban desde lejos también se sentirían movidos a actuar.
Durante los veintiún meses siguientes, se organizaron protestas masivas similares e intentos de cierre al estilo de Seattle allí donde se reunieran las élites mundiales: en los encuentros del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial primero en Washington, DC, y luego en Praga; la reunión de la Organización de Estados Americanos (OEA) en Windsor, Ontario; los encuentros del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) en Quebec; el G8 en Génova, Italia, así como las convenciones nacionales republicana (Filadelfia) y demócrata (Los Ángeles) del 2000.
Los medios de comunicación corporativos etiquetaron el movimiento como «antiglobalización», pero éramos cualquier cosa menos nacionalistas estrechos de miras. En realidad, se trataba de una contienda entre dos visiones de la globalización: una desde arriba, dedicada a reforzar el poder corporativo y a erosionar el ya exiguo nivel de vida de la clase trabajadora internacional, y otra desde abajo, arraigada en la democracia de base y la solidaridad internacional.
Este creciente «movimiento de movimientos» fue acompañado por el surgimiento de Indymedia, una red de colectivos de medios de comunicación radicales en más de doscientas ciudades de todo el mundo. Indymedia fue pionera del periodismo ciudadano. Antes de que existieran los blogs o las plataformas de medios sociales como Facebook y Twitter, Indymedia tenía un servicio de noticias de publicación abierta que facilitaba a los «periodistas ciudadanos» compartir sus reportajes —ya fueran impresos, en vídeo, audio o fotos— sin tener que pasar por la aprobación de los guardianes de los medios corporativos. En una época en la que publicar en Internet exigía conocimientos de código informático, esto supuso un avance histórico, aunque la calidad y fiabilidad de este tipo de periodismo variaba enormemente.
Concebido inicialmente como un proyecto de una semana de duración para las protestas de la OMC, la cobertura de Indymedia resultó tan popular que los activistas de los medios de comunicación de todo el mundo empezaron rápidamente a crear sus propios sitios web Indymedia de temática local. Estos sitios tenían el mismo formato básico que el original: un servicio de noticias de publicación abierta a su derecha, una columna central en la que los editores del sitio presentaban las historias más importantes del servicio de noticias y una columna izquierda con una lista de hipervínculos con ciudades en las que había colectivos de Indymedia activos. Si se producían protestas radicales en otra ciudad o país, a menudo Indymedia era el primer lugar al que se acudía para conocer las noticias.
La cumbre del G8 celebrada en Génova (Italia) en julio de 2001, reunió a 300.000 manifestantes y fue testigo del primer caso de un manifestante asesinado por la policía. En Estados Unidos, los organizadores se preparaban para las reuniones semestrales del Banco Mundial y el FMI en Washington, DC. El Banco Mundial tenía fama de orientar a los países en vías de desarrollo hacia formas de desarrollo insostenibles. Y el FMI tenía una terrible reputación por imponer onerosos programas de ajuste estructural a esos países, a cambio de préstamos de emergencia cuando sus economías inevitablemente se tambaleaban.
Se esperaban multitudes de 100.000 personas o más, y por primera vez dirigentes de la AFL-CIO iban a unirse a las acciones de desobediencia civil. La alianza «Teamsters & Turtles» de sindicalistas y ecologistas que apareció por primera vez en Seattle se mantenía firme.
Entonces ocurrió el 11 de septiembre.
Fue la noticia durante semanas. Tras el 11-S, las élites políticas y mediáticas atizaron el dolor y el miedo de la opinión pública con llamamientos a la guerra. El presidente George W. Bush prometió vengarse de los «malhechores» que habían planeado el ataque. Sus índices de aprobación pública subieron hasta un estratosférico 92%. Para el ala estadounidense del movimiento por la justicia global, el 11-S fue un acontecimiento comparable con un invierno nuclear. Los sindicatos y las principales ONG se retiraron de las protestas contra el FMI y el Banco Mundial. La manifestación siguió adelante, pero la participación fue escasa y fácilmente contenida. En los años siguientes hubo otros intentos de reavivar el «espíritu de Seattle», pero no llegaron muy lejos. El mayor y más vibrante movimiento de protesta en Estados Unidos desde el final de la guerra de Vietnam desapareció de la vista del público casi de la noche a la mañana.
No alcanza con el cierre
Sin embargo, incluso antes del 11-S, el movimiento se enfrentaba a una serie de vientos contrarios.
Después de Seattle, los organizadores de las protestas siguieron pidiendo a sus compañeros activistas que buscaran el «cierre» de los eventos. Pero las fuerzas del orden ya estaban totalmente preparadas y las protestas no los volverían a tomar desprevenidos, como pasó con el Departamento de Policía de Seattle, que las subestimó enormemente. Además, los medios de comunicación locales de la siguiente ciudad afectada apostarían a reproducir las imágenes de los destrozos de vidrieras del black block, advirtiendo que esta amenaza estaba a punto de llegar a su localidad. Lo que había sido un extraordinario acto de desobediencia civil masiva y no violenta en Seattle se presentaba ahora como el alboroto nihilista de unos descontentos resentidos.
Esto perjudicó a los organizadores, que tuvieron más dificultades para reunir el tipo de coalición amplia que se vio en Seattle. Mientras que la perspectiva de disturbios puede atraer a un pequeño puñado de activistas como polillas a una luz, la mayoría de la gente irá en otra dirección. Para complicar aún más las cosas, los líderes mundiales empezaron a celebrar sus reuniones en lugares más remotos. La cumbre de la OMC de 2001 se celebró en Qatar, una monarquía absoluta donde toda forma de protesta pública es ilegal.
El movimiento había confundido una táctica única —el cierre de una reunión— con una estrategia. No supo evolucionar y, al enfrentarse a circunstancias radicalmente distintas tras el 11-S, se hundió.
Otro de los defectos del movimiento fue su inclinación por lo que el filósofo político Theodor Adorno denominó «accionismo», la protesta porque sí, sin ningún objetivo ni dirección claros. Mientras los grupos de afinidad tomaran las calles, y se produjera un número de detenciones lo suficientemente alto como para que la acción pareciera importante y se cubriera ampliamente en Indymedia había una sensación de logro. Estábamos haciendo… algo.
Paralelamente a este énfasis en la acción por sí misma, existía una incapacidad para ponernos de acuerdo sobre por qué protestábamos o cómo podíamos conseguirlo. Para los sindicatos, era importante «sentarse a la mesa» cuando se negociaban los acuerdos comerciales. Las ONG tendían a hacer hincapié en objetivos como el «comercio justo» y el empoderamiento de la «sociedad civil». El ala más radical del movimiento se identificaba a sí misma como «anticapitalista» y «antiautoritaria».
Una palabra que rara vez se oía era «socialismo». Apenas una década después del colapso de la Unión Soviética, el socialismo no estaba de moda. Dependiendo del punto de vista desde el que se mirara dentro del movimiento por la justicia global, el socialismo 1) era viejo, rancio e irrelevante, 2) sonaba muy bien pero era tan grandioso que resultaba irrealizable, o 3) era un proyecto estatista opresivo que había aplastado la libertad individual y era tan malo como el propio capitalismo.
Algunos activistas llevaron el tercer punto a su conclusión lógica de que la idea misma de organización era intrínsecamente sospechosa y que había que resistirse a cualquier signo de jerarquía, aunque mermara la capacidad de acción de un grupo. «Seremos libres cuando todos estemos desempoderados por igual» podría haber sido el lema de esta corriente del anarquismo.
Después de Seattle, me lancé a Indymedia, informando desde las calles de Washington, DC, Filadelfia y Quebec. Cuando conocí a los organizadores de la naciente Indymedia de Nueva York, que hablaban de crear un Centro Indymedia que no fuera sólo un sitio emergente de una semana sino que se comprometiera a proporcionar una cobertura de base continua de las cuestiones que afectaban más directamente a la vida de la gente, me entusiasmé. En Nueva York tuvimos la suerte de contar con un colaborador de Indymedia que nos cedió un loft de dos mil metros cuadrados en pleno Manhattan, con salas de reuniones, conexión a Internet de alta velocidad (algo casi inaudito por aquel entonces), una pequeña cocina y una ducha. Viviendo y trabajando en ese espacio, me sumergí en las contradicciones de Indymedia y del movimiento en general.
Nuestro proyecto más ambicioso era un periódico impreso mensual, el Indypendent. Lanzado en septiembre de 2000, el Indy pasó rápidamente de cuatro a dieciséis y a veinticuatro páginas, y adquirió una relevancia adicional tras el 11-S, cuando se convirtió en el único periódico de nuestra maltrecha ciudad con una clara voz antibélica y antiimperialista.
Este éxito vino acompañado de dolores de crecimiento. Mientras utilizábamos el proceso de consenso, nuestro colectivo mantuvo angustiosas discusiones sobre si estaba bien corregir los fallos gramaticales y arriesgarse a diluir la «voz auténtica» de un escritor. Se produjeron debates aún más acalorados sobre la aceptación de determinados tipos de publicidad, sobre si tener una jerarquía editorial basada en habilidades o si había que dirigir el periódico como un noticiero de Indymedia, así como sobre la aprobación de pequeñas rentas para que un par de nuestros voluntarios pudieran dedicar más tiempo a ser organizadores.
En cada coyuntura, acabamos tomando las decisiones que hicieron crecer el periódico y lo volvieron más impactante y sostenible. Pero, por Dios, fue agotador llegar hasta allí.
La Batalla de Seattle había sobrealimentado el apoyo a los ideales y prácticas ultraliberales, sobre todo en lo que hacía al proceso de consenso. Poco a poco me di cuenta de que nuestra fe en el consenso nos cegaba ante sus defectos. A menudo consumía mucho tiempo, lo que privilegiaba a cierto tipo de activistas que no tenían otros compromisos vitales. Al dar a tan sólo uno o dos individuos el poder de bloquear, paralizaba la toma de decisiones colectiva. En términos más generales, el proceso de consenso tiende a romperse cuando los miembros de una organización tienen objetivos y prioridades diferentes.
Una cosa es que un pequeño grupo de personas que se conocen y confían unas en otras busquen la mejor manera para cortar una calle en una protesta masiva. Y otra cosa es que existan desacuerdos fundamentales sobre cuál debe ser la dirección de una organización o cómo debe gestionarse.
El proceso de consenso también elude el hecho de que el conflicto es inherente a la política. Nuestro primer reflejo fue creer que estábamos fallando en el proceso de consenso, no que el mecanismo nos estuviera fallando a nosotros. En realidad, estábamos utilizando un proceso de toma de decisiones inadecuado para nuestra situación. Muchos proyectos activistas de aquella época —incluidos varios Centros Indymedia— no se dieron cuenta de esto y quedaron destrozados por sus problemas con el consenso.
Renacimiento
Una vez aclarada nuestra dirección en el Indypendent, nos establecimos en una rutina, publicando cada tres semanas durante muchos años antes de pasar más tarde a ser mensuales. Las agitadas protestas de la época de Seattle dieron paso a grandes marchas antibelicistas cuidadosamente coreografiadas. Wall Street hundió la economía mundial en 2008, mientras el conservadurismo duro de George W. Bush daba paso al tibio liberalismo de Barack Obama. Casi tres años después de la quiebra de Wall Street, del desempleo masivo y de los millones de ejecuciones hipotecarias que provocó, el único movimiento de protesta que había surgido como respuesta era el derechista Tea Party.
Con el paso del tiempo, a veces me preguntaba: ¿Habría sido Seattle un destello efímero sin consecuencias duraderas? Todo parecía políticamente muerto, igual que a finales de la década de 1990.
Entonces, el 17 de septiembre de 2011, un par de miles de personas se reunieron en la punta del Bajo Manhattan y marcharon por Broadway hasta el Parque Zuccotti. Un contingente más pequeño acampó y pasó la noche allí. Fue el comienzo de Occupy Wall Street.
Los anarquistas que pusieron en marcha Occupy se inspiraron en el levantamiento de la plaza Tahrir en Egipto y en las posteriores acampadas de protesta contra la austeridad que tomaron plazas públicas en Grecia y España. Su objetivo no era disputar el poder, sino crear un espacio prefigurativo que mostrara cómo la gente podía alimentarse y cuidarse mutuamente fuera del capitalismo. Con su grito de guerra «Somos el 99%» y algunos errores relevantes del Departamento de Policía de Nueva York, Occupy atrajo rápidamente el interés de otros grupos de izquierda, sindicatos y público en general. Una nueva generación de activistas se estaba abriendo camino entre esas aguas que se suponía ahogarían su idealismo.
El movimiento Occupy se extendió rápidamente por docenas y luego cientos de ciudades y pueblos de Estados Unidos y más allá, a medida que la gente establecía sus propios campamentos de protesta en parques y plazas públicas. Establecer un campamento de protesta permanente tenía varias ventajas. Proporcionaba un punto de partida para marchas de protesta derivadas. Era un imán para los medios de comunicación y un punto de encuentro para todo tipo de personas y movimientos. Por su funcionamiento como comunidad utópica, ofrecía a la gente una visión fugaz de cómo podría ser y cómo podía sentirse un mundo más allá del capitalismo.
La red Indymedia había alcanzado su punto álgido en torno a 2004 y en 2011 había desaparecido casi por completo. Esta vez, los activistas difundieron las noticias a través de Facebook y Twitter y mediante canales de retransmisión en directo, en lugar de hacerlo desde en un espacio común compartido. Sospecho que muchos de los activistas más jóvenes de Occupy nunca habían oído hablar de Indymedia.
Con sus denuncias de un sistema económico y político amañado, su organización descentralizada y sus tácticas audaces y de confrontación, Occupy era el heredero de la Batalla de Seattle. Occupy transmitió ese legado, tanto en sus aspectos buenos como en los malos. El micrófono popular que se improvisó por primera vez frente a la cárcel del condado de King en 1999 se convirtió en uno de los pilares de Occupy. El auge de Occupy supuso la repentina participación de cientos de personas en las asambleas generales nocturnas de Zuccotti Park, que continuaron utilizando el proceso de consenso. Los líderes de hecho de Occupy se sintieron tan frustrados por las asambleas generales que empezaron a reunirse y a tomar decisiones por su cuenta. Era totalmente previsible, pero como se transmite tan poca historia y conocimiento de los movimientos previos, los Occupiers tuvieron que aprender de sus propios errores.
Una nueva política de izquierda
Con su formulación del 99% contra el 1%, Occupy devolvió la clase a la política estadounidense por primera vez en medio siglo o más. Inspiró la campaña por un salario mínimo de 15 dólares. Y preparó el terreno para las dos campañas presidenciales de Bernie Sanders, que hicieron estallar el mensaje central de Occupy sobre un sistema económico y político amañado.
La campaña Bernie 2016 demostró que millones de estadounidenses estaban dispuestos a apoyar un programa de izquierda —Medicare for all, Green New Deal, abolición de la deuda estudiantil, aumento del salario mínimo— que respondiera directamente a sus necesidades. También demostró que el candidato adecuado puede recaudar suficiente dinero online de los trabajadores de a pie como para ser competitivo contra a un oponente que depende de la financiación del 1%. Su éxito al ganar veintidós primarias estatales y asambleas electorales contra la maquinaria de Clinton hizo tambalear suposiciones largamente arraigadas en la izquierda sobre la inutilidad de participar en la política electoral, especialmente en todo lo relacionado con el Partido Demócrata.
Dos figuras clave en la construcción de la infraestructura nacional que impulsaron la campaña de Bernie fueron los veteranos de Occupy Wall Street Winnie Wong y Charles Lenchner. Al inicio de la campaña de Bernie, crearon doscientas páginas de Facebook diferentes a favor de Bernie y entregaron las contraseñas a los organizadores de base, que siguieron adelante sin ningún tipo de orientación por parte de la campaña oficial. Cuando terminó la temporada de primarias de 2016, la campaña de Sanders hizo un llamamiento a sus seguidores para que llevaran a casa la «revolución política» presentándose como candidatos a cargos locales.
Dos años después, las cuatro primeras integrantes del Escuadrón —Alexandria Ocasio-Cortez, Rashida Tlaib, Ilhan Omar y Ayanna Pressley— fueron elegidas congresistas. Decenas de «berniecrats»y socialistas puros y duros ganaron elecciones legislativas estatales y de los ayuntamientos. Por primera vez en décadas, la izquierda se estaba afianzando en los pasillos del poder.
El ascenso de los Socialistas Democráticos de América (DSA, por sus siglas en inglés) —la mayor organización socialista de Estados Unidos desde al menos la década de 1940— fue un acontecimiento especialmente digno de mención. Algunas de las prácticas fundamentales de la DSA contrastan fuertemente con muchas de las actividades organizativas posteriores a Seattle. En lugar del proceso de consenso y la tiranía de la falta de estructura, se había creado una sólida democracia interna en la que los líderes de todos los niveles de la organización eran elegidos por votación y debían rendir cuentas.
Había una atención incesante a las campañas electorales y temáticas de cara al público. El mero hecho de participar en campañas puerta a puerta para tratar de conseguir un apoyo mayoritario para un candidato socialista requiere de cierta humildad. Para la izquierda, la voluntad de escuchar a la gente, comprender su punto de vista y tratar de encontrar puntos de interés común escasea desde hace tiempo. Otra diferencia clave fue la voluntad de entrar en los pasillos del poder e intentar arrancarle cambios a un sistema político hostil.
En un contexto de desigualdad cada vez mayor, los sindicatos ganaron popularidad en la última década, especialmente entre los trabajadores más jóvenes. El DSA contribuyó a avivar esa tendencia con cientos de miembros que han pasado a formar parte de los grupos de base de los sindicatos establecidos y apoyaron al Comité de Organización de Emergencia en el Lugar de Trabajo, que ayudó a miles de trabajadores no organizados a crear sus propios sindicatos. Al musculoso trabajador industrial que todavía era el arquetipo sindical predominante en Seattle se le unió el barista veinteañero de Starbucks con fluidez de género que puede haberse inspirado en Black Lives Matter o en las campañas de Bernie para organizarse. Y es algo hermoso.
Aquí en Nueva York, la DSA logró un bloque de nueve legisladores estatales socialistas democráticos que desempeñaron un papel clave en las reformas de la ley de alquileres, en la obtención de 2.500 millones de dólares en ayuda pandémica para los inmigrantes indocumentados y la legislación Green New Deal que puso al Estado de Nueva York en camino de ampliar enormemente su suministro de energía renovable controlada públicamente.
Desde la perspectiva de hace veinticinco o incluso diez años, los logros de la izquierda post-2016 habrían sido inconcebibles. Al mismo tiempo, no es ni mucho menos suficiente. Los movimientos autoritarios de derecha tuvieron mucho más éxito que sus homólogos de la izquierda igualitaria a la hora de ganar elecciones en Estados Unidos. Y ahora nos encontramos asomados al abismo de una segunda administración Trump.
Nuestro sistema político está diseñado para aplastar a los movimientos idealistas, como señaló Tom Hayden a la salida de aquella cárcel de Seattle. Si queremos volver a «frenar el ritmo de destrucción» y «acelerar el ritmo de creación», he aquí algunas sugerencias extraídas de las lecciones que aprendí en los últimos veinticinco años.
Construye coaliciones amplias. Si tu coalición no te incomoda, probablemente lo estás haciendo mal. No se trata de trabajar siempre con personas que estén al 100% de acuerdo con nosotros, sino de ser lo suficientemente flexibles, cuando se presenten los momentos, para aprovechar las oportunidades y conseguir victorias que de otro modo no serían posibles. La alianza progresista ONG/laboral/anarquista de Seattle es un poderoso ejemplo de lo que puede ocurrir cuando jugamos bien juntos.
Un movimiento en crecimiento es un movimiento ganador. Si tu movimiento se encoge y se vuelve más aislado, estás fracasando. Trata cada protesta no sólo como un lugar donde desahogarte, sino como una oportunidad para participar en actividades de divulgación y educación que pueden hacer crecer tu movimiento. Enmarca tus acciones y mensajes considerando esto.
Acepta las contradicciones. Construir movimientos eficaces que puedan lograr cambios en el capitalismo siempre será difícil. Recaudar fondos es difícil. Tratar con los medios de comunicación corporativos es frustrante. Explicar tu causa a un público general que puede ser escéptico, apático y estar mal informado es agotador. Afronta esa adversidad y hazlo lo mejor que puedas.
Esto es más útil y, según mi experiencia, más satisfactorio que refugiarse en los espacios seguros de los activistas o caer en las narrativas de la ultraizquierda sobre cómo debemos seguir a uno u otro grupo de vanguardia cuya teoría del cambio está desvinculada de la realidad y será descartada de plano por la mayoría de la clase trabajadora.
Siempre hay esperanza, incluso en los tiempos más sombríos. Tanto Seattle como Occupy parecieron surgir de la nada. Es probable que vuelva a ocurrir cuando Donald Trump y su equipo de demolición inevitablemente se extralimiten.
Aunque actuar estratégicamente es crucial, no te vuelvas tan práctico que pueda perder futuros momentos de impulso cuando algo salvaje e inesperado capture la imaginación del público. Es probable que los organizadores que «se salgan de las líneas» sean jóvenes y provengan de los márgenes de lo que se considera como un activismo respetable.
Aprecia a los compañeros que encuentres por el camino. Aunque organizar en la izquierda no es fácil, ofrece la oportunidad de trabajar en conjunto a muchas personas extraordinarias que están dispuestas a actuar desde la solidaridad, ya sea luchando por sus propias comunidades, por sus compañeros de trabajo o por alguien que ni siquiera conocen.
Del anarquismo a Bernie
Entonces, ¿cómo llegué de un lugar en el que creía con entusiasmo en los ideales y prácticas anarquistas del movimiento por la justicia global de principios de la década de 2000 a mis puntos de vista actuales, que están más alineados con la corriente socialista inspirada en Bernie que surgió en la última década? La batalla de Seattle me causó dos impresiones duraderas que marcarían mi forma de pensar sobre el activismo político.
La primera, vinculada con el poder de un movimiento profundamente igualitario para desatar las energías participativas de todos los que se unen a su labor, quedó plasmada en el cierre masivo y no violento de la OMC que instigó la Red de Acción Directa.
La segunda, que considera que el poder de la izquierda es mucho mayor cuando existe una amplia unidad, se puso de manifiesto en Seattle con la alianza de ONG progresistas, sindicalistas y anarquistas, cada uno haciendo su parte.
Para el ala radical del movimiento por la justicia global, el triunfo en Seattle alimentó una confianza en algunas de nuestras prácticas, como el proceso de consenso, que a menudo era injustificada. Debido a ello, el movimiento se fue haciendo cada vez más subcultural y políticamente aislado.
En mi trabajo con el Indypendent, trabajé sobre la idea, inspirada por la amplitud de la coalición de Seattle, de que debíamos hablarle a un amplio espectro de grupos progresistas y radicales y no sólo a un pequeño subconjunto de anarquistas. Mi pensamiento en esta línea también se vio influido por los años anteriores a la Batalla de Seattle, en los que viví una existencia nómada, trabajando como agricultor emigrante, recorriendo a dedo 75.000 millas en diecisiete países, aprendiendo nuevos idiomas y conociendo diversas culturas, empezando por la mía propia.
A partir de esa experiencia, llegué a comprender que la forma en que la minoría de los que están muy politizados habla con la mayoría que no lo está marca toda la diferencia. No podemos dar por sentado que la gente ve las cosas como nosotros y limitarnos a sermonearla. Si queremos que nuestras ideas lleguen a buen puerto, tenemos que hacer el duro trabajo de encontrarnos con la gente y comunicarnos de forma que puedan entendernos fácilmente.
En última instancia, muchos de nosotros, en el entorno posterior a Seattle, nos enfrentamos a las contradicciones entre las tendencias subculturales automarginadoras del movimiento y el deseo de tener un impacto y una relevancia más amplios. En el Indypendent, optamos por lo segundo. Esto significaba desprendernos de los dogmas anarquistas sobre el valor de construir una organización y obtener los recursos para mantenerla en funcionamiento. Cada vez que imprimíamos un periódico y cubríamos nuestros gastos mensuales, participábamos en la economía de mercado. Al mismo tiempo, llegábamos a decenas de miles de neoyorquinos con información, análisis y una visión del mundo que no encontrarían en ningún otro sitio. Estábamos dispuestos a hacer concesiones.
En este proceso, la cobertura del Indypendent fue evolucionando a lo largo de los últimos veinticuatro años a la par que los movimientos y las campañas que cubrimos. La campaña de Bernie en 2016, por ejemplo, nos obligó a replantearnos nuestros supuestos sobre la política electoral y sobre cómo los movimientos pueden interactuar con el Partido Demócrata.
Aun así, nunca abandonamos del todo nuestras raíces anarquistas. El periódico está disponible de forma gratuita en toda la ciudad de Nueva York gracias al apoyo financiero de nuestros lectores y a la ayuda de una red de administradores buzones de barrio. Aun así, nunca abandonamos por completo nuestras raíces anarquistas y espontáneas. El periódico sigue siendo gratuito en toda la ciudad de Nueva York, gracias al apoyo financiero de nuestros lectores y a la ayuda de una red de guardianes de cajas en los barrios. Nuestro trabajo periodístico se realiza desde una perspectiva de base, ofreciendo un retrato mensual de un «movimiento de movimientos» que luchan por la justicia, como una vez Naomi Klein sobre nosotros. Seguimos basándonos en gran medida en el voluntariado y somos capaces de aprovechar el deseo de participación auténtica que pueden atraer los movimientos y organizaciones igualitarios. Y hay pocas publicaciones, si es que hay alguna, en las que los aspirantes a periodistas reciban tanta atención y tutoría por parte de los editores. Hace tiempo que decidimos tener un alto nivel editorial, pero también creemos en darle a la gente las herramientas y el apoyo que necesitan para triunfar.
La vida consiste en conciliar creativamente los opuestos y aceptar que las tensiones nunca desaparecen. En nuestra vida personal, la mayoría de nosotros queremos tener seguridad económica, pero no queremos que nuestra vida gire únicamente en torno al dinero. Queremos estar seguros, pero no queremos ser tan precavidos que nuestras vidas se vuelvan aburridas y monótonas. Queremos cuidar y alimentar a los demás, pero también tenemos que dejar espacio para ocuparnos de nuestro propio bienestar.
En la organización política, creo que debemos ser tan horizontales como podamos y tan verticales como lo necesitemos. Lo que eso significa en términos prácticos debe descubrirlo cada uno sobre la marcha.
Traducción: Pedro Perucca